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¿De qué hablamos cuando hablamos de república?

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¿De qué hablamos cuando hablamos de república?

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¿Qué clase de país queremos? El abogado y profesor Juan Pablo Gramajo investiga cómo se ha entendido el republicanismo en la historia constitucional de Guatemala y destaca algunos de los éxitos, fracasos y vicios de la práctica republicana en la democracia actual.

El artículo 140 de la Constitución establece que “Guatemala es un Estado libre, independiente y soberano, organizado para garantizar a sus habitantes el goce de sus derechos y de sus libertades. Su sistema de gobierno es republicano, democrático y representativo”. Es tan esencial al orden constitucional guatemalteco que el artículo 281 lo declara irreformable y prohíbe modificar o suspender “toda cuestión que se refiera a la forma republicana de gobierno”. ¿Qué significa que Guatemala sea –esencial e invariablemente– una república?

El republicanismo como tradición del pensamiento político ha existido desde la antigüedad en el llamado mundo occidental, aunque asumiendo formas y contenidos específicos distintos a través de la historia. Además de la antigüedad clásica, tuvo especial influencia en las revoluciones estadounidense y francesa que dieron inicio a lo que se conoce como constitucionalismo moderno. En lo más básico, implica la convicción de que el gobierno no debe corresponder a una sola persona o a unos cuantos, sino ser un asunto público (cosa del pueblo o res publica: de ahí su nombre), a dirigirse por el autogobierno ciudadano. En algunos contextos se ha resaltado especialmente como sinónimo de oposición a la monarquía.

A criterio del constitucionalista argentino Roberto Gargarella, las diversas expresiones de republicanismo presentan diferencias –a veces fuertes– en algunos aspectos y en su interpretación de los elementos que comparten. Sin embargo, señala como mínimos comunes: (i) concepción anti-tiránica, la libertad contra toda forma de dominación y absolutismo; (ii) promoción de virtudes cívicas consideradas indispensables para la libertad, incluyendo la idea de una ciudadanía comprometida con su comunidad; (iii) control ciudadano sobre la organización política y económica, orientándolas a favorecer la independencia personal y la virtud cívica. Algunos autores circunscriben el énfasis sobre la virtud cívica al republicanismo clásico o antiguo, llamando republicanismo moderno o liberal a una concepción más enfocada sobre los derechos y libertades individuales.

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Philip Pettit, por su parte, identifica tres ideas principales en el republicanismo: la libertad como no-dominación, la constitución mixta y la ciudadanía contestataria. Distingue dos tradiciones republicanas que, más que compromisos sustanciales definidos, representan amplios estilos de pensamiento: (i) La tradición ítalo-atlántica, que contiene las tres ideas mencionadas, en que la constitución mixta es un modelo que busca garantizar el imperio de la ley y la igualdad como garantías de las libertades básicas, mediante la separación de poderes compartidos y la representación; (ii) La tradición franco-alemana, inspirada en las ideas de Rousseau y de Kant, que coincide en la noción de libertad pero difiere en cuanto al modelo constitucional y la participación cívica, optando más bien por la soberanía popular o representativa, con una ciudadanía menos activa que se limita a conformar o elegir los órganos de soberanía.

Mientras el republicanismo puede entender el bien común como límite de los derechos individuales y la libertad como consecuencia del autogobierno ciudadano, el liberalismo entiende los derechos individuales como límites a la promoción del bienestar común mediante políticas públicas, y que la libertad debe defenderse también frente a la voluntad mayoritaria (tiranía de las mayorías). Pettit coincide en que republicanismo y liberalismo contrastan en sus concepciones de la libertad: para el primero, el enemigo de la libertad es el poder que algunas personas puedan tener sobre otras; para el segundo, las asimetrías de poder personal no son objetables por sí solas. Coinciden, sin embargo, en la promoción del imperio de la ley, la separación de poderes y la libertad de expresión. Richard Dagger señala que la idea de imperio de la ley sirve para distinguir entre una república democrática (como la que pretende erigir la Constitución guatemalteca) y otros tipos de democracia, respondiendo a la preocupación sobre el peligro de tiranía de las mayorías. Si una democracia no garantiza el imperio de la ley frente a la voluntad mayoritaria, no será de carácter republicano sino populista, mayoritario o plebiscitario.

Según Adolfo Bonilla, el republicanismo fue una de las corrientes de pensamiento que influyó en la etapa independentista de Centroamérica. Se manifestó en tres formas: clásico o antiguo, mixto y representativo.

A su juicio, Centroamérica no tenía condiciones para establecer una república antigua, pero sí algunas para una república moderna pero no federal sino unitaria.

Para él, la república moderna comparte con la antigua dos principios claves: (i) el gobierno deriva su poder directa o indirectamente del gran conjunto de la sociedad, no de una minoría o una clase privilegiada; (ii) los gobernantes preservan sus cargos a voluntad del pueblo por tiempo limitado o mientras observen buena conducta. La república moderna añade otros tres elementos: (i) el principio de representación; (ii) el principio federal; (iii) principios liberales como la libertad individual y los derechos individuales (naturales o positivos), generalmente la vida, la seguridad, la libertad y la propiedad.

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Cuando Guatemala proclamó su independencia no se definió una forma de gobierno, dejando pendiente esa decisión para un congreso que habría de convocarse después. Su efímera anexión al Imperio Mexicano la hizo parte de un gobierno “monárquico-constitucional representativo y hereditario”. Finalizada la anexión, las Bases Constitucionales de 1823 establecieron la forma de gobierno de la Provincias Unidas del Centro de América como “republicana representativa federal”. La naturaleza republicana fue confirmada en la Constitución Federal de 1824 y en la primera Constitución del Estado de Guatemala. Al fracasar la unión centroamericana, Guatemala se proclama como república con absoluta independencia en 1847. Todas las constituciones posteriores han definido la forma de gobierno del país como republicana.

Comentando la constitución liberal de 1879 en 1944 (último año de su vigencia), Buenaventura Echeverría indicaba que el sistema de gobierno es republicano cuando el poder supremo se reparte entre muchas personas, sin distinción de clases, prerrogativas ni fueros. En ese sentido, lo contrapone a sistemas en que el poder se reúne en una sola persona (monarca, rey, emperador, dictador, etc.). Tal poder se ejerce por delegación del pueblo: la esencia del republicanismo, a su criterio, es reconocer el origen de la soberanía en el pueblo. Reconoce en el sistema republicano una finalidad garantista, al definir la república como “un sistema de gobierno creado para la protección de los ciudadanos contra el ejercicio injusto del poder, administrado por unos pocos que se llaman representantes del pueblo y para beneficio de éste”.

En su estudio sobre la constitución de 1945 (producto de la revolución democrática), Maximiliano Kestler Farnés interpreta la república democrática “en el sentido de que las decisiones mayoritarias deben encontrar, en su actuación, un límite en la soberanía de la Constitución”. El predominio constitucional evita que la voluntad momentánea de la mