Con relación a esos intentos de reducción, Guatemala tiene una tragicómica historia. Desde el otorgamiento de grados militares a las imágenes del Cristo de Esquipulas y del Jesús Nazareno de la Merced hasta las alucinaciones de exmandatarios que en su momento han asegurado que Dios habló con ellos.
En el caso último, lejos de la locura, detrás de esas supuestas alucinaciones no hubo sino perversos intentos por retorcer la justicia o hacerse de más poder.
Son también reduccionismos aquellos grotescos discursos en los cuales se entremezclan las patanadas con un «Dios lo bendiga». Y hemos de recordar que esos pseudolíderes sacan a relucir esa simplificación de lo complejo en tres situaciones: una, cuando necesitan votos; otra, cuando precisan de seguidores, y una tercera, cuando —ya en la guayaba— están tambaleando a causa de sus torpezas.
No hace más de una semana un amigo me pidió opinión acerca de las causas que pudieron haber generado esa especie de oscuridad en que los guatemaltecos hemos estado metidos en las últimas tres semanas a causa de los desatinos del presidente de la república (y de sus adláteres). Como respuesta, yo le puse en el tapete la cultura antidemocrática tradicional de los Gobiernos latinoamericanos. Le dije que, con pocas excepciones en América Latina, ha sido el resultado de la aglutinación de relaciones sociales violentas, la consecuencia de las estructuras económicas excluyentes, del racismo y de la falta de espacios para la participación política y social de los jóvenes y las mujeres. También le hablé de los organismos de justicia débiles, corrompidos y parcializados y, en consecuencia, del incumplimiento de la ley y del irrespeto de los derechos humanos.
Menuda sorpresa tuve cuando me preguntó si acaso no había sido un cura izquierdista quien me había dicho todo aquello.
Siendo él católico, como se dice, le recordé que los principios de la doctrina social de la Iglesia (el bien común, la solidaridad y la subsidiaridad) convergen en la dignidad humana y que nuestra Constitución Política pondera vigorosamente esa dignidad humana.
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Inquirió entonces acerca de si la doctrina social de la Iglesia (dijo otra vez «por si acaso») era comunista. Le respondí que no. A manera de ejemplo le expuse la postura de la Iglesia nicaragüense y de la Iglesia venezolana ante los desmanes de Daniel Ortega y Nicolás Maduro. Le expliqué también que dicha doctrina, de acuerdo con varios tratadistas, «es un conjunto de normas y principios referentes a la realidad social, económica y política de los pueblos basados en el Evangelio y en el magisterio de la iglesia».
Mi amigo volvió a la carga. Me aseguró entonces que el Evangelio y la doctrina derivada de este unas veces eran izquierdistas y otras derechistas. Yo le respondí que no. Le argumenté acerca del compromiso social y de la toma de posición definida de la Iglesia ante las condiciones que los teólogos han llamado «situación de pecado». Particularmente en nuestro continente, la extrema pobreza, la explotación del hombre por el hombre, el estado de los servicios de salud pública y el de la educación en nuestros pueblos. Para mejor convencerlo le pregunté si estaba satisfecho con el monto que recibe mensualmente por su jubilación. Ahí sí se quedó callado.
Cuando creí haberlo hecho reflexionar, una hermana suya me advirtió: «No te desgastes. Todo lo que le dijiste lo sabe, y muy bien. Lo que pasa es que, como su jubilación no le alcanza para vivir, está buscando hueso en el sector público. Está dispuesto a decir o hacer lo que sea con tal de conseguirlo».
Le recordé (una vez más) que la verdad evangélica no tiene izquierdas ni derechas y me despedí pensando en el poco valor que muchas personas le dan al decoro. Porque para buscar un trabajo honesto no es necesario caer en la indignidad.
¡Cuánto nos falta por aprender!
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