Uno de los detalles más importantes que me parece justísimo resaltar es el hecho de que, desde el 2011 hasta ahora, en un ejercicio de columnas semanales, jamás he sido censurado de forma directa o indirecta. Jamás en nueve años de vinculación con Plaza Pública he percibido, ni en columnas ni en ensayos ni en cualquier otra pieza, que la esencia de mis escritos se intentase modificar. Y ante el ambiente de censura, dogmatismo e intolerancia que actualmente se vive en el país (por no decir en el mundo) es importante hacer visible esta realidad.
El nombre seleccionado para este proyecto es, quizá, la clave de esta columna.
Hay que recordar que, entre los espacios concebidos en el mundo antiguo para la reflexión, el ágora no era el único. El gimnasio, el pórtico, la academia, el liceo y, por último, el ágora constituían los espacios donde los ciudadanos griegos podían dedicarse de alguna forma al ejercicio intelectual. La razón de la aparente fijación griega con la oratoria y el debate procedía precisamente de que solo esos ejercicios permitían construir una experiencia original de la política: el gobierno del logos, el gobierno de la persuasión en lugar del gobierno de la fuerza. Por ello la democracia se transformaría en la forma de gobierno ideal, en la que, aunque no practicada por todos los pueblos contemporáneos de los griegos (y tampoco practicada universalmente hoy por todas las naciones), permitiría asumir que la violencia y la brutalidad —todo aquello que caracterizaba al bárbaro, al tirano, al dictador— no fueran la regla de quienes habitaban la ciudad. Ergo, la ciudad y ser libre se entendían siempre como una misma cosa. El ágora, la plaza pública, era también conocida con el término hestia koiné: el hogar común de la comunidad que delibera. La comunidad política debía ser capaz de producir la koinonía (unión de corazones): la unión de sentires, la unión de ideas. La esencia de este recinto, a diferencia del liceo o de la academia, era que el ágora se construía sobre la pluralidad de los ciudadanos y daba acogida a una multiplicidad de perspectivas, a menudo en conflicto.
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En Plaza Pública conviven un enorme número de columnistas, autores, artistas y editores que, a diferencia de lo que se supone, no piensan todos igual. No puedo hablar por todos, pero, en mi caso, siendo un liberal político, un defensor del enfoque mal denominado institucionalista, convivo dentro de una comunidad que no siempre está de acuerdo con mi posición teórica o valorativa. Pero no por ello se deja de cuestionar y debatir.
Y eso es lo valioso.
Porque al final, de nuevo, en medio de un ambiente que busca censurar e imponer, vale la pena recordar la esencia del espíritu universitario y de un periódico universitario. La meta, como habría dicho Unamuno, es convencer. Y para convencer hay que persuadir. Y para persuadir hay que poder primero pensar para posteriormente pensar con libertad. Y para pensar con libertad hay que atreverse a veces a ser provocador, a ser irreverente, a empujar los límites de lo aceptado y lo tradicional. Y es necesario pasar todas las ideas, todos los valores, por el filtro del cuestionamiento, la crítica y el examen. Lo anterior es nuestra única defensa frente al dogmatismo y la tiranía que nuestro mundo marca.
Eso es la academia. Eso era el ágora. Eso es la plaza.
Festina lente, Plaza Pública. Y que sean muchos años más.
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