Sin duda alguna, responder la pregunta que planteó el maestro Wolin requiere definir lo que se entiende por democracia. Para Wolin, la democracia debía estar dotada de una sustancia basada en el ideal propio de los antiguos respecto a que los ciudadanos libres y virtuosos acuden a la asamblea para dialogar de forma racional. Lo público tiene un sentido de primacía en razón de que nada sería más importante ni fundamental que el libre debate de ideas. Es decir, todo lo opuesto a lo que sucede en un rali de Donald Trump o en una manifestación de opositores a la Cicig.
De esta noción, particularmente de la parte que asume ciudadanos comprometidos y virtuosos (e informados), a quienes además les place el libre debate, resulta que las democracias contemporáneas poco tienen que ofrecer. Desprendidos entonces de este sentido antiguo de la democracia, otros teóricos simplemente llegarán a considerarla como un conjunto de procedimientos y formas.
Autores como Schumpeter comprendieron bastante bien lo anterior. En lugar de percibir la democracia como un ejercicio deliberativo de ciudadanos racionales que procuran aspirar a un bien común, la forma moderna de entender la democracia estipula ahora dos características: 1) la competencia abierta entre los partidos y 2) la circulación del poder. Incluso, hay que tener muy en cuenta que titanes del pensamiento político de la talla de Bobbio aceptaron una descripción procedimental o institucional de la democracia al inclinarse menos por una definición sustancial. Eso sí, Bobbio no deja de reconocer que la razón de ser de las reglas no solo se limita a definir quién toma las decisiones legítimas, sino que las mismas reglas deben —ante todo y sobre todo— facilitar la más amplia participación ciudadana [1]. Bobbio recalca precisamente que, dentro de las cuatro promesas incumplidas de la democracia, la última se refiere al claro secuestro de la participación libre en razón de la supervivencia de poderes invisibles, corporaciones o grupos de poder que falsean el resultado democrático.
Entonces, ¿cómo lograr que la democracia vuelva a ser un juego de ciudadanos libres e iguales?
No voy a negar que articular la lucha de Wolin (es decir, retornar al modelo griego de profunda correspondencia entre lo público y la ciudadanía) se hace muy difícil, por no decir imposible. Pareciera que es complicado librarse del esquema de una democracia en la cual los partidos juegan la carta de la representación y trasladan la conflictividad ciudadana al Estado de partidos. Por lo tanto, la exigencia fundamental a la democracia de los modernos sería que dicha condición democrática competitiva partidista permita una pluralidad de puntos de vista y, sobre todo, la diversidad de opiniones respecto al alcance del interés público.
[frasepzp1]
Es imposible lograr esta condición en las democracias en las que el proceso electoral se distorsiona por condiciones ajenas que impiden que grupos minoritarios, colectivos vulnerables, partidos pequeños, partidos nuevos o visiones ideológicas poco populares compitan en igualdad de condiciones. Dentro de lo anterior no se puede dejar de mencionar el financiamiento electoral ilícito.
Si algo necesita la democracia actual es reconocer que fiscalizar termina siendo una forma muy determinante de participación, aspecto que autores como O’Donnell y Schmitter han reconocido como componente fundamental de la satisfacción democrática. A ver. Lo digo en un solo plato: la discusión sobre la democracia verdadera, con base en la expectativa de ciudadanos comprometidos, virtuosos e informados, posiblemente nos lleve a quimeras poco prácticas y a imposibilidades, pero lo cierto es que ninguna democracia es capaz de satisfacer si no existen mecanismos efectivos que aseguren competir en igualdad de condiciones. A mayor nivel de fiscalización, ya sea de observadores electorales (locales e internacionales) o vía los institutos federales, más transparente será la democracia y esta recobrará algo de su sentido original: ciudadanos que interactúan en condiciones de igualdad.
Por eso el reciente acto de trasladar capacidades de fiscalización al TSE guatemalteco vía la Cicig es un evento importantísimo. Sin lugar a dudas va a generar dos cosas fundamentales. Primero, la depuración necesaria de candidatos que han roto las reglas incluso antes de competir. Y segundo, y lo mejor de todo, si estas capacidades logran institucionalizarse, las elecciones del 2019 podrían ser las más vigiladas de la historia política reciente en Guatemala.
Enhorabuena por esta alianza entre la Cicig y el TSE: algo que todo demócrata debe celebrar.
[1] Es importante aclarar un punto sobre la cuestión de las reglas o instituciones. Es un grave error confundir la noción de la institucionalidad con la de arbitrariedad. Las mismas reglas implican un consenso previo a su formalización. Y, como lo apuntaría Wolin en su reconocimiento sobre las limitaciones de la democracia popular, la importancia de las reglas radica en poder establecer modos legítimos de contención respecto a los desacuerdos. Sobre esto, entonces, es perfectamente lógico introducir garantías básicas (derechos) o lo que politólogos como Dahl definirán como condiciones de poliarquía.
Más de este autor