Esto dejaría en 2019 a más de 170 maestros de Fe y Alegría sin trabajo y excluiría a alrededor de 2,800 alumnos que asisten gratuitamente a las escuelas de la fundación. Dichas escuelas jesuitas, financiadas por el Estado, dan educación gratuita y de calidad a más de 15,000 niños, niñas y jóvenes que viven en rincones olvidados por el Estado.
Hacia finales de 2016 salí de la capital con dos periodistas con rumbo a El Naranjo, Petén, una comunidad ubicada a menos de media hora de El Ceibo, frontera con México. Ellos buscaban acercarse a grupos de migrantes; yo, presentar resultados de investigación a estudiantes, maestros y padres de familia de dos centros de Fe y Alegría. Íbamos un poco desesperados en el carro, por ratos preocupados. Nos hicimos alrededor de 13 horas de camino.
Cuando llegamos al hotel, nos recibió una persona con casco y chumpa negra sobre una moto. Pensé que la directora de Fe y Alegría, a quien conocía personalmente, había mandado a un maestro a recibirnos. Salimos del carro de doble tracción empapados en sudor a saludarla, pero, cuando la persona se quitó el casco, reconocí a la directora. «Ahora ando en moto. Tuve que aprender», nos dijo riéndose. La directora era una maestra de Fe y Alegría de la capital y llevaba apenas unos meses desempeñando su nuevo cargo.
Almorzamos en una pequeña cabaña erigida sobre el río que estaba frente al hotel. Los rayos del sol se reflejaban en el agua. Mientras nos servían la comida, la directora nos trazó el mapa simbólico del lugar: megaempresas, narcotráfico, migrantes, polleros, trata de personas… Mientras hablaba, sentía que iba llenando una cazuela con los ingredientes necesarios para cocinar tristeza y desesperanza. Aun así, su rostro irradiaba fuerza. Todavía puedo evocar su imagen frente a mí, sentada en esas bancas de madera, con sus grandes ojos amarillos, su cabello rizado corto y encanado y su sonrisa cálida.
Al día siguiente, mis compañeros periodistas se fueron a la frontera con México y yo me quedé sola. Ya la directora me había advertido que las mujeres jóvenes de El Naranjo corrían el riesgo de ser vendidas en México —algunas personas en tuk tuk les tomaban fotos— y luego las mandaban a traer. Ese día, desayunando en esa misma cabaña, por lo menos dos personas me preguntaron si estaba sola en el lugar. Mi respuesta siempre fue la misma: «No, no estoy sola. Yo vengo a trabajar a Fe y Alegría». Al pronunciar estas dos palabras, algo cambiaba en sus rostros. Fe y Alegría es como un escudo protector, pensé. Me dirigí a la calle principal y tomé un tuk tuk. Apenas habíamos avanzamos unas dos cuadras cuando el conductor me preguntó de dónde era y qué hacía allí. Respondí como siempre. «¡Ah, qué bien! ¡Fe y Alegría! Mis hijos van ahí, ¿sabe? Yo soy maestro, fíjese. De la Upana. Pero no hay trabajo, así que ando en mi tuk tuk. Me va mejor así».
Llegamos a Fe y Alegría. El conductor se bajó a abrir los portones blancos y un poco oxidados de la escuela y entramos. La directora salió a mi encuentro, me presentó a los docentes y estudiantes y me llevó a conocer el centro escolar. El terreno era grande, mas no la construcción de la escuela. Vi el huerto que estaban armando, unas jaulitas donde antes criaban pollos, y conocí al cerdo de la escuela.
