En América Latina abundan los casos. El expresidente salvadoreño Flores lo entendió así cuando planteaba que su tarea era establecer relaciones bilaterales estables y la del empresariado firmar los tratados de libre comercio. Subsiguientemente, expresidentes como Vicente Fox, Óscar Berger, Felipe Calderón y posteriormente figuras cómo Macri y Piñera han transitado por esta retórica. De los 90 a la fecha se ha generado una sinergia hacia adentro de las Cancillerías de tantos países para, en esencia, convertir a los representantes diplomáticos en promotores del país y en generadores de inversión extranjera.
La idea no es mala en términos generales. Lo interesante del caso son los aspectos teóricos que acompañan a este tipo de política exterior. Porque, a ver, ¿es posible querer transformar el esfuerzo de la política exterior para captar inversiones aislando a un país del sistema internacional? La respuesta es no.
Y esta es precisamente una de las cuestiones que la siguiente cancillería guatemalteca tendrá que resolver: si quiere potenciar la política exterior con el objetivo de captar inversión extranjera, promover el branding, explotar la marca país, es necesario, por no decir imperativo en todo sentido, asegurarse de que el país mantiene una posición estable dentro de las reglas de sistemas multilaterales, lo cual significa, sin lugar a contradicciones, restaurar las relaciones con países cooperantes. Y esto empieza por incluir a los cooperantes tradicionales. La percepción que se tiene de un país respecto a la tentación aislacionista impacta necesariamente en qué tan apetecible resulta dicho país para los inversionistas extranjeros.
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La marca país es entonces fundamental, y eso incluye aspectos perceptibles, concretos, relacionados con la cultura local, así como explotar aspectos inherentes a la fauna y la flora de un país. Significa también la percepción que se tiene respecto a la solidez institucional, la estabilidad de un mandato presidencial y la certeza de tener elecciones ininterrumpidas. Y significa, además —pero por mucho— la percepción de certeza que se tenga respecto a qué tanto un país cumple o no con las obligaciones contraídas. Este último aspecto puede referirse al pago a acreedores internacionales (Argentina ha tenido este eterno debate) o al temor de que un Estado dé por terminada de forma unilateral sus compromisos con el sistema internacional. Este es el comportamiento de los gobiernos de Ortega y Maduro cuando deciden expulsar misiones de observación y verificación internacional. Y es también el sabor de boca que queda luego de que la administración del presidente Morales decide finiquitar el mandato de la Cicig.
Un Estado democrático —y esto es clave— sostiene su posición dentro del sistema internacional y mantiene los compromisos asumidos por la dinámica multilateral. «Los mecanismos de política interna por lo general sustentan los mecanismos de política externa», es un viejo adagio de los internacionalistas. Por lo tanto, si hay tentaciones aislacionistas o dosis de unilateralismo, la salud democrática, en efecto, no está para nada bien.
Por eso la tarea del nuevo canciller es compleja. No está mal pensar en potenciar la captación de inversión extranjera o que las inversiones guatemaltecas encuentren nuevos nichos. Las relaciones entre la Agexport y la Cancillería deben ser estrellas. Pero, de fondo, el trabajo imperceptible, el esfuerzo sobre el campo clásico de las relaciones bilaterales, vendrá con subsanar y restaurar la relación con el resto del mundo. Y el resto del mundo significa para Guatemala cooperantes tradicionales.
No será una tarea fácil, pero sí necesaria.
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