Viernes 24 de octubre de 2014, 7h45 de la mañana.
Dejo el carro estacionado en el parqueo que está detrás del edificio del Ministerio de Finanzas y salgo a encontrarme con el perito* y su esposa en la cafetería La Fuente, a dos casas del comedor El Buen Gusto. Siempre pensé que había uno solo: un “Buen Gusto”; pero resulta que hay varios. A cada quien su gusto; pero esta mañana no me detengo a pensar ni en los míos ni en los del prójimo. Acaso pienso que, en los últimos días, se ha querido acarrear a la “justicia” al gusto y antojo de unos cuantos. No les ha sido fácil y celebro esa bocanada de aire en esta atmósfera soporífica que nos tiene sumidos en la indolencia ciudadana. Tampoco ha sido fácil para otros esperar 34 años. Muchos ya no verán ni escucharán la resolución de los tribunales.
El perito termina su café apurado porque no quiere llegar tarde a la audiencia. Caminamos juntos hacia el edificio de los tribunales. Pasamos enfrente de los vendedores de carne asada y chorizo que están ahí desde la madrugada. Se me hace un nudo en la garganta y tiemblo. Carne asada. Mi mente vuela de inmediato hacia esa fecha de inicios de 1980. Carne asada. Carne asada. Quemados vivos. Le aprieto la mano al perito y él con su usual gesto de protección me toma del brazo y cruzamos la calle hasta la plaza.
Todo parece bien organizado, nos espera un representante del Ministerio Público (MP) en la fila de entrada. Hacemos la cola, esperamos a que nos revisen los bolsos, bajamos al sótano y desde ahí tomamos el ascensor hasta el decimoquinto piso: el piso donde se está llevando el juicio en torno a los hechos ocurridos en 1980 en la embajada de España, siendo el principal acusado Francisco García Arredondo. Creí que nunca llegaríamos. A esa hora se amontonan en los ascensores jueces, abogados, testigos, reos, agentes, personal administrativo y público en general.
Esperamos en los bancos afuera de la sala. La cita era a las ocho. Pasadas las 8h30, empiezo a inquietarme, pero constato que ni siquiera está el acusado presente. No sé por qué, justo en el momento en que pienso en el acusado, se abre la puerta del ascensor y aparece Francisco García Arredondo con los grilletes puestos alrededor de las muñecas. Apariencia gris. La ropa es gris o al menos a mí me lo parece. Camisa a cuadros, pantalones y saco grises, zapatos negros. El pelo lacio peinado hacia atrás. Sin ojeras. Hace un gesto de saludo al pasar. El perito levanta la cabeza. “¿Por qué lo saluda?”.
Dejamos al perito en los bancos y pasamos a la sala que está medianamente llena. Poco a poco se va llenando con gente variopinta. Algunos observadores, tomando nota del proceso, otros interesados en darle seguimiento a un evento que marcó nuestro infierno. Los periodistas se reservan las filas de adelante. Cuento una media docena de fotógrafos y varios periodistas con su libreta de apuntes.
El inicio es protocolario. Ahora no me pierdo ni un detalle de la jerga legal: hasta un mandato de representación de la querellante adhesiva Rigoberta Menchú tiene que ser revisado oportunamente. Así lo dicta la ley. Un pequeño error en el mandato y la audiencia del día no tendría validez. Preside la audiencia una jueza. Otra mujer. Ahora sí que el ícono de la mujer-justicia no puede ser más atinado en Guatemala. Se llama al perito que se sienta y a petición de la jueza se pone de pie, levanta su mano derecha y se compromete —como yo entiendo esta dinámica— a contestar con la verdad todo lo que se le pregunte sobre su trabajo durante esos días de febrero de 1980. 5 y 6 de febrero de 1980: los días en que se realizan los exámenes médico-legales por el perito, uno de los médicos forenses que trabajaban para el Organismo Judicial. Entonces tendría 40 años.
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Son seis los casos que se han escogido en esta ocasión. La función del perito es ratificar los hallazgos del examen requerido por orden del juez en aquella oportunidad. Van pasando los informes uno a uno: asfixia por monóxido de carbono, quemaduras de tercer y cuarto grado en un 90%, 80%, 65% o 75% de la superficie corporal, posición de pugilista de los cuerpos, piel y huesos calcinados, el huipil rojo de una mujer, el pantalón azul de un joven de entre 25 y 30 años, los zapatos amarillos…
—¿Se acuerda usted de cómo encontró a los cuerpos? —pregunta el abogado de la defensa.
—En la morgue. Sin vida, muertos, con el color rojo cereza por la asfixia.
¿No es suficiente haberlo oído ya seis veces seguidas? No. Al abogado le interesa saber si en una habitación reducida el fuego es más violento: “Lo es, señor abogado”.
—¿Cómo encontró la morgue ese 5 de febrero?
—En la antigua morgue, había una capilla. Ahí se colocaban a los cuerpos. En aquella ocasión no cabían en la capilla. La morgue estaba llena.
—¿Cómo puede decir que la ropa era la de los fallecidos?
—La ropa o los restos de la ropa estaban cuidadosamente empacados a la par de los cuerpos en la loza.
—¿Por qué los informes hablan de la ropa, del pelo, si se encontraba algún resto del mismo, etcétera?
—Porque nuestro deber como médicos forenses era también dar algunos elementos de identificación a los parientes.
Le muestran los documentos del reporte del médico forense al acusado. Al principio no fija la mirada en ellos. Luego los observa impasiblemente. ¿Se fijará en los nombres?
Yo los anoto, a los nombres. Todavía ignoro por qué. También ignoro por qué sigo escribiendo en mi libreta todos los detalles. Son detalles “técnicos”, médicos, científicos. Aprendo que hay dos factores que deben considerarse al analizar los cuerpos para determinar la gravedad de las quemaduras: la intensidad de la llama del fuego y el tiempo de exposición.
—En el caso de S.T.Z, el individuo presenta también amputaciones de los miembros inferiores. ¿Cómo se explica esto? —pregunta la abogada del MP.
—Hay que saber que en estos incendios, el calor es de tal intensidad que se fracturan los huesos. Eso explica los hallazgos.
Mi portaminas tiene vida propia. Sigo anotando pero ya sé por qué: cada detalle muestra la furia del fuego, las circunstancias de la muerte, la dimensión del horror. En una sala de tribunales un tanto húmeda, es difícil imaginar lo que pasó en la embajada de España: no huele a carne quemada, no sentimos el pánico, no nos orinamos del terror y de la angustia. El Horror estaba congelado en el tiempo. Ya no. No se puede decir mucho de una matanza: están todos muertos, calcinados. Hago una lista de las edades aproximadas: 20, 23, 25, 30, 38, 20. Son nuestros padres y madres incinerados. Un amigo poeta me corrige: No, somos nosotros quemados. Me veo en el espejo del ascensor que desciende hasta el sótano: Sí, somos nosotros quemados.
* Te quiero, papá.