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Mientras caminábamos, la directora me expresó sus preocupaciones: los estudiantes repetían año con tal de no abandonar la escuela, pues su futuro era incierto al graduarse; la esperanza de vida de los estudiantes se reducía a migrar o a redes de negocios ilícitos, y pocos padres y madres de familia aún conservaban sus tierras, paulatinamente las vendían a precios risibles y de dueños pasaban a ser asalariados. «Pero ¿dónde van a trabajar los patojos?», me decía con preocupación. «Aquí lo único que tenemos es una gasolinera y una agencia de banco que ni siquiera contratan a los de la comunidad». Entonces abría sus grandes ojos amarillos: «Yo les digo: “Patojos, ustedes nunca van a ser realmente pobres mientras tengan tierra”». Ese es el espíritu con el que trabajamos en los calurosos salones con los estudiantes y bajo la sombra de enormes árboles con los maestros, los papás y las mamás. Poco a poco surgió una idea: una educación no centrada en la persona, sino en la colaboración. El proyecto educativo comunitario empezó a emerger.
Esa tarde acompañé a misa a la directora. Nos fuimos las dos en su moto y, al nomás entrar a la pequeña iglesia, cántaros de agua cayeron del cielo después de un caluroso día. Bajo el sonido estruendoso de la lámina verde, fuimos a ubicarnos en una de las bancas de madera de la iglesia. El padre alzaba la voz luchando contra los truenos. Mientras tanto, yo veía de reojo a la directora, que observaba el crucifijo con sus grandes ojos amarillos. No pude dejar de imaginar que rezaba en silencio y de desear que se cumpliera todo lo que pedía. Nos habíamos visto antes de ir a El Naranjo, pero, desde ese viaje, ella es para mí la maestra más extraordinaria que conozco.
En 2013 fui a Fe y Alegría de Ciudad Peronia, un asentamiento periurbano ubicado al sureste del departamento de Guatemala y al este del municipio de Villa Nueva. Llegué en un bus escolar a esa montaña gris, llena de casitas pequeñas amontonadas y de calles estrechas. Caminé por un sendero de tierra y rocas, entre terrenos baldíos llenos de restos de carros deshechos, hacia los portones de la escuela. Pregunté por el director y me condujeron a la cafetería donde él estaba almorzando. Nos saludamos y me invitó a sentarme a la mesa y a comer con él. La cafetería colindaba con las canchas deportivas de la escuela. A esa hora solo había un par de jóvenes jugando futbol o basquetbol. Teníamos tiempo para charlar antes de que se iniciara la jornada vespertina.
El director era un hombre de una familia campesina que con mucho esfuerzo había logrado ingresar a la Universidad de San Carlos de Guatemala. Estudió primero ingeniería, pero luego de facilitar unos talleres sobre mecánica se convenció de que su verdadera vocación era la docencia, por lo que decidió estudiar pedagogía. El director hablaba de forma pausada. Su voz era suave y sus ojos pequeños pero risueños. Luego de unos minutos hablamos del tema que rugía entre silencios incómodos: las maras y las pandillas del barrio. Hace unos años, el director y la señora de la cafetería me contaron que el conflicto entre la mara y la pandilla había arreciado al punto de que el padre de la iglesia católica y el pastor de la evangélica habían acordado trabajar juntos para instarlos a pactar una tregua. Funcionó. Sin embargo, los grupos no han desaparecido. «Es más», me dijo. «Le quiero pedir cautela. No hable de estos temas con los patojos. Muchos están involucrados y no quiero que se ponga en riesgo».
