Michel Foucault, filósofo francés, señala que en la civilización occidental han existido distintas formas de ejercer el poder. En orden cronológico: el poder ejercido por el monarca, la sociedad disciplinaria y, según otros pensadores, la sociedad de control. El poder monárquico es divino, autoritario, dictatorial y con libertad de hacer matar. La sociedad disciplinaria, nacida con la burguesía, controla al individuo y a la sociedad a través de lo que Foucault llama un modelo de vigilancia «panóptico», donde pocas personas ejercen una constante vigilancia sobre todos a tal grado que, al sentirnos observados sin saber por quién, autorregulamos nuestra conducta y nos ajustamos a las verdades de los que ejercen realmente el poder: las élites capitalistas.
Lo reciente es la sociedad de control, donde la vigilancia penetra en los cuerpos, las mentes, los sentimientos y las actitudes a través del desarrollo tecnológico en manos de las consabidas élites capitalistas y globales. Los celulares, las redes sociales, el internet de las cosas, la inteligencia artificial, las cámaras de reconocimiento facial y otros instrumentos de alta tecnología, a través de los datos que volcamos en esos mecanismos, controlan nuestros gustos, itinerarios, tendencias ideológicas, sentimientos, odios, etcétera, y se convierten así en el nuevo petróleo de la globalización y de la acumulación desmedida. Con los datos capitales nos inducen a pensar, a actuar y a decidir.
En Estados coloniales como Guatemala perviven las tres formas de ejercicio del poder. Por eso somos sociedades temerosas, disciplinadas y manipuladas, sobre todo autocontroladas, por las clases y los linajes que ejercen el poder invisible pero real del Estado sombra. Si no nos autocontrolamos, el sistema ejerce la violencia represiva legal o ilegal. Con la pandemia se unen el hacer matar monárquico con el dejar morir estatal.
Trato de entender, desde la perspectiva de Foucault (que no será la mejor, pero puede ser útil), si basta para nuestras luchas y demandas con las manifestaciones y los comunicados sin una articulación de dirigencias y programática. ¿Estará bien dirigida esta lucha contra un presidente en plazas y en caminos invocando, por ejemplo, algunos definidos actos de corrupción o la elaboración de un presupuesto, y no contra el poder real? ¿Será suficiente e incidente? ¿Demandar es efectivo? ¿Escucharán y harán caso los verdaderos poderes?
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Según mi apreciación, la primera barrera de protección del sistema colonial ante estas luchas es el presidente. Atrás está el Gobierno. Más atrás, el Congreso. Y luego, el sistema judicial. El problema es que actualmente, en esta sociedad monárquica, disciplinada y controladora, estos actores e instituciones estatales están alineados y consolidados en una sola visión y acción de defensa del sistema colonial.
Pero el verdadero bloque de poder, el Estado sombra, es el mismo que hizo la guerra colonizadora en 1524 en nuestros territorios: los linajes económicos, los estratos militares de ayer y de hoy y las dirigencias religiosas, católicas y protestantes, sucesivamente. Un bloque consolidado como un todo, graníticamente unido, que originó al Estado y determinó la forma y la lógica del sistema jurídico y político de tal manera que este fuera el que capturara a la sociedad, y no al revés, y que el Estado fuera capturado por élites y dirigencias corruptas.
Y en esta realidad compleja y complicada nos hemos desorientado y no vislumbramos posibles rutas de emancipación de la matriz de poder colonial que aún está vigente.
En principio, las manifestaciones deberían continuar como elemento pedagógico en lo político. No como punto final, sino como un medio para alcanzar otros objetivos de organización social, de análisis crítico de la realidad, de emergencia de liderazgos, de refundación del Estado y de otros niveles de lucha dentro de lo permitido legalmente. Articulación de ideas y de planteamientos desde la diversidad y con ella en un cauce de lucha política común, eminentemente anticolonial.
La lucha armada revolucionaria, como la del conflicto interno, está descartada, ya que hoy las secuelas para los pueblos indígenas son profundamente negativas: el racismo se ha consolidado y la pobreza y la desigualdad en que viven los pueblos expresan que las mayores víctimas del conflicto fueron estos, no el Ejército ni el Estado ni los pocos dirigentes de la guerrilla ladinocéntrica que dirigió dicho proceso, ¡menos la oligarquía!
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