Por un billete falso de $20. Por ser un hombre negro corpulento. Por siglos de vejámenes e injusticias contra la población afroestadounidense. Por la vil caracterización y el estigma racista que permean el imaginario social sobre la población negra, que, dicho sea de paso, se evidencian no solo en Estados Unidos, sino también en toda América Latina. ¿Cuántos latinoamericanos, cuando emigran a este país, no reaccionan de manera negativa, peyorativa y discriminatoria contra los afroestadounidenses, contra quienes llegan a sentir incluso miedo y repugnancia? Solo reproducen la misma actitud hacia comunidades indígenas o minorías afrodescendientes en sus países de origen.
En este país, a millones de personas los sofoca un sistema de desigualdades que empieza desde la cuna, cuando el origen y el color de piel determinarán en gran medida el vecindario donde residirán y, por tanto, la calidad de sus escuelas y maestros y sus posibilidades de movilidad socioeconómica. Otros factores también determinarán su salud y calidad de vida: facilidad o no de acceso a transporte público, a clínicas de salud, a parques y recreo, a comida saludable, a un empleo bien remunerado. El acceso a servicios públicos no está distribuido equitativamente. Y la segregación racial, aunque ha disminuido en las últimas décadas, refleja inequidad de oportunidades entre la población blanca y las de color.
Pero es a nivel del trato de la policía y del sistema de justicia donde el abuso y la violencia son más lacerantes, como presenciamos hace ya casi un mes, en una noche clara que anunciaba el inicio anticipado de un agradable verano en Minesota. En este estado todavía nos causa espanto, náusea y vergüenza recordar esa escena horrífica en la que cuatro miembros de la Policía de Mineápolis ejecutaron públicamente a Floyd, un residente negro que se había mudado de Houston, paradójicamente en busca de mejores oportunidades de vida. Sin embargo, en ningún lugar la vida de los negros, independientemente del rango económico o social, vale siquiera un billete falso.
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Pero que haya sucedido en Mineápolis, una de las ciudades más prósperas y a la vanguardia en el país, con una calidad de vida de primer orden, donde se supone que existe un nivel altísimo de civismo, participación política, voluntarismo y altruismo, es todavía más punzante, pues termina de desnudar las desigualdades y las tensiones raciales y de clase que tanto se han venido denunciando desde hace varias generaciones por las vías institucionales.
La imagen del oficial blanco posando cual cazador orgulloso que ha dado muerte a su presa ha recorrido el mundo y ha despertado la conciencia de millones de personas. La ejecución de Floyd fue la chispa que prendió fuego a las protestas y a la violencia en las calles en un contexto ya de por sí muy volátil y precario debido al covid-19, que ha afectado de forma muy desigual a las poblaciones afrodescendientes y latinas.
Y es que este asesinato de alto impacto en manos de policías es el cuarto en menos de cinco años en las Ciudades Gemelas y el tercero en tres meses de lo que va del año, después del de Ahmaud Arbery en Georgia (el chico hacía ejercicio en un barrio blanco) y el de Breonna Taylor en Kentucky (acribillada en su apartamento por retaliación de la policía).
Parafraseando al reverendo Al Sharpton en el servicio funeral de Floyd en Mineápolis el otro día, los y las afroestadounidenses ya se cansaron del sistema de opresión blanco sobre su nuca. El sueño de Martin Luther King, Jr., se está volviendo la pesadilla del establecimiento conservador y progresista blanco: a la par de las reparaciones económicas por vejámenes históricos, ahora se añaden demandas por una reforma total de las policías municipales del país. Las propuestas apuntan no necesariamente a su desmantelamiento completo, sino a la creación de modelos transformadores de seguridad pública.
Luego de tres semanas de efervescencia social y a la espera del juicio y veredicto en el caso Floyd, es claro que este es un momento de inflexión, un parteaguas en la historia reciente de este país. Ojalá que esta toma de conciencia se traduzca también en acciones concretas por parte de los gobernantes y en cumplimiento de la justicia. La paciencia y el tiempo se acaban.
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