Antes de que el director asumiera el puesto, vandalizaban la escuela cada vez que podían. Quebraban las ventanas, forzaban los candados, robaban a los pocos días u horas las computadoras que les donaban... Pero todo eso cesó. Las medidas del nuevo director fueron radicales. Abrió las puertas de Fe y Alegría todos los días y a toda la comunidad. Fe y Alegría Peronia se convirtió en el parque de recreación antes inexistente. Mientras hablábamos, caminamos por el amplio terreno de la escuela hasta llegar a los portones que colindaban con la comunidad. Cuando atravesamos los portones, sentí un fuerte olor a marihuana. Volteé a ver y había un grupo de jóvenes fumando recostados en el portón. El director los saludó inmediatamente con una gran sonrisa. «¡Patojos!». «¡Profe!». «¿Van a entrar a jugar a las canchas? Me alegra. Ya saben que eso, aquí, ¿verdad? En la escuela, nada. Ese es el trato». «Simón, profe». El director siguió caminando despreocupadamente. Yo estaba muy sorprendida por su actitud. Me esperaba un gesto más autoritario o que se descompusiera y no supiera qué hacer. «Ve. Así es como las cosas se han calmado. Les hemos hecho ver a los patojos que, estudien aquí o no, Fe y Alegría es su casa, pero que la casa hay que respetarla». Seguimos caminando por la comunidad. Cada persona que aparecía lo saludaba «¡Profe!», a lo que él respondía sonriente. Luego de unos minutos me dice: «Mire: yo sé que cualquier día puedo parar asesinado en alguna de estas calles, pero no me importa. Estamos haciendo un buen trabajo, y eso importa más». Me quedé sin palabras. En esa escuela conocí a un maestro fantástico que coloreó un fragmento de esa montaña gris.
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Fe y Alegría es magia. Pienso en el hermoso Fe y Alegría Chiantla, Huehuetenango, cuidado por la imponente sierra de los Cuchumatanes. Pienso en las sonrisas de su director y del cuerpo docente, en la calidez con la que me recibieron a pesar del frío, en sus huertos, en sus talleres de mecánica, en el criadero de conejos, en sus centros de cómputo, en su proyecto educativo comunitario, que va más allá del emprendimiento. Pienso en su lucha incansable por fundar su cooperativa, en la lucidez de sus ideas. Pienso en la paz y el coraje que transmiten.
Pienso en Fe y Alegría Santa María Chiquimula, Totonicapán, ubicada en la cima de las montañas bajo un cielo celeste, donde casi podés tocar las nubes. Pienso en el grupo de jóvenes maestros, en el altar que hicieron para orar al Ajaw y a Dios antes de que el taller comenzara, en la iglesia católica y el lugar sagrado para ceremonias mayas dentro de la escuela, en el huerto con plantas medicinales, en las caras sonrientes de los maestros mientras comíamos frente a la parroquia La Natividad de la Virgen María, donde la virgen viste huipil.
Pienso en Fe y Alegría Zacualpa, Quiché, en la historia de la guerra que recogen y transforman sus docentes, en la iglesia de la escuela que, como centro ceremonial, nos recibió para realizar ahí un emotivo taller. Pienso en el almuerzo con el subdirector y su esposa. Pienso en la histórica parroquia del Espíritu Santo en Zacualpa, lugar ahora sagrado donde durante la guerra tantas víctimas perdieron la vida, pero no el espíritu. Pienso en la reunión comunitaria en esa misma parroquia a la que asistí con el subdirector, en las imágenes de monseñores Gerardi y Romero acompañando las ceremonias mayas de la comunidad.
Pienso en la antes coordinadora de la región oriente, en su gran corazón, en sus brazos siempre abiertos como las puertas de las escuelas de Fe y Alegría, en sus lágrimas, en sus esperanzas y en su gran valentía. Pienso en el equipo directivo de Fe y Alegría Casa Central y en el empeño que ponen en construir, para miles de niños y niñas, escuelas que son como hogares cálidos con corazones rojos en el centro.
Pienso en Fe y Alegría Santa Lucía La Reforma, Totonicapán, en el gran camino de terracería entre las montañas que la anteceden, en los más de 30 docentes, en su mayoría de multigrado, que bajan a las aldeas a trabajar con los niños y las niñas. Pienso en el único comedor que encontramos abierto para cenar, en el frío de la calle y en el calor de un par de huevitos y de frijoles. Pienso en las calles desoladas y en el cielo estrellado en la cima de la montaña. Y no me cabe la menor duda: las escuelas de Fe y Alegría son estrellas que iluminan esta larga noche que llamamos Guatemala. Ninguna merece apagarse.
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