Esta semana he decidido cambiar un poco el tema de mis reflexiones para enfocarme en uno eminentemente personal. Recientemente me dio COVID-19 y una de las secuelas más preocupantes que me dejó, fueron lagunas mentales y ese cansancio que a veces es acompañado de una intensa sensación de desesperación y ansiedad extremas. En algún momento tuve que ir al hospital, de emergencia, en medio de una crisis que pensábamos mayor: tenía sudor frío, mareo y una sensación de ansiedad y desesperación como nunca antes había experimentado.
Recuerdo que la principal sensación preocupante que sentí en esos aciagos momentos fue que se alteró mi percepción del tiempo, percibía el paso de este con una lentitud y angustia tal, que las horas y los minutos se me hacían eternos. Prevalecía en mí una sensación de ansiedad tan extrema, que creo que alteró mis signos vitales, al punto que mis síntomas se confundieron con una docena de padecimientos físicos, empezando por problemas cardíacos, ya que el hospital me remitió a un cardiólogo. Luego de los exámenes, el especialista me comentó que después de ver decenas de pacientes con traumas post-COVID, que presentía que el problema mío no era físico, sino mental, por lo que me recomendó un inhibidor del sistema central para calmar mis pensamientos e inducir el sueño, que era otro de los efectos perversos que sentía: las horas de la noche se me hacían eternas.
Inicié entonces en las siguientes semanas una reflexión profunda sobre mis pensamientos, reacciones y actitudes frente a la vida. Descubrí que uno de los problemas más importantes de la forma en que percibo la realidad es que siempre estoy preocupado por el instante siguiente, enfocado no en el tráfico, por ejemplo, sino en el lugar o compromiso al que voy; pensando en la cita que tendré luego de ver a un amigo o enfocado en el trabajo que tendré que terminar al día siguiente, algo que creo que es una actitud muy normal en muchos de nosotros. Una de mis más importantes preocupaciones justamente era sentimental, me enfocaba en una relación fallida con la madre de mi hijo, por lo que lejos de disfrutar el momento que pasaba con él, estaba enfocado en la tristeza y ansiedad que me causa el hecho de haber fracasado dos veces seguidas en mi intento por consolidar una pareja de por vida. De hecho, esos días fatídicos me aficioné a ver fotos de parejas de amigos que publicaban las fotos de sus respectivas parejas con frases como «a mi amor, por 20 años de convivencia cotidiana», o cosas por el estilo. Recuerdo en que incluso, comenté con mi expareja cuál era el secreto de esas parejas que aparentaban ser felices luego de mucho tiempo, algo que yo, por supuesto, anhelaba.
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Empecé a buscar a mis amigos, a pedir ayuda, a cambiar mis rutinas diarias en un intento desesperado por cambiar mi percepción del tiempo que me ayudara a enfrentar ese vacío cotidiano que me causaba tanta ansiedad. Y poco a poco, en la interacción con las demás personas, empecé a percatarme que nada había cambiado: ni la madre de mi hijo ha cambiado su actitud despectiva y despreocupada hacia mí, ni encontré una nueva pareja que sustituyera el clavo que sacara el otro clavo, como dice el dicho. Al final de cuentas, el problema no era ella, sino yo: como dice Arjona, el problema no era lo que ella decía o dejaba de decir, sino que todo lo que ella decía, me dolía. Ayer llegué finalmente, a una suerte de «iluminación», fui a un comercial a almorzar, solo, cambiando mi costumbre de siempre ir acompañado de alguien, que es quien siempre dejo que decida a donde ir. La mesera me llevó unas galletas que no solicité, supuse que eran una cortesía, pero al ver la cuenta, por un momento pensé en protestar. Decidí enfocarme en la forma en que había disfrutado el producto y en el gesto de la empleada, que supuso que las galletas irían bien con mi café, cosa que, de hecho, era cierto. Decidí pasar por alto el supuesto problema, y pagué, agradeciendo a la mesera el gesto. La sonrisa de ella se sintió reconfortante. Los siguientes minutos en el comercial encontré a muchas otras personas con las que me crucé, y mi sonrisa y mi comentario amable fue siempre recompensado con otra sonrisa y otro comentario amable, excepto claro está, con una persona que iba tan malhumorada, que ni siquiera me respondió. En ese momento entendí que la forma en que uno procesa lo que vive, hace la diferencia, es el principio 90-10 cuyo autor es Stephen Covey, y que explica que el 90 % de las cosas que nos pasan en el día a día dependen de nosotros mismos y que tan solo un 10 % no dependen de nosotros. No podemos cambiar lo que percibimos, pero si podemos cambiar el enojo o la ira que puede causarnos, para enfocarnos en los aspectos positivos y reconfortantes de eso que percibimos.
La mente es poderosa, controlar mis pensamientos y ansiedades es vital para recuperar el sentido y el gozo de la vida cotidiana. Ahora intento enfocarme en el momento: la sensación del viento tocando mi piel y no en el señor atrás mío, que se ha pegado al claxon en un intento desesperado por que circule el tráfico detenido; el sol poniente que tiña el cielo de tonos maravillosos y no en el gesto del peatón que acaba de maltratarme, la sonrisa del niño que va al lado del conductor malhumorado que viaja al lado de mi coche. El resultado es una notable disminución de mi ansiedad y de mis ataques de pánico frente al inexorable pasar del tiempo. Muchos problemas no son problemas. El problema es cómo percibo mi entorno y cómo proceso mis pensamientos respecto a esas percepciones cotidianas.
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