En 1990, en el Departamento de Investigaciones del Centro Universitario de Occidente, escribí un ensayo que planteaba lo que en ese momento llamé los siete pecados capitales de los partidos políticos y que se fundamentaba en una observación y un análisis del comportamiento político durante décadas, así como en el estudio de la historia política del país.
Esos siete elementos negativos del sistema de partidos son el autoritarismo, el caudillismo, el centralismo, el cortoplacismo, lo monocultural, lo corporativo y su carácter excluyente, que operan como barreras para impedir la entrada democrática de los ciudadanos. Es un espacio de acumulación y distribución de privilegios a través de la corrupción, la impunidad y la inmunidad, que determinan el carácter no democrático del país y la condición de colonialismo regenerado, refundando y reactualizado permanentemente para garantizar la concentración del ejercicio del poder en los enclaves de la aristocracia y en los de la servidumbre política.
También escribí que, antes de la privatización de bienes públicos, como Aviateca inicialmente, fue la política la que se privatizó, ya que la llave de entrada para la participación en dicha estructura es el dinero para crear empresas políticas, comprar puestos de elección popular, utilizar los medios y aprovechar la pobreza o la ambición de muchos para, a través del clientelismo, integrar las bases partidarias, comprar votos y hacer creer que elegimos libremente.
La caída del cartel político llamado Partido Patriota en 2015 refleja la lógica del sistema, donde todos los partidos, en mayor o menor medida, adolecen de los siete pecados capitales. Aun los llamados progresistas. El sistema no solo es contaminante, sino también reflejo del deterioro de los valores ciudadanos, si es que alguna vez los hemos tenido.
Lo acontecido en los últimos días en el Congreso de la República con la compra de votos para intereses espurios y la forma en que los presidentes de la república compran a los dirigentes partidistas para armar bloques legislativos que actúen concertadamente para satisfacer a las élites de poder real (el enclave hegemónico, dueño de las empresas políticas) y para enriquecerse ellos mismos contradicen los principios democráticos occidentales planteados al inicio. Si la estructura política no es la que debe ser, tampoco el Estado existe como tal.
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La promesa de igualdad, equidad y libertad que plantea la democracia no es la preocupación del imperante sistema político colonial. Se ha impuesto lo que algunos teóricos llaman la aristocracia monetaria, que es el verdadero Estado, si podemos llamarlo así. La meritocracia, base del principio de las oportunidades equitativas, es solo un discurso. Al final son las herencias, los títulos de propiedad y el pertenecer al enclave político los que dotan de oportunidades en el sistema púbico y privado.
«La colonización del campo político por parte de esta aristocracia monetaria. Iniciativas de carácter asistenciales y de caridad llevadas a cabo por multimillonarios, transformando el estado de bienestar en caridad de carácter privado. Aparte de que la democracia y los procesos democráticos de toma de decisiones están supeditados a los intereses de los grandes grupos económicos, existe una tendencia a que millonarios de derecha lleguen a puestos de poder e influencia política: un nuevo despotismo por parte de la aristocracia monetaria» (Olaf Kaltmeier, Refeudalización: desigualdad social, economía y cultura política en América Latina en el temprano siglo XXI).
Este sistema legal y político levanta muros procedimentales, jurídicos, operativos, sociales, económicos y raciales que impiden el acceso democrático y la representación legítima de la población, de modo que se vuelve un feudo de los herederos coloniales y de su servidumbre política, cada uno en su propio enclave.
Esta realidad es posible por las condiciones de la misma población, que la permite, avala y sostiene. Culpable de que lleguen a cargos políticos aquellos que el poder no cambia, sino que solo les quita la máscara para repetir el ritual de corrupción, clientelismo y aprovechamiento ilícito de espaldas a los electores.
Cuando se habla de refundar el Estado, pienso, hay que refundar previamente la sociedad. De lo contrario, un nuevo Estado replicará las viejas prácticas coloniales.
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