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Despenalizar las drogas: señuelo o propuesta justificada

La propuesta de despenalizar las drogas no fue un accidente, según quienes conocen a Pérez Molina. El sociólogo y analista político Héctor Rosada asegura que el mandatario quería medir la temperatura que genera el tema. Lo suyo fue una acción calculada en su tablero de ajedrez.
¿Los narcotraficantes se convertirían en empresarios o más bien migrarían hacia otras ramas del crimen organizado que les aseguraran acceso al dinero, al poder y al status de una manera fácil, rápida, llena de adrenalina y de satisfactores materiales?
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Despenalizar las drogas: señuelo o propuesta justificada

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El gobernante guatemalteco salió a la calle y tomó la temperatura al tema de la despenalización de las drogas. La respuesta fue intensa. El anuncio de Otto Pérez Molina, a un mes de sentarse en la silla presidencial, no sólo equivalió a un “somatón de mesa”, sino fijó el tema en la agenda centroamericana y le puso su firma. Quienes critican la actual estrategia contra el narco aseguran que es un fracaso porque no disminuye la producción ni el consumo de droga y deja un rastro de muerte a su paso. Quienes se oponen a la despenalización aducen que sus supuestos resultados son sólo una hipótesis incorrecta.

El presidente Otto Pérez Molina quizá se salió con la suya. Después de detonar el debate, y de una semana de febriles discusiones sobre la despenalización de las drogas, el mandatario ya tomó la talla de las reacciones en otros organismos del Estado, de analistas y columnistas de prensa. Ni siquiera necesitó ofrecer detalles. Quienes adelantaron opinión, hablaron de consecuencias —positivas y negativas— de descriminalizar desde el consumo hasta el trasiego. Ahora Pérez Molina sabe qué partes de la medida reciben aplausos o abucheos (adentro y afuera de Guatemala), y en dónde hay muros insalvables.

Pero un tema es qué pretendía lograr el Presidente con este anuncio, y otro es qué elementos concretos permiten concluir que la despenalización reduciría los niveles de violencia. El presidente no lo explicó. Su propuesta “era sólo una idea”, dijo a la prensa, para presentarla a debate. Posiblemente en el momento perfecto: un sábado antes de la aprobación (con escasísima discusión) de una profunda reforma tributaria en el Congreso.

El 14 de febrero, The Washington Post publicó una entrevista en la que Pérez Molina le dijo a la AP que el combate armado contra el narcotráfico no ha funcionado en los últimos 30 años. Agregó que es necesaria una solución integral para la seguridad, que incluya la mitigación del hambre, entre otras medidas. La publicación reitera que el mandatario tratará de ganar apoyo para la legalización de drogas cuando se reúna con los presidentes centroamericanos en marzo.

El señuelo

La propuesta de despenalizar las drogas no fue un accidente, según quienes conocen a Pérez Molina. El sociólogo y analista político Héctor Rosada asegura que el mandatario quería medir la temperatura que genera el tema. Lo suyo fue una acción calculada en su tablero de ajedrez.

El presidente ya conocía las cartas sobre la mesa de Estados Unidos y México. No necesitaba la veloz emisión del comunicado de la embajada estadounidense para recordar su oposición a legalizar las drogas, y su convicción de que ello no detendrá otros tipos de trasiego y la violencia que generan.

Algunos analistas atribuyen la “idea” del gobernante a una presunta intención de forzar la mano de EE.UU. para donar más dinero a la lucha anti-narcótica. Pero poco apunta a que esa podía ser una expectativa realista. Al contrario. EE.UU. ya anunció un recorte en la ayuda a Guatemala y la disminuirá de US$5 millones (unos Q39 millones) a US$2 millones (unos Q15.6 millones) para fines anti-narcóticos para 2013 (Mesoamérica -México y Centromérica- en su conjunto recibirá US$60 millones, unos Q468 millones). Además, condicionó el levantamiento del embargo en ayuda militar para Guatemala (vigente desde 1978) a mejoras en el respeto de los derechos humanos.

