Lo curioso del caso es que, cerca de esas aldeas, un elegante club de golf (donde los pobladores de esas aldeas no entran, o si lo hacen, es como personal de servicio) fueron avisados oportunamente de la erupción, por lo que no hubo un solo deceso entre quienes allí se encontraban en el momento de la catástrofe.
Desde el mes de mayo comenzó la época de lluvias en el país. Sabemos que en la zona tropical la estación lluviosa –comúnmente llamada «invierno»– trae mucha precipitación. Pero hay zonas donde las lluvias jamás producen una catástrofe. En otras –situación que se repite año con año– los torrenciales aguaceros traen deslaves en los barrancos (¿por qué la gente vive en un barranco?) e inundaciones (¿por qué hay quien vive al lado de un río?) que producen más desastres.
Un desastre es un cambio rápido y destructivo que sobrepasa la capacidad de adaptación del grupo afectado. Eventos naturales catastróficos hubo siempre. Eso, de momento, es inmodificable: terremotos, maremotos, huracanes, erupciones volcánicas, inundaciones, sequías, tornados. De todos modos, el grado de impacto que tienen sobre las poblaciones varía grandemente. Veámoslo con algunos ejemplos: un terremoto escala 7.4 sacudió California en 1992 y produjo un muerto. En Nicaragua, en 1972, con un fenómeno similar, fueron 15,000 las víctimas mortales. El huracán Elena en Estados Unidos dejó 5 muertos. Un ciclón equivalente en Bangladesh, medio millón. En Japón, en 2011, un terremoto de magnitud 9 provocó 5,600 muertos; un año antes, en Haití, un terremoto menos intenso, dejó 316,000 fallecidos. Más que la naturaleza nos mata la pobreza. Dicho de otro modo, la forma en que están organizadas las sociedades.
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Con la pandemia de COVID-19, un país como China cerró a cal y canto todo movimiento humano y salió más que airoso del desastre. Donde se priorizó la economía, los muertos se cuentan por miles.
Definitivamente, estos fenómenos escapan a las manos del ser humano, pero no podemos quedarnos resignadamente con la idea de hechos «naturales», su ocurrencia y sus consecuencias deben considerarse en un contexto histórico-social, político: son circunstancias que influyen distintamente según el lugar y el momento en que se dan, de las que se sale con suertes muy distintas. Vistos desde una perspectiva global no son sólo naturales, sino que, en todo caso, denuncian (catastróficamente) la forma en que las comunidades están organizadas y se relacionan con el medio circundante.
Estos «desastres de la Naturaleza» vienen a mostrar la «naturaleza del desastre» del modelo de desarrollo económico-social que presenta el capitalismo, exponiendo a situaciones de alta vulnerabilidad a grandes mayorías, que son siempre los pobres y excluidos (la mano de obra barata, dicho de otro modo, los «que sobran», según cierta lógica). ¿Por qué la gente del club de golf pudo ser evacuada y los campesinos pobres de las aldeas cercanas al volcán no? Podríamos preguntar igualmente: ¿por qué en Japón las secuelas no son como en Haití, o por qué en Cuba –país con pocos recursos, pero con un proyecto político humano centrado realmente en el interés popular– nunca hay víctimas con sus huracanes?
Queda la pregunta: ¿son desastres naturales… o sociales? La vulnerabilidad de países como Guatemala, al igual que cualquiera de la región, no es un destino ineluctable, por cierto. Es un producto histórico. ¿Por qué el mismo evento natural en Japón o en Cuba no deja víctimas, y en países como Guatemala produce tantos desastres?
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