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Dos hombres ¿y un destino?

Se plantó ante el atril, enfático y seguro, y comenzó a hablar y habló durante cuarenta y cinco minutos, a veces fervorosos y a veces tecnocráticos, y en ocasiones contradictorios.
A unos pasos de él, Álvaro Colom, el hombre al que sucedía, se veía disminuido y aislado, no nostálgico, ni meditabundo, no como si se preguntara si a Otto Pérez Molina le esperaba un final tan deslucido y tan solitario como el que él tuvo.
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Dos hombres ¿y un destino?

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Uno sale y otro entra. Uno está casi deshauciado y el otro cubierto de guirnaldas. Uno es ex presidente y otro presidente. Colom y Pérez. Ambos coincidieron en la escenificación del traspaso de mando.

Ahí está. Delgado, y pálido. Hundido entre los demás asistentes. Relegado. Casi irrelevante. Deslizándose ya hacia el anonimato, desprendiéndose del poder que alguna vez tuvo, con su aire un poco anodino. Apenas se diferencia del que era hace cuatro años pero es distinto en todo. Menguado, flota dentro de su oscuro traje como un astronauta en el universo negro y desmedido. Su corbata es de un azul glacial, icebérgico, y cuando ha atravesado el lugar entreviendo a un lado y a otro tanta escenificación, tanto ritual del que ya no era el centro, él entero parecía congelado: caminaba pesadamente, inclinando el tronco un poco hacia adelante, los hombros más caídos quizá que de costumbre, las piernas marcando los largos pasos demasiado –uno dos, uno dos– como un adolescente desgarbado o como un viejo en una antigua película muda.

Podía ser el mismo hombre pero no se trataba esencialmente del mismo hombre que hacía cuatro años había tomado la palabra y en su discurso de investidura, lleno de presunción y de fe, había suscitado aplausos con sus promesas de una Guatemala más justa, casi idílica. Valores, familia, educación, salud, seguridad, productividad, viviendas, respeto, justicia, reconciliación, Acuerdos de Paz, concertación, solidaridad, concordia. Darle la vuelta “a esta página sangrienta” de la guerra en Guatemala.

“Le toca a Guatemala”, diría en un esfuerzo iniciático por prefigurar su legado, “un cambio hacia un gobierno socialdemócrata por primera vez en cincuenta años”.

La historia que Álvaro Colom se estaba contando a sí mismo era la de un político destinado a liderar grandes transformaciones, a modernizar el país, a extender la herencia de la primavera democrática. Cuando abandonó la escena y, rutilante, dejó la sala en que una pléyade de gobernantes y jefes de Estado, de diplomáticos y ciudadanos, le habían escuchado (con complacencia o escepticismo, pero todos con fruición), aquel hombre que se proyectaba como dueño del futuro y acreedor de la gloria nacional, acababa de tocar la cúspide de su prestigio, que inmediatamente comenzaría a declinar.

Ahora en cambio mientras abandona otro escenario entre miles de personas está solo junto a su vicepresidente. Está solo. La Unidad Nacional de la Esperanza, su partido, se ha ausentado de la ceremonia. Por la mañana, en el Congreso, había realizado un último esfuerzo por defender su gobierno y su figura, su recuerdo como estadista. Pero ya era un hombre caído: inteligente, tal vez rico para siempre, pero desposeído en público de su reputación, divorciado de su moral. (Hizo con toda seguridad demasiadas cosas mal. Se encadenó a sus errores. Como todos los que le precedieron.) Desde arriba, se le veía retirarse diminuto por un pasillo estrecho abierto entre la gente no como si todos –plenos de fervor y admiración– le quisieran facilitar el paso, sino como si todos –absortos en la visión de un apestado– lo aislaran y evitaran el contacto. Junto a él marchaban los miembros de su seguridad, sombríos y herrumbrosos como carceleros.