Pérez Molina no está sólo en su propuesta de debatir la despenalización de las drogas. Una Comisión Mundial sobre las Drogas ha planteado el tema desde hace dos años. Los expresidentes Henrique Cardoso (Brasil), Ernesto Zedillo (México) y César Gaviria (Colombia) la encabezan junto a una veintena de personalidades latinoamericanas entre las que destacan Mario Vargas Llosa (Perú), Sergio Ramírez (Nicaragua) o Eduardo Stein (ex vicepresidente guatemalteco y colaborador del gobierno actual). El exsecretario de la ONU, Kofi Annan, es otra de las voces que lo apoya.

En la región, la primera semana de febrero, el presidente de Colombia, el también derechista Juan Manuel Santos, dijo que si todo el mundo estaba de acuerdo, su gobierno apoyaría una despenalización. Después de las declaraciones de Pérez Molina, Laura Chinchilla, presidente de Costa Rica, también conservadora, anunció su intención de un debate serio sobre el tema.

De acuerdo con Rosada, Pérez Molina “somató la mesa” y colocó el tema en el centro de la atención. “Ahora será recordado como el primer presidente centroamericano que lo propuso, y siempre será mencionado cuando el tema sea tocado en la región”, dijo el analista. Pero ahora que tiene la atención de todos, ¿cuál es su siguiente paso?

La propuesta: ¿Por qué?

El presidente Pérez Molina y el canciller Harold Caballeros tratarán el tema de la legalización con Janet Napolitano, la secretaria de Seguridad Nacional de EE.UU., en la semana del 20 de febrero en Guatemala, durante su primera gira al Istmo durante todo el mandato de Barack Obama -Washington, de hecho, sólo envió al jefe de los Cuerpos de Paz a la toma de posesión el 14 de enero-. Además de la legalización, discutirán el levantamiento del embargo de ayuda militar y el Estatus de Protección Temporal (TPS) para los migrantes guatemaltecos en EE.UU.

A cambio de la ayuda estadounidense para los migrantes y sobre el fin del embargo militar, contarán lo que el gobierno promete hacer en ejes de trabajo como “Hambre Cero”, programas de desarrollo rural y combate a la pobreza, para mejorar las condiciones de vida de la población (y así indirectamente evitar más migraciones hacia el Norte).

Pérez Molina ha dicho que el hambre también es un problema de seguridad, y apunta hacia una propuesta integral contra la inseguridad, que podría o no incluir la despenalización de las drogas, que considera necesaria ante el fracaso de la política antinarcótica actual, dictada desde Washington hace 30 años, que se basa exclusivamente en el uso de fuerzas de seguridad y militares.

El elemento de la ecuación que Pérez Molina no ha mencionado es la corrupción de las autoridades y la infiltración del crimen organizado en el Estado por parte de los “cuerpos de inteligencia y aparatos clandestinos de seguridad” (CIACS), o las mafias en el Estado. El argumento es que a mayor despenalización, menor será la necesidad de corromper a las autoridades, y los productores y traficantes de drogas tendrán que regirse por las reglas de la legalidad.

El argumento no abarca a otras mafias, para las que las redes corruptas también facilitan la comisión de otros delitos, como la trata de personas, el tráfico de armas, el contrabando de mercadería o la extorsión. La despenalización del consumo o del trasiego de drogas no elimina este tipo de corrupción, que causa miles de muertes violentas. La Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) fue creada para combatir estas estructuras, pero, según el jefe de la CICIG, Francisco Dall’Anese, un férreo opositor a la despenalización, también trabajan para el fortalecimiento institucional en el Estado.

Un ejemplo de que la corrupción mina la lucha contra el narcotráfico -o de lo cuestarriba de usar únicamente a la fuerza pública para combatir el narco- son las 500 armas y munición del ejército que acabaron en manos de los Zetas en 2009, en Ixcán, Quiché, y en Amatitlán, a pesar de haber estado bajo resguardo militar en el Brigada Militar Mariscal Zavala.

