Errejón afirma que el fracaso teórico del liberalismo clásico y del socialismo-comunismo es que ambos proponían el fin de la historia. Por un lado, el desarrollo del individuo a partir de la desregulación de los mercados llevaría a alcanzar el punto culmen de bienestar, ya que las personas serían capaces de autosatisfacer su vida en absoluta libertad, con lo cual se le pondría fin a cualquier expresión de división social. Por otro lado, con la socialización de los medios de producción y sin lucha de clases se igualarían todas las condiciones sociales y los seres humanos serían capaces de autogobernar su vida en sociedad. De esa forma se lograría la creación de hombres nuevos, que acabarían con cualquier discrepancia sobre sus roles dentro del esquema de la estructura social. En síntesis, ambas apelaban a la eliminación del conflicto, cuando en toda actividad hay diferencias enfrentadas en virtud de que estar en desacuerdo es una emoción racionalizada inherente al ser humano. Y esas diferencias encontradas son el origen de la política. Es decir, el conflicto nunca se acaba, sino solo se transforma.
El conflicto, entonces, está en constante circulación. Y la posibilidad de entendimiento existe porque los acuerdos se logran desde lo distinto, utilizando para ello los mecanismos populares y los dispositivos institucionales. Los acuerdos parciales sobre temas concretos nos permiten mejorar las condiciones de vida de las personas en un momento dado y con una proyección hacia el futuro, pues se comprende que ante cada nuevo avance surgirá un nuevo reto. Por eso frases como vividores del conflicto solo sirven para antagonizar con el rival, cuando lo que se requiere es voluntad política y mecanismos democráticos de negociación para que los distintos actores sociales y políticos puedan alcanzar consensos, pero no con la intención de uniformar y homogenizar el pensamiento, los deseos, las necesidades y aquello que consideramos fundamental, sino de crear las bases para el bienestar general desde el aumento de oportunidades y la reducción de privilegios.
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En ese sentido, podemos asegurar que cualquier ideología o teoría política que proponga la clausura de la historia se equivoca. La única rama de la vida capaz de afirmar que después de un suceso histórico se acaba todo lo que conocemos y reconocemos como dado es el futbol. Y nunca había ocurrido (los dioses sabrán por qué) lo de ayer, cuando se confirmó que la final de la Copa Libertadores será entre Boca y River, una de las rivalidades culturales y futbolísticas más fuertes de nuestros días. Porque, como tuiteó Mister Chip: «Cuando termine la final, terminará también la histórica batalla dialéctica entre hinchas de River y Boca. Quien gane esta copa tendrá el as bajo la manga en cualquier discusión y será imposible rebatirlo».
Sin duda, la rivalidad entre los de Núñez y los de la Boca será eterna, pero la discusión de quién es mejor se terminará o por lo menos se desacreditará. Apelar al equipo perdedor será defender lo indefendible. Con el pitazo final se habrán acabado las diferencias porque quien gane lo absolutizará todo. Y todo el mundo sabe con certeza que nadie está preparado para lo que se viene. Que los dioses del futbol lo resuelvan.
¡Dale, dale, dale, dale, dale, dale, dale, Boca! ¡Dale, dale, dale, dale, dale, dale, dale, Bo...!
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