Alrededor, el público, lleno de hienas, presentía la carroña. Y lo abucheaba. Y en sus silbidos latía no tanto la legítima desaprobación de unos ciudadanos hacia su gobernante, cuanto la voluntad facciosa de humillar, de hacer saltar astillas de ese hombre derribado, como sucede cuando la política no se entiende como una forma noble de organizar la sociedad y ni siquiera como la negociación entre rivales, sino como una pugna de enemistades y trincheras para defender no ideas ni programas, sino intereses personales.

La impresión general consistía en que todo lo que ahí quedaba era un cuerpo, no un presidente.

Su imagen contrastaba con la de su sucesor, al que había dejado atrás, en el centro del escenario, ufano y levitando, tras un discurso lleno de altos conceptos, de Dios, y de promesas de una Guatemala más justa, casi idílica, que trataba de convencer -como el suyo propio cuatro años antes- de que en ese preciso momento, al iniciarse su alocución, se iniciaban transformaciones esenciales: “Con la bendición de Dios y la voluntad del pueblo de Guatemala el cambio ha comenzado, el cambio ha llegado”.

Otto Pérez Molina no lo miraba. Todavía risueño, con los ojos un poco entornados, se le veía saborear las últimas palabras de su arenga (“seguimos en la lucha”) y paladear la gloria, su gloria privada y colectiva: la gloria compartida de todos los presidentes, que en sus días inaugurales, en sus puestas de largo, se imbuyen de una mezcla de ingenuidad, impostura y cinismo y subestiman –con su jactancia pero sobre todo con sus vaticinados éxitos– la suprema dificultad de gobernar un país. Otto Pérez Molina ya sabía para ese momento que en mayor o menor medida eso mismo les había pasado a todos los que legítimamente le antecedieron en esta época de la historia: a Colom y a Berger, a Portillo y a Arzú, y también a De León y a Serrano y a Cerezo. Lo que le espera a todo gobernante democrático cuando deja el poder es una gran desaprobación, que como demuestran los estudios luego se va mitigando.

Pero no pudo evitar hacerlo, no se libró de caer en la tentación: se plantó ante el atril, enfático y seguro, y comenzó a hablar y habló durante cuarenta y cinco minutos, a veces fervorosos y a veces tecnocráticos, y en ocasiones contradictorios. Acorazó su discurso en torno a una idea política poderosa pero gastada e indefinida -el cambio- y la acompañó con una referencia interesante, por el juego y por el significado social de la alusión: el cambio de época que la cosmovisión maya sitúa en este año. Fue minucioso, casi detallista, quizá por miedo. (Es más fácil que los críticos se abalancen sobre lo que se omite que sobre lo que se dice.) Y estructuró su argumentación en tres bloques de contenido: la quiebra económica y moral de Guatemala y las deudas sociales y administrativas del Estado; la guerra y la reconciliación nacional; y el estado de derecho y el programa de gobierno como panacea.

Encontró, no sin problemas conceptuales, un presente mítico –una especie de Idea platónica, monolítica y pura- que amalgamara a todos los guatemaltecos. Uno en el que todos se comportan con nobleza (“Guatemala es un país maravilloso y su pueblo es un pueblo noble”) aunque a la vez está podrido por la pérdida de unos valores que ya no existen pero, según él, existieron (el respeto a la autoridad, la justicia y el imperio de la ley) y por la presencia de unos vicios que, según quedó implícito, son nuevos (la corrupción y la impunidad). Un presente en el que los criminales, los asesinos, provienen forzosamente de fuera del pueblo, a menos que se pueda ser asesino y noble a la vez.

Colom debía de escucharlo con complacencia, casi como si fuera la extensión más contenida y más conservadora de su propio discurso, porque cuatro años antes su propio diagnóstico había sido semejante. Como Colom, ahora Otto Pérez Molina también situaría a la familia (la familia tradicional) en el centro de la sociedad y adelantaría que una de sus metas es alcanzar el desarrollo rural integral. Y al igual que Colom, también hablaría de una crisis económica del Estado, de una administración corrupta que necesita una reforma, también criticaría el legado del anterior Gobierno y, aunque de una manera mucho más simbólica y significativa y valiente de lo que lo hizo su predecesor cuatro años antes, también abordaría el tema de la guerra y la justicia de transición. Sin complacer en todo a todos.

Dijo: “estamos conscientes de que muchas de las causas que dieron origen al conflicto aún están presentes.”

Dijo: “no debemos olvidar el pasado pero sí superarlo, ser capaces de asumirlo colectivamente como sociedad, ser capaces de perdonarnos entre todos y ser capaces de ver hacia adelante para construir una sociedad y una cultura de paz, con pleno respeto a los derechos humanos”.

Dijo: “sueño con que la mía sea la última generación de la guerra y la primera generación de la paz.”

Dijo: “algunos que nunca combatieron ni vivieron el conflicto parecieran estar empeñados en no permitirnos superarlo. Antes al contrario, parecieran estar viviendo de ello y siguen contando en ciertos casos con algunos apoyos internacionales.”

Después reiteró en detalle los tres pilares programáticos que había postulado durante la campaña (pacto por la paz, la seguridad y la justicia; el pacto contra el hambre; y pacto por el desarrollo económico y el ordenamiento fiscal) y lo hizo con una modificación reseñable: el pacto por la paz, la seguridad y la justicia no es ya, como se había perfilado, un objetivo centrado en la seguridad ciudadana y en el castigo. Ahora incluye también toda forma de violencia estructural contra las personas, toda vulneración de derechos: el hambre, la degradación del medioambiente, y (se supone porque no lo dijo) la explotación laboral.

Quienes estuvieron allí, los presidentes que presenciaron la ceremonia (Calderón, de México; Martelly, de Haití; Funes, de El Salvador; Lobo, de Honduras; Ortega, de Nicaragua; Chinchilla, de Costa Rica; Santos, de Colombia; Bouterse, de Surinam) y los delegados diplomáticos y otros asistentes, quizá no lo notaron, pero es posible que para el grupo de académicos libertarios que prestaron atención no pasara desapercibido el hecho de que sólo una vez fuera nombrada la idea de “libertad” como un valor a tener en cuenta para el futuro.

Ninguna vez mencionó, sin embargo, a América Latina, ni hizo referencias a la política exterior, al margen de su voluntad de ratificar el Estatuto de Roma para entrar a formar parte de la Corte Penal Internacional, de su llamado a combatir en conjunto el narcotráfico y la trata de personas, y de una breve alusión a la presencia de Guatemala en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Cuando terminó su discurso, Otto Pérez Molina, el primer militar en alcanzar la jefatura de Estado en la era democrática, observó satisfecho el fervor con el que lo recibió un auditorio repleto de sus invitados. Hacía menos de una hora que Gudy Rivera, el presidente del Congreso y diputado oficial, le había tomado juramento –contundente la voz, acartonadas las fórmulas, llenas de mayúsculas sus frases– y le había recordado que si no cumplía con lo prometido, la Historia y el Pueblo de Guatemala le Pasarían la Factura.

Otto Pérez no podía reprimir una sonrisa: sonreía como había sonreído toda la jornada: sonreía con prolijidad, como probablemente no lo había hecho nunca antes en público: era el día en que su poder y su prestigio habían alcanzado su cúspide temporal.

A unos pasos de él, Álvaro Colom, el hombre al que sucedía, se veía disminuido y aislado, no nostálgico, ni meditabundo, no como si se preguntara si a Otto Pérez Molina le esperaba un final tan deslucido y tan solitario como el que él tuvo. O a su presidencia un destino tan mellado por sus errores graves como por las acerbas diatribas con que se le atacó en un país, Guatemala, que tritura mandatarios que a menudo también trituran al país. No era eso. (Al fin y al cabo, Álvaro Colom se califica a sí mismo como un buen gobernante: ocho puntos de diez posibles, ha dicho.) En realidad, se veía simplemente como un tipo que ya no se siente cómodo y tiene prisa por quitarse de en medio.

Cuando terminó el discurso, el ex presidente abandonó el Domo. La ceremonia aún no había concluido.

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