El 30 de marzo de 2011, las autoridades descubrieron que el presunto narcotraficante José Ortiz (alias Chamalé o Hermano Juan) llamó por teléfono, después de ser capturado, al ministro de la Defensa Abraham Valenzuela, supuestamente para pedirle ayuda. Un general y alto oficial militar reveló que, en 2008, luego del decomiso en Petén de 1,300 kilos de cocaína, 250 fueron cambiados por harina mientras estaban bajo custodia policial. También relató que varios jueces se rehusaban a girar órdenes de cateo, pedidas por la fiscalía, para entrar a propiedades hasta donde habían rastreado cargamentos de droga.

Resta saber cuán efectivos serían la Policía Nacional Civil (PNC) y el ejército contra el narcotráfico, sin corrupción en sus filas, o si todas las fuerzas públicas, malpagadas en su mayoría, como las latinoamericanas, podrían resistirse a la tentación millonaria del crimen organizado.

La legalización de la droga no combate la corrupción y la impunidad, se argumenta del lado prohibicionista. La legalización disminuiría la especulación en los precios de las drogas y desfinanciaría en buena medida a los cárteles para comprar autoridades y reduciría la corrupción, se argumenta del lado liberacionista.

Más asesinatos, menos capturas

Carmen Rosa De León, del Instituto de Enseñanza para el Desarrollo Sostenible (IEPADES), afirma que las muertes violentas se han disparado en los últimos años porque “la mayoría de delincuentes sabe que no le va a pasar nada si roba o mata”. Un informe de la CICIG reveló en 2010 que de 600 mil denuncias presentadas, entre delitos menores y mayores, sólo hubo condenas en el 1.8 por ciento de los casos. Mientras tanto, la PNC afirma que en un número considerable de muertes violentas el móvil es la extorsión o el robo, especialmente a comercios, residencias y al transporte público. El Ministerio Público (MP) tiene a la extorsión entre los cinco delitos más denunciados. Las últimas estadísticas por elPeriódico con base en fuentes oficiales dan cuenta que en 2011, ya el Departamento de Guatemala, el número de condenas representó el 15 por ciento del total de homicidios.

Entre 2000 y 2008, la cifra de asesinatos anuales se duplicó hasta superar los 6 mil, aunque cada año aumentó en 300 mil la cantidad de habitantes en Guatemala. Entre 2008 y 2011, la tasa de muertes violentas por cada 100 mil habitantes bajó de 47 a 38 (en cuatro años), aunque registró pocas capturas: un promedio de un detenido por homicidio por cada 22 muertos. En contraste, durante la gestión de Álvaro Arzú, hubo menos muertes violentas (bajaron de 35 a 24 por cada 100 mil habitantes, en cuatro años) y más capturados (uno por cada 10 muertos).

En 2009, el año pico para muertes violentas de la última década, de 41 mil 521 capturados, sólo el 1 por ciento fue detenido por homicidio, según datos de la PNC. Mientras que no hay registros de capturas por delitos relacionados con (o por) el consumo de drogas ilegales, no es una excepción la práctica de encarcelar a jóvenes “sospechosos” de delincuentes por su apariencia, bajo la acusación policial de portar droga (mariguana o cocaína). Los jueces, de hecho, se quejan de que todas esas capturas menores saturan y hasta colapsan el sistema de justicia. De lo que sí hay cifras es sobre la droga legal. Los datos muestran que casi una tercera parte de los detenidos cometió delitos relacionados al alcohol.

