Durante todos esos años pasó arrastrando su pierna y llevando en su cuello un cabestrillo en donde reposaba inerte su brazo izquierdo. El día que ella murió, me dieron una bosa plástica para recoger sus pertenencias. En la gaveta del hospital estaba el cabestrillo blanco con puntos negros y un abrigo que ella siempre usaba. Son las dos posesiones que aún conservo. Nunca las he lavado y, siempre que las saco de la valija donde están guardadas, las aspiro con nostalgia, anhelando encontrar su aroma.
Quince años después de la partida de mi mamá murió mi padre. Yo vivía en Guatemala y ni siquiera llegué a tiempo para enterrarlo.
Mi papá tenía una navaja suiza que usaba para cortarse las uñas y que mantenía muy bien afilada. Con una paciencia de santo dejaba caer unas gotas de agua sobre la piedra de afilar mientras con delicadeza frotaba la hoja de metal. La inclinación de la navaja en el ángulo exacto y con un movimiento suave para deslizarla. Un proceso que él hacía con un cuidado extraordinario, como si se tratara de una cirugía de corazón abierto. Al finalizar, sin falta rozaba con su dedo pulgar el borde de la navaja para cerciorarse del filo.
Cuando él murió, tomé la piedra de afilar y su navaja. En el aeropuerto lloré mientras les explicaba a los oficiales por qué llevaba una piedra en mi equipaje. La navaja, por suerte, no la encontraron. Ambos objetos llegaron a Guatemala y aquí los tengo celosamente guardados.
Esta semana, mientras leía Un caballero en Moscú, me encontré con una frase que me quedó dando vueltas en la cabeza. Dice Amor Towles, después de reflexionar sobre el apego que tenemos los humanos hacia las cosas materiales: «Y sin embargo es evidente que un objeto no es más que un objeto».
[frasepzp1]
En verdad, el argumento es impecable. Ningún objeto debería estar por encima de la persona. Desde pequeños aprendemos a despedirnos de los que amamos. Los hijos se despiden de sus padres cuando salen del nido, los amigos se distancian, los amores fracasan. A lo largo de la vida, y por distintas circunstancias, vamos dejando rezagadas a un puñado de personas que alguna vez amamos. El adiós es una constante y forma parte de la experiencia humana. Y sin embargo dice el conde ruso de Amor Towles que con los objetos actuamos distinto. Nos llevamos nuestras posesiones favoritas de un sitio a otro, «en ocasiones con un coste y una incomodidad considerables», las cuidamos como si de ellas dependiera nuestra propia existencia y «permitimos que nuestros recuerdos les confieran cada vez más importancia». Incluso, entre más antiguo un objeto, más valor le damos. Algo que definitivamente no hacemos con nuestros ancianos.
Yo pienso que los cuatro objetos que guardo de mis padres no tienen ningún valor monetario. Son más un recuerdo, una excusa para recordarlos. Aunque, ahora que repaso mi argumento, admito que es una excusa innecesaria. Mi mamá vivió 15 años con un cabestrillo, pero eso no le impidió levantarse cada día para seguir adelante. Es su fuerza y su tenacidad lo que debo atesorar. Mi papá afilando pacientemente su navaja me enseñó el valor de la constancia, y es esta cualidad la que tengo que avivar.
No son los objetos los que necesito guardar, sino el legado de las enseñanzas de mis padres.
Las sociedades también han cruzado sus prioridades y les han dado más valor a las cosas que a los seres humanos. Así ha quedado de manifiesto en esta pandemia: la economía por encima de la vida humana. Hay que darle vuelta a la hoja y cambiar las prioridades. Al fin de cuentas, la economía se recupera, pero la vida de una persona no.
Más de este autor