Decimos «histórica» por cuanto la construcción de la identidad guatemalteca —siempre problemática, nunca terminada— apoya un monumental ejercicio de violencia que viene desde hace cinco siglos. Allí anida un núcleo fundamental para entender la realidad actual: el desprecio por la vida del otro, la exclusión del diferente, la glorificación del poderoso. Todo ello explica el racismo, el machismo y la tremenda distancia entre quienes todo lo tienen y quienes no tienen nada.
La violencia va de la mano de la impunidad («el que manda manda; y si se equivoca, vuelve a mandar»). Quien detenta poder puede matar, excluir, violar, estafar sin problema, seguro de que no habrá castigo. Las leyes están hechas para avalar ese estado de cosas. En ese horizonte cultural se da un fenómeno curioso: se avalan acciones violentas como la pena de muerte (o eventualmente el linchamiento), pero se adversa —con una fuerza visceral llamativa— el aborto (¿expresión también de una medieval y repugnante cultura de violencia machista-patriarcal?).
La discusión sobre ambos puntos se presenta como algo eterno: la pena de muerte ¿disuade o no a los delincuentes? Argumentos a favor de cada una de estas posiciones no faltan. «Con su instauración, la comisión de crímenes no baja», dirán algunos (efectivamente con razón). Otros, desde una posición evidentemente conservadora, alegarán que la sociedad necesita defenderse de los atropellos de los asociales, por lo que la pena de muerte es un buen castigo contra aquellos que «ya no tienen arreglo».
En estas posiciones se traslucen proyectos generales, actitudes filosóficas de fondo, aunque no se las explicite: el respeto por la vida y por la diversidad en un caso junto con la esperanza en el ser humano, mientras que en su antípoda, para quienes apoyan la pena, una visión conservadora de las cosas en la cual la defensa irrestricta del orden constituido tiene preeminencia sobre otros aspectos. En esa lógica, la propiedad privada puede llegar a ser más importante que la vida misma.
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Actitud progresista y mentalidad conservadora son los polos de la discusión. Y la discusión, sin dudas, está instalada en la sociedad guatemalteca. Ahora bien, lo que se quiere destacar aquí es el significado que tiene el hecho de pedir la implementación de la pena, el tomarlo como solución a la crisis de violencia que se vive. O, más aún, el levantarla como una meta en sí misma, encomiable para una campaña política. Así lo hizo ver en el pasado, por ejemplo, el candidato Manuel Baldizón, convencido —seguramente con razón— de que con eso ganaba adeptos. En definitiva, si algo puede ser sintomático de la historia nacional, eso es por qué un porcentaje grande de la población (se calcula que no menos de un 50 %) puede ver como positivo apagar incendios con cubetazos de gasolina. ¿Por qué se puede pedir más violencia para detener la violencia?
La controversia creada en torno a la pena de muerte, así como la no escondida aceptación de que gozan los linchamientos o la tenencia de armas de fuego por parte de ciudadanos civiles, nos hablan del perfil de nuestra sociedad: ¡estamos enfermos de violencia! Cuando el ahora expresidente Alfonso Portillo reconoció en plena campaña política que había matado no solo a una persona, sino a dos, y puso eso de ejemplo de lo que podría llegar a hacer por defender su patria, el hecho, en vez de ser condenado, aumentó su popularidad. La violencia está a flor de piel.
La discusión en torno al aborto también patentiza esta violencia latente en la sociedad. Los argumentos que lo adversan rayan en la más increíble hipocresía: se pide la pena de muerte, pero se considera que la decisión de una mujer sobre su propio cuerpo es condenable. Con golpes de pecho —¿lágrimas de cocodrilo?— se justifica la prohibición del aborto diciendo que estamos allí ante un asesinato. Sin embargo, mientras tanto, la mitad de la infancia guatemalteca está desnutrida, un 40 % ni siquiera termina la escuela primaria y un enorme porcentaje trabaja desde temprana edad. ¿Qué se defiende: la vida o una quimera?
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