Despenalización en un país con fronteras sin control oficial

Rosada subraya que se podría despenalizar ciertas etapas de la narcoactividad, como el transporte, pero no el consumo. El analista sostiene que la violencia del narcotráfico ocurre en las rutas de traslado, entre los traficantes, contra cómplices en el Estado (incluyendo en la fuerza pública). La población en general no es el blanco. Dos ejemplos son las matanzas que protagonizaron los Zetas en Zacapa y Huehuetenango, en marzo y noviembre, respectivamente, en 2008; la muerte de cinco policías señalados de querer robar droga a los Zetas, en abril de 2009, en una bodega en Amatitlán; la represalia Zeta contra 27 campesinos a quienes decapitaron porque trabajaban en la finca (en Petén) de un presunto traficante del Cartel del Golfo; luego, el desmembramiento de un fiscal en Alta Verapaz.

Un mapa que muestra la tasa de muertes violentas por cada 100 habitantes por departamento de 2010 y 2011, elaborado por Plaza Pública con datos de Carlos Mendoza, del Central American Business Intelligence (CABI), y otro por municipio en 2010, del Centro de Estudios de Guatemala (CEG), revelan que los departamentos más violentos están en el noroeste, este y sureste del país. Los datos divulgados por la PNC y procesados por Mendoza indican que el 70 por ciento de los casos en 2011 ocurrieron en Izabal, Zacapa, Chiquimula, Santa Rosa, Guatemala y Escuintla. Las rutas del narco surcan los seis departamentos, cuando la droga llega desde el Océano Pacífico y el Atlántico, o en rutas terrestres activadas desde 2009 que salen de Honduras.

Reportes del gobierno anterior indican que el incremento en el patrullaje militar en Petén entre 2008 y el año siguiente obligó a los narcotraficantes a dirigir la mayoría de las rutas aéreas de trasiego hacia Honduras, para continuar la ruta por tierra hacia Guatemala. El golpe de Estado y el intempestivo cambio de gobierno en el vecino país coincidieron con un aumento en el uso de regiones hondureñas para el aterrizaje de aeronaves provenientes de Suramérica.

La ubicación de destacamentos militares y una base militar cerca de las fronteras no redujo la violencia cercana a Honduras y El Salvador, según datos del CEG. La Costa Sur de Guatemala todavía registra más extorsiones donde se concentra una mayor actividad comercial, de acuerdo con Emilio Goubaud, experto en prevención del delito. De León agrega que la violencia en Petén y en Izabal se atribuye al narcotráfico, pero que a lo largo de la frontera oriental, con Honduras y El Salvador, obedece “al crimen organizado en general”.

Otras siete bases militares están en el Norte y Occidente del país, donde los índices de violencia son menores pero rondan las 20 muertes violentas por cada 100 mil habitantes, cerca del promedio latinoamericano, pero más del doble que el promedio mundial de 8 asesinatos por cada 100 mil habitantes. Según los cálculos de Mendoza, Petén registró un descenso en muertes violentas de 60 a 47 por cada 100 mil habitantes de 2010 a 2011. Un estudio del Banco Mundial lo situaba como el departamento más violento en 2010.

En mayo de 2011, los Zetas mataron a los 27 campesinos en Petén, que empujó a un despliegue militar y Estado de Sitio. La violencia sí se redujo, no así el trasiego. Un informe de Insight Crime de septiembre pasado revela que los Zetas tomaron control de rutas importantes en Petén, particularmente en Poptún (por su cercanía a Belice) y Sayaxché (por su colindancia con México). No enfrentaron oposición de narcotraficantes locales por sus alianzas con Walter Overdick, supuesto narcotraficante con propiedades en ese departamento y en Alta Verapaz. Este equilibrio presuntamente mantiene bajos niveles de violencia.

Otro Estado de Sitio pudo haber contribuido a disminuir la violencia en Alta Verapaz (del 19 de diciembre de 2010 al 18 de febrero de 2011), pero tampoco disminuyó el trasiego de droga. Un mes después de concluida la medida, los Zetas volvieron a mover cargamentos de cocaína en ese departamento, según la PNC.

