Harry Boyte, comprometido con las ideas, la democracia y la creación de espacios libres de participación cívico-política como parte del diseño de políticas públicas, siempre nos invitaba a relacionar la práctica de los asuntos públicos con lo personal.
Recuerdo haber escrito que lo que habría de marcar seriamente mi vida y a partir de allí volverme tan empecinada con ideas democráticas, de justicia social y de agencia ciudadana era haber nacido y crecido durante regímenes autoritarios y el conflicto armado, que recrudeció a inicios de los años 1980. Contaba que de niña me levantaba temprano y salía a recoger el periódico que el motorista del difunto diario El Gráfico dejaba debajo de la puerta del garaje. Buscaba las tiras cómicas, no sin antes darles un breve repaso a las principales noticias del día, y de vez en cuando me detenía en alguna columna de opinión o en el editorial.
Allí habría de leer titulares dolorosos de muerte y violencia, de reductos guerrilleros tomados por los militares, de estudiantes o profesionales asesinados y abandonados en alcantarillados, de desapariciones, de protestas campesinas, de fraudes militares y de más violencia. Noticias de padres de mis compañeritos de colegio asesinados o desaparecidos, de secuestros sin distingo, de helicópteros sobrevolando mi barrio, de cientos de soldados y policías acordonando el área y de una humilde casa en la que matarían a dos jóvenes supuestamente subversivos. Nunca se sabía la verdad sobre los hechos. «A saber ni en qué andaban metidos», se decía como reflejo, acríticamente, con lo cual se sentenciaba doblemente a las víctimas de la represión.
Un domingo, uno de esos titulares que encabezaban la portada se refería a una prima mía caída en armas. En la casa, un domingo apacible y anodino se volvió un funeral, un ir y venir tratando de averiguar pormenores del asunto, que solo los adultos sabían y discutían porque esas cosas no se hablaban con los niños. Y aunque a los pocos días nos enteramos de que se trataba de una equivocación, ya las cosas nunca volverían a ser las mismas. Así transcurrían los días de sospecha, miedo y silencio. Era la norma.
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Prácticamente es así como empezó a nacerme la conciencia, como diría la premio nobel de la paz Rigoberta Menchú. Fue un proceso que se iría definiendo más durante mi estancia en Francia a finales de los 80, donde una lectura del país a distancia cimentaría mi ya certera convicción de la necesidad de una educación pública y de una pedagogía crítica para la democracia.
Traigo estas historias a colación pensando en las jornadas cívicas de 2015 y en las manifestaciones pacíficas del 2017 y de este mes de septiembre para acabar con la corrupción, la impunidad y la amenaza del autoritarismo. Pienso en particular en los niños y jóvenes que han acompañado a sus padres y familiares a estas marchas y se han vuelto testigos desde pequeños de estos históricos acontecimientos.
Enternece la imagen de ese niñito captado durante la marcha del #20S por la cámara de Moisés Castillo, sentado en la repisa de una cafetería local, disfrazado de héroe y sosteniendo una bandera. Y pienso en esa niña que fui. Y me digo que, a pesar de todo, algunas cosas han cambiado.
Cuando en unos cuantos años a estos niños y jóvenes les pregunten (o se pregunten) cómo fueron adquiriendo conciencia política, su historia seguramente será diametralmente distinta a la mía. Recordarán cómo de las manos de sus padres manifestaron contra otro tipo de tiranía: el latrocinio público-privado, que les roba sueños y esperanzas a sus conciudadanos. Hablarán de cómo se sacudieron el miedo, lograron unificar marchas estudiantiles con las principales universidades del país y sostuvieron conversaciones y discusiones para pensar un país nuevo. Recordarán que algunos de ellos trataron de fundar proyectos políticos nuevos a partir de los cuales nacieran prácticas partidistas transparentes e incluyentes. Dirán que delinear valores, ideas y diferencias ideológicas no es necesariamente una sentencia de muerte, pero que al sistema hay que vigilarlo y denunciarlo porque también reprime el reclamo legítimo, y que no basta con las elecciones para construir democracia. Recordarán quizá que sin conciencia no hay organización y que sin organización no hay cambio.
Y usted, ¿recuerda el despertar de su conciencia política?
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