La voz de Jason Molina me acompaña mientras conduzco hacia la oficina repitiendo estos versos sobre el arte de equivocarse:
It wouldn’t be the first time
that I made a mistake in my life.
In fact, I learned how to make a living out of making mistakes…
Me abro paso entre varias reuniones mientras reviso Everything Was Beautiful, and Nothing Hurt, de Moby (2018). Me quedo con el sonido de Like a Motherless Child y de Welcome to Hard Times, que me ayudan a sobrevivir una discusión recurrente sobre qué colocar en las redes sociales, en la que alguien decide invocar la cita de un experto de aquellos a los que se les paga una fortuna por hora y que hace unos meses detonó su charla frente a un grupo de comunicadores con la idea inicial de que «el 50 % del Internet son imágenes de gatitos tiernos y el resto es odio, mucho odio».
Enorme nivel. La recreación de la explosión está lejos de ser controlada y resulta en una interminable sucesión de subterfugios que llevan exactamente al punto de inicio (las preguntas fundamentales): qué, quién, cuándo, dónde, por qué y cómo. Suspiro pensando con nostalgia en los informes de auditoría que esperan en mi escritorio. Particularmente, el debate de la utilidad de las redes sociales me cansa al punto de hacerme suspirar por ver notas al control interno y respuestas de gerencia.
Cerré mi perfil de Facebook hace ya varios meses. Mi vida no es mejor ni peor desde entonces: los atascos en el tráfico son iguales, pero debo admitir que ahora no hay manera de que recuerde los cumpleaños de nadie. Mis amigos llenan ahora mi WhatsApp con memes divertidos, cadenas que advierten de los peligros de cualquier cosa que parezca peligrosa o los audios del tipo que revienta en insultos contra la selección argentina porque no juega a nada y él compró a plazos una tele gigante para ver el Mundial.
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No importa el medio. El flujo de lo trivial y de las noticias falsas no se detiene si no se aplica el filtro básico del pensamiento crítico. Las redes sociales pueden haber democratizado el conocimiento, pero han servido también como multiplicador del discurso del odio y de los rumores —una técnica de desinformación que sigue siendo parte importante del pénsum en las escuelas de inteligencia—, sea cual sea la tribuna desde la cual se ejerce.
Umberto Eco tenía razón: «Las redes sociales les dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio nobel. Es la invasión de los idiotas». Abro una botella de vino a la memoria de Eco mientras escucho Downtown Train en la versión original de Tom Waits.
Mientras cierro estas líneas, recibo los audios de un periodista argentino que vio el supuesto cadáver de Maradona ser subido a una ambulancia en las afueras de un estadio de Moscú. Luego veo a Maradona hablar en Telesur sobre la falta de ética en el periodismo.
La lluvia me hace preferir escuchar una vieja grabación de Crowded House describiendo el clima de Melbourne en Four Seasons in One Day y repitiendo aquella estrofa de «The Sun shines on the black clouds hanging over the Domain». Pienso que la descripción se aplica también a otras ciudades, como un Quito de clima neurótico que no tiene un Kings Domain, pero sí un centro histórico lleno de leyendas y conspiraciones en cada esquina, o una ciudad de Guatemala que empieza a ser envuelta por la lluvia.
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