Mientras tanto, CABI consigna que Zacapa subió a 94 muertes violentas por cada 100 mil habitantes en 2011. El incremento coincidió con la captura del supuesto jefe del clan de narcotráfico Lorenzana, Waldemar Lorenzana Lima (el 26 de abril) y de uno de sus hijos, Elio Lorenzana Cordón (el 8 de noviembre), socios del mexicano Cartel de Sinaloa. Sin embargo, en contraste, en Huehuetenango y San Marcos, donde operan socios del mismo cartel, no aumentaron las muertes violentas después de la captura de dos de sus importantes capos, Mauro Salomón Ramírez (2 de octubre de 2010, en Suchitepéquez) y Chamalé (30 de marzo de 2011, en Quetzaltenango).

De León explicó que en México la estrategia militar antinarcótica se orienta hacia proteger “ciertas zonas de comercio o turísticas, y empujar a los traficantes a utilizar cierta parte del territorio”. La presidenta del IEPADES señaló que una estrategia similar podría aplicarse en Guatemala, en combinación con la legalización regulada del trasiego. Pero, como en México, menos territorio para el traslado de droga podría aumentar los enfrentamientos entre los grupos traficantes rivales. Esta violencia tendría efectos colaterales si ocurre cerca de zonas pobladas.

Resta por discutir qué drogas serían despenalizadas y en qué fases: en su transporte, producción, exportación o plantación, o si sería consumo controlado, como en buena parte de Europa y algunas ciudades de América Latina. Si son la cocaína —cuyo consumo, según la ONU, aumentó en Guatemala, aunque lejos de los niveles estadounidenses y europeos— y la heroína, quedaría pendiente un creciente mercado de drogas sintéticas que puede producir similares o mayores ganancias para los narcos.

El costo del transporte de la cocaína es altísimo y, como todos los productos en el comercio mundial, varía según el lugar. En Colombia, donde se produce, un kilo podría costar hasta US$1,500 en 2011 (en 1998, costaba US$200 dólares), y el costo de riesgo en el transporte hace que en Guatemala cueste entre US$8 mil y US$12 mil, dependiendo del grado de pureza. La legalización reduciría el precio de cada kilo porque el costo de riesgo del transporte sería eliminado.

Los prohibicionistas afirman que los traficantes perderían suficiente dinero como para buscarlo otro negocio ilícito. Los liberacionistas afirman que pasarían a ser grandes empresarios. Así sucedió con los mafiosos que traficaban licor durante la prohibición del alcohol durante los años 20 (y hasta 1933) del siglo pasado en Estados Unidos; ahora, las industrias del ron, del tequila o del whisky son legales y boyantes en el mundo. Y pagan impuestos. La diferencia es que la cocaína y las drogas sintéticas no tendrían una distribución tan libre como el alcohol la tiene (apenas se controla la venta de licor a menores de edad). Esta diferencia, entre la legalización de las drogas y el licor, tendría un impacto en el negocio de los narcos. Mucho menos ganancias no estimularían el pago de impuestos entre quienes actualmente viven del negocio de las drogas.

Las incautaciones de droga (que en la región han llegado a ser alrededor del 10 por ciento de lo que se trafica) podrían ser sustituidas por un impuesto del IVA o de ISR, más la certeza de no ser en el futuro perseguidos por las mafias y las autoridades.

Si son reguladas las drogas sintéticas, para anfetaminas como el éxtasis sería necesario el control del voluminoso transporte de precursores químicos altamente volátiles. Según el actual ministro de Gobernación, Mauricio López Bonilla, en el país hay decomisados 12 mil barriles de estas sustancias, ingresados de contrabando. El mercado principal de consumo para el producto final está en EE.UU. y Europa, pues el costo final de cada pastilla es demasiado alto para el mercado guatemalteco, según un fiscal del MP.

¿Cuántas muertes son provocadas realmente por el narcotráfico?

