Más o menos así.
Un posible candidato se reúne con dos o tres empresas consultoras. Alguna de ellas muestra interés, se levanta una encuesta en el terreno para medir el posicionamiento de marca (el conocimiento que se tiene del posible candidato) y, si los números son potables, entonces se trabaja en una estrategia. Esta define si la campaña será una de introducción de marca o si hay aspiración racional para ganar. En un plano secundario queda la oferta de ideas, pues, en el mundo de la política de imágenes, sonidos y emociones que vivimos hoy, una idea buena de un mal candidato no gana elecciones. Por el contrario, una mala idea de un buen candidato sí gana elecciones.
Aterrador, ¿no?
En las democracias modernas, el proceso de construir la oferta política requiere mayor influencia de mercadólogos, fotógrafos, comunicadores y especialistas en vestuario que de especialistas en ideas políticas. Primero es importante determinar si la marca es vendible y cómo posicionarla en el mercado. Entonces vendrá el trabajo de instruir al animal político. No es sino hasta muy recientemente cuando los consultores políticos, gurús en materia electoral, han aceptado que no se puede trabajar con cualquiera, que las ideas que se quieren proponer deben conocerse previamente para evaluar su contenido ético y que el pasado personal del candidato ¡no da igual! Pero, repito, es un reconocimiento bastante reciente.
¿Hasta qué punto la democracia de los modernos puede dejar de conceptualizar que el candidato político y sus ideas son inicialmente una marca que necesita introducirse, posicionarse y potenciarse? Salvo que se retorne a la democracia original, con una participación limitada basada en criterios del profundo debate ciudadano, es imposible. La democracia de masas, producto del voto universalizado, jamás imaginó que se podría lucrar con las emociones irracionales del electorado masivo. Por esta razón es que hoy, antes de preguntarse si las ideas son las correctas, el diseñador de campañas electorales busca los números: números que muestren un posicionamiento de marca que luego se pueda traducir en una intención de voto interesante.
Los números que posicionaban inicialmente a Donald Trump dentro del universo de candidatos republicanos eran muy pobres, pero había un detalle importante: el nombre Trump era conocido (para bien o para mal, pero estaba posicionado). Bastaba simplemente con estirar los límites de la ética en el discurso para lograr adeptos, muchos de ellos conformando el voto oculto que las encuestas jamás lograron contabilizar. Quedará para la historia que una campaña sin equipo, sin cuadros y sin infraestructura personal logró ganar la carrera presidencial más importante. ¿Quién sabía algo de Bolsonaro antes de la elección? Como marca, poco se apostaba por él, pero, luego del atentado que sufrió, los números de intención de voto subieron. Y su equipo de mercadeo electoral (sumado al rol de los influencers) lo vendió como el mártir de las causas limitadas por la corrección política. Y allí está como presidente de la potencia regional de América del Sur un hombre que apenas puede juntar palabras cuando lee un discurso redactado (como fue notorio en su reciente participación en el Foro Económico Mundial).
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Los números iniciales de conocimiento de la marca se tienen que distinguir de la intención de voto. Las encuestas deben determinar con claridad el universo que buscan. No es lo mismo preguntarle su intención de voto a cualquier persona que hacer la pregunta asegurándose de que la persona que contesta está empadronada y pretende votar. Pequeño detalle. Por eso a veces las encuestas introductorias confunden entre el conocimiento de marca y la posibilidad real. Por ejemplo, en este tema de coyuntura, no es mayor cosa que un nombre como Thelma Aldana sea una marca conocida (aunque no tenga eslogan construido) y arroje resultados de intención de voto aparentemente altos ante el hecho de que Sandra Torres pueda aparecer con menor intención de voto. La segunda es una marca conocida y desgastada, pero conocida, arropada por una estructura movedora de votos probada. La primera es una marca conocida, pero sin un universo aún delimitado y que además carece de una estructura movedora de votos. ¿Significa eso que no debería competir? En lo mínimo si logra identificar valores, un eslogan y un estilo personal que afiance su universo electoral real. Si logra superar en dicho universo el 10 % de intención de voto, puede atraer mayores financistas y pensar en alianzas (asumiendo que hay pragmatismo y que su equipo de campaña podrá blindarla de las campañas negras).
¿Es imposible ganar cuando no se tiene una maquinaria movedora de votos probada en el terreno? La pasada elección presidencial mexicana muestra que no. Morena no tenía mayor experiencia política ni electoral, pero la marca del candidato estaba perfectamente posicionada y contaba con un eslogan pegajoso, todo ello sumado a las alianzas con caciques políticos adheridos a Morena, que aseguraron votos en distritos clave.
Los recientes procesos electorales nos muestran que candidatos que originalmente no tenían números apetecibles pueden sorprender. Y que candidatos con maquinarias de partido dinosaúricas pueden perder. Pero de lo que no podemos desprendernos es de reconocer que los candidatos son primero marcas asociadas a sensaciones, percepciones, actitudes, valores, antivalores, expectativas, etcétera, y que muy después, pero bastante después, vendrá la discusión de propuestas.
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