A solo cinco meses de que empiecen las primarias a lo largo y ancho del país, el grupo de aspirantes sigue siendo bastante concurrido, aunque con tendencia a achicarse. De una veintena de pretendientes a la Casa Blanca, el último en tirar la toalla ha sido el alcalde de la ciudad de Nueva York, Bill de Blasio.
Como sabemos, el Partido Demócrata no es monolítico. Si bien es más plural y tolerante en cuestiones sociales y raciales que el Republicano (diversidad sexual, derechos reproductivos, papel predominante del Gobierno en la conducción de los asuntos del Estado, control de armas de fuego, cuestión migratoria, cambio climático…), existen también facciones más conservadoras con relación al tema de la distribución de la riqueza. Con la tercera vía, inaugurada por Bill Clinton y Tony Blair hace poco más de dos décadas, el partido fue abandonando su compromiso con las clases medias y trabajadoras y privilegiando un modelo neoliberal como una supuesta solución a la problemática socioeconómica.
En las pasadas elecciones presidenciales, el senador independiente de tendencia socialdemócrata Bernie Sanders vino a ofrecerle una bocanada de aire fresco a un partido cada vez más centrista y conservador. Su mensaje antielitista respecto a la concentración de la riqueza, las inequidades sociales y la avaricia de las corporaciones, centrado más en el papel de las políticas redistributivas y en las clases trabajadoras, sacudió el avispero. Dichas soluciones seguramente habrían resonado en electores conservadores en áreas rurales, pero en 2016 el partido se decantó por nominar a una tecnócrata moderada: Hillary Clinton. El resto es historia.
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Hoy el casi octogenario Sanders tiene en la influyente congresista Alexandria Ocasio-Cortez a una heredera de su movimiento en el seno del partido. Lo mismo se puede decir de una compañera de su misma causa (aunque también contrincante en la contienda): la senadora por el estado de Massachusetts y señora de tantos planes Elizabeth Warren. Según las encuestas, Warren encabeza junto con el exvicepresidente Joe Biden y el mismo Sanders la nómina de candidatos que pueden conseguir la presea demócrata para disputarle la presidencia a Trump.
Warren empieza a demarcarse de sus principales opositores con dos mensajes fundamentales que van de la mano: cambios estructurales para combatir la corrupción y un impuesto sobre el patrimonio para los supermillonarios. Para Warren, uno de los principales factores por los cuales no se pueden resolver problemas de fondo, como acceso a la salud universal o cambios en los sistemas de justicia y migratorio, es lo que ella llama la influencia corrupta del dinero en la política por medio del cabildeo de grupos poderosos de interés en Washington, lo cual seguramente incluye a algunos de sus correligionarios. Por supuesto, no se puede olvidar al inquilino de la Oficina Oval. Si a alguien le queda duda, basta con recordar que el presidente vacaciona frecuentemente en sus propiedades a costa del erario público.
Por otro lado, Warren propone que los 75,000 hogares más ricos del país paguen un impuesto anual del 2 % por cada dólar de su riqueza neta arriba de 50 millones de dólares, además del 3 % por cada dólar arriba de 1 billón. Cálculos hechos por reconocidos economistas dan como resultado que, con una propuesta similar, la fortuna de Jeff Bezos se habría reducido de 160 billones de dólares a 86.6 billones. ¿Pobrecito? Al menos no para millonarios como Buffet, Gates y Soros, quienes apoyan la propuesta de Warren y opinan que los legisladores tienen la responsabilidad moral de aumentarles los impuestos a los ricos.
Hay quienes dicen que el Partido Demócrata se está «radicalizando». Yo opino que está rescatando sus postulados al tiempo que este país parece estar reviviendo una edad dorada de inequidades, que requiere de intervenciones profundas en el sistema, esta vez con un lente de equidad racial.
En esta cruzada Warren dice no tener miedo. Convencer a los electores de que es la mejor para derrotar a Trump requerirá de un plan mayor.
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