En 2010, el entonces presidente Álvaro Colom anunció que el 40 por ciento de las muertes violentas tenían relación con el narcotráfico. En junio de 2011, para la conferencia del Sistema de Integración de Centro América sobre estrategias regionales de seguridad, Colom dijo que ocurrían hasta “8 asesinatos por cada tonelada [de cocaína] traficada” en Guatemala. El Departamento de Estado de EE.UU. estima que unas 300 toneladas pasan anualmente por el país; si ambas premisas son correctas, los muertos relacionados con este trasiego equivalen al 6 por ciento del total de muertes violentas ese año. Sin embargo, ningún funcionario pudo respaldar estos datos en la Fiscalía de Narcoactividad, en las oficinas de prensa del MP y la PNC, ni en una jefatura policial de la capital que centralizaba estadísticas a nivel nacional.

En los últimos 25 años, los dos mayores aumentos en el número de muertes violentas ocurrieron entre 2000 y 2007. Durante la administración de Portillo pasó de 25 a 35 asesinatos por cada 100 mil habitantes y durante la de Berger, de 36 a 43. Para entonces, el narcotráfico estaba enraizado en el país. Lo estaba desde al menos los años 80, según Rosada y el analista político y ex militar Mario Mérida, aunque todavía no era la principal ruta desde Colombia -era más fácil y directo traficar por el Caribe y no había tantos obstáculos, según la oficina de la ONU sobre las drogas-. La ruta centroamericana comenzó a utilizarse con el auxilio del presidente Manuel Noriega en Panamá, antes de su caída en 1989 con la invasión de EE.UU. a ese país. Para entonces, el gobierno estadounidense había comenzado a bloquear la ruta caribeña.

Para 1993, la captura en Guatemala de Joaquín “El Chapo” Guzmán, jefe del Cartel de Sinaloa en México, comprobó que el país ya era importante para esa estructura. En esa década también comenzaron a entrar algunos Zetas al país, cuando todavía estaban aliados con el Cartel del Golfo, pero no hay evidencia aún entre este hecho y la escalada de homicidios.

Un factor considerable en la incidencia del crimen y la corrupción fueron los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad (CIACS), que eran un remanente de estructuras clandestinas de inteligencia militar y fuerzas de seguridad que operaban en el Estado en complicidad con el crimen organizado. Según la CICIG y la Oficina de Washington para Latinoamérica (WOLA), las CIACS no fueron desmanteladas después de la firma de los Acuerdos de Paz en 1996, y para 2010 todavía gozaban de impunidad por sus vínculos directos e indirectos con el Estado, y continuaban aliados a grupos transnacionales del crimen organizado.

Menos decomisos, más narcomenudeo, más violencia

Algunos policías atribuyen la escalada de muertes violentas al incremento de la actividad pandillera, ante el drástico descenso en los decomisos de cocaína (en los gobiernos de Portillo y Berger). Durante la administración de Arzú se calculaba que había incautaciones que representaban el 10 por ciento de lo que pasaba por el país y en tiempos de Berger se llegó al extremo de nueve meses en los que no se decomisó un solo kilo de cocaína. Circuló más droga en el país, y las pandillas crecieron con los ingresos del narcomenudeo y las extorsiones. Algunos reportes indican que las ejecuciones extrajudiciales aumentaron en esa administración, pero no hay cifras desagregadas que indiquen cómo estos casos de supuesta limpieza social incidieron el número de muertes violentas.

Cuando Pérez Molina anunció que propondría la despenalización de las drogas (11 de febrero de 2012), unas horas antes había dicho que las pandillas protagonizan el mayor porcentaje de delitos en el país. López Bonilla les atribuyen la extorsión y el robo de vehículos, además del sicariato.

Según datos de la policía de 2011, el 82 por ciento de las muertes fueron provocadas por arma de fuego. Investigadores policiacos aún atribuyen las muertes a extorsiones no pagadas o intentos de robos. Cerca del 60 por ciento de las víctimas tenían entre 18 y 35 años, y una sexta parte de éstas eran mujeres, de acuerdo con el CEG.

