Por enésima vez se repitió el libreto que desde hace años se viene anticipando: cuando empieza la temporada de lluvias, se sabe que el país entrará en dificultades que van desde lo anecdótico y puntual, hasta escalar hasta los desastres del tamaño de la caverna que se abrió en el km 15 de la carretera CA-09, en jurisdicción de Villa Nueva. En medio, incontables incidentes relativos a derrumbes, deslaves, puentes caídos, inundaciones y un largo etcétera.
Los datos e informes acumulados apuntan a varios problemas: en primer lugar, los efectos del cambio climático, que están haciendo el clima más extremo: las sequías más prolongadas, las lluvias más intensas, los vientos más fuertes, el calor y el frío más extremo. En países como Guatemala, estas condiciones cada vez más intensas solamente agravan un problema estructural de fondo: la ausencia de un ordenamiento territorial, sumado a un territorio altamente escabroso y con alta actividad sísmica y volcánica, determina que una buena parte del territorio nacional este marcado con rojo, debido a la alta vulnerabilidad a desastres naturales. Pero si sumamos estas dos condiciones a un sistema político que visualiza las obras de infraestructura como el auténtico botín político de donde se extraen cuantiosos recursos, el resultado es la extrema precariedad que tenemos como sociedad a este tipo de incidentes.
En los últimos años, hemos tenido una muestra bastante grande de desastres naturales, de los cuales los más impactantes han sido los siguientes: los Huracanes Mitch (1998), Stan (2005) y Agatha (2010) hasta los más recientes Eta e Iota (2020); pasando por los deslaves del Cambray dos (2015), del Cerro los Chorros en Alta Verapaz (2009) y el deslave en Santa Cruz Barillas en 2011; la Erupción de los volcanes de Pacaya (2010) y Fuego (2018), así como los terremotos de 1976, 2012, 2014 y 2017 que impactaron varios departamentos del país; ello, sin contar los múltiples incidentes menores que sería muy largo enumerar.
La conciencia de que somos un país altamente vulnerable a desastres, sin embargo, de forma sospechosa no le ha quitado nunca el sueño a ningún gobernante ni a ningún funcionario público, quienes siempre encuentran una excusa para esconder su desidia y su incapacidad: el alcalde Gramajo, culpando a la divinidad y a la fuerza de la naturaleza, y el presidente Giammattei, justificando la caída de puentes porque «pasa cada vez más agua por ellos», son los últimos ejemplos de esa tendencia a justificar lo injustificable.
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En psicología, existe un concepto que se denomina «incompetencia aprendida», que designa una situación enferma en la que los individuos simplemente aprenden a adaptarse a las condiciones adversas, sin realmente intentar transformarlas. En el caso de los políticos, sin embargo, este concepto mutaría a «incompetencia deliberada»: los desastres y el colapso de la infraestructura, entonces, sería una «falla calculada» para forzar la necesidad de seguir construyendo mega obras de infraestructura, donde realmente se encuentra el negocio de la corrupción, tal como ya nos ha demostrado la experiencia en estos años pasados. Y es que en situaciones de desastres, cuando se aplican los Estados de Excepción como recientemente se ha decretado en Guatemala, los funcionarios tienen la total libertad de ejecutar los fondos con mayor libertad; justo por ello, se explica la urgencia de los diputados de aprobar mil millones de quetzales adicionales para emergencias.
El modelo político que hemos construido en estos 35 años de democracia, por lo tanto, es ya insostenible: el ciclo perverso de desastres naturales seguirá ocurriendo periódicamente, debido a que el colapso sistemático de la infraestructura es altamente rentable para los actores políticos, debido a que son justamente las emergencias las que les permite a los políticos y allegados, obtener beneficios directos e indirectos que son altamente apetecibles. Bien dice el dicho: «unos en la pena, y otros en la pepena».
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