En nuestro país, en la rama de la construcción, hemos visto casos de ingenieros civiles involucrados en entramados de robo de recursos como fraude en materiales, sobrevaloración de obras o estafas convertidas en escándalos como el del libramiento de Chimaltenango o los de los puentes sin ríos o que no duran un invierno. En cuanto al sistema sanitario, si bien una mayoría la conforman profesionales que con abnegación, casi sin recursos ni pago por sus servicios, han atendido a la población en la emergencia y antes de esta, por desgracia hay otros que, en lugar de sanar, matan la esperanza de vida.
Estos procesos de fraude son permitidos porque algunas personas cuya profesión y cuya posición les demandan vigilar el buen uso de los recursos también violan sus normas de conducta. Se trata de personal contable y de auditoría en cada unidad estatal, así como en la entidad responsable de velar por el buen uso del dinero público: la Contraloría General de Cuentas (CGC). Lejos de garantizar que el presupuesto se administre con probidad y eficiencia, la CGC no ve, no lee, no investiga. Así, no sabe cómo es posible que en un sitio sin río se construya un puente. Tampoco es capaz de velar por que más de 80 millones de dólares destinados a la compra de vacunas terminen en un limbo y en un galimatías procedimental sin que se sepa dónde está el dinero. Todo ello, porque las y los profesionales de las cuentas olvidan o ignoran las normas de su profesión.
Y podemos seguir examinando una por una las actividades especializadas en las que la conducta indebida de quienes ostentan un título o grado académico y laboran para el Estado incumplen sus principios. Sin embargo, en estos días es menester profundizar en una rama de la formación superior que tiene en sus manos la revisión de procesos derivados de las malas conductas de otras ramas. Se trata de los y las profesionales del derecho, egresados de las facultades de ciencias jurídicas y sociales, es decir, abogadas y abogados. Ellos y ellas, merced a su título, ocupan posiciones desde las cuales deben decidir penalizar a quienes roban recursos o violan la ley.
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La cabeza de la institución responsable de la persecución penal, la encargada de iniciar las pesquisas a partir de denuncias y de llevar a tribunales, está podrida. La actual jefa del Ministerio Público (MP) y fiscal general, Consuelo Porras Argueta, cometió plagio en su tesis para obtener el doctorado. Además de que falta a normas académicas elementales y a principios éticos, resulta que la señora Porras comete delito, pues violenta la Ley de Derechos de Autor al usar el texto elaborado por otra persona sin dar el crédito correspondiente y presentarlo como propio para alcanzar un grado académico.
El mal de títulos sin base también aqueja a quien preside el Tribunal Supremo Electoral (TSE), Ranulfo Rojas Cetina, y al magistrado suplente, Marco Antonio Cornejo Marroquín. Rojas Zetina documentó haber obtenido un doctorado y Cornejo Marroquín una maestría, ambos en la Universidad Da Vinci. La entidad académica declaró que, al momento de que dichos profesionales presentaron tales documentos a las comisiones de postulación, esta calidad no les había sido acreditada, de manera que falsificaron sus hojas de vida. En similar circunstancia se encuentra la magistrada a la Corte de Constitucionalidad (CC) Leyla Lemus, designada por el Ejecutivo presidido por Alejandro Giammattei. Lemus incluyó en su hoja de vida que tenía maestría y doctorado, lo cual, según registros de la Universidad de San Carlos (USAC), es totalmente falso. Antes de ellos fue pública la mentira de la exregistradora de la propiedad, Anabella de León, quien incluyó en su hoja de vida el dominio de varios idiomas, entre ellos italiano y alemán, lo cual a la hora de expresar le resultó molto difficile.
La academia está obligada a depurarse. No puede seguir como los tres monos sabios (sin oír, sin ver, sin hablar) ante semejantes desmanes de sus integrantes. Las universidades deben revisar ya los títulos otorgados y cancelar los que hayan sido otorgados mediante fraude. Por su lado, los colegios profesionales deben dar de baja de sus registros a quienes ostentan falsos títulos o delinquieron para documentar especialidades que no poseen. El chanchullo debe morir.
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