Rosada sugiere que las muertes provocadas por fusil de asalto podrían atribuirse al narcotráfico (sea de traficantes, policías con quienes se enfrentaron, o transeúntes inocentes heridos en la refriega), considerando que los narcos usan más este tipo de arma que otros criminales. Él considera que al menos un 70 por ciento de las muertes tienen relación directa o indirecta con el narco, como resultado de defender un cargamento, garantizar una escapatoria, por venganza o para dar un mensaje.

El dato del procentaje de muertes relacionadas al narcotráfico no es constatable en el Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif), que no clasifica las muertes por arma de fuego según el tipo de arma o calibre de munición utilizado por los victimarios, de acuerdo con la portavoz Ana Irene Pérez. La oficina de estadísticas del MP tampoco clasifica las muertes así a nivel nacional. El dato es recopilado por cada fiscalía según el calibre de la munición utilizada, pero es relativo. Los narcos también utilizan armas cortas y es probable que hayan disparado para matar con ellas.

De León afirma que no hay estadísticas por móvil y tipología delito o crimen para establecer un porcentaje de muertes violentas, por arma de fuego, específicamente atribuibles al narcotráfico. “La información (disponible) no está desagregada para estimarlo”, explicó. En contraposición, Rosada expone que también hay poca certeza que respalde estadísticas sobre otros móviles.

Soluciones más allá de la prohibición o la legalización

Rosada explica que a la narcoactividad se le puede golpear en dos aspectos claves: la producción y el dinero, y quizá ambos no requieran demasiado financiamiento ni soluciones militares o de fuerza policial. Por ejemplo, si despenaliza la producción en Guatemala, se reduciría el margen de ganancia en el cultivo de amapola y la fabricación de drogas sintéticas. Si se ataca las ganancias del narcotráfico, combatiendo el lavado de dinero, se afecta gravemente a sus operaciones de producción. Sin embargo, no existen datos concretos sobre cuánta violencia surge de la producción de droga y el lavado, como para reducir el número total de muertes violentas. Los asesinatos suelen ocurrir en torno al transporte.

Un punto en el que coinciden Pérez Molina y el presidente de Colombia Juan Manuel Santos es que no puede ser una medida nacional, unilateral, de ningún país de América Latina. Debe ocurrir un consenso, al menos, entre Colombia, México y Centroamérica.

Expertos colombianos sobre narcotráfico, que en el medio LaSillaVacia.com tienen un blog de nombre Narcorama, escribieron en 2011 un post en el que afirmaban que “el narcotráfico no fue lo que jodió a Medellín”. Ya estaba “jodido” por la desigualdad y la cultura mafiosa. Esa cultura en Centroamérica se expresaba antes de que llegara la droga en el contrabando. Eran contrabandistas en los años 70 y 80 muchos de los que después se volvieron narcotraficantes.

Gustavo Petro, alcalde de izquierdas de Bogotá desde enero, ponía sobre la mesa otro punto en una discusión sobre crimen organizado en 2011 en Perú, auspiciada por NYU, NIMD y Fundación Ideas. Decía Petro que los colombianos (y los latinoamericanos) no ingresan al narcotráfico por las inimaginables cantidades de dinero que da un negocio prohibido. Lo hacen por el poder que alcanzan. Este es un status que difícilmente otras industrias o profesiones legales podrían dar a muchos latinoamericanos de clase baja o media baja en economías de la región.

Siguiendo el argumento de Petro, si se despenaliza el narcotráfico y se crean grandes empresas de drogas, ¿muchos de estos latinoamericanos de clases bajas y medias que engrosan las filas del narco optarían por hacer carrera en empresas legales de producción y tráfico de estupefacientes? ¿O más bien migrarían hacia otras ramas del crimen organizado que les aseguraran acceso al dinero, al poder y al status de una manera fácil, rápida, llena de adrenalina y de satisfactores materiales?

Por ahora, Pérez Molina sigue con un as bajo la manga, mientras se desconozca los detalles de su propuesta y qué puede lograr. Su próxima maniobra dictará si, durante su primer año de gobierno, deberá navegar en aguas diplomáticas turbulentas para intentar ganarle el pulso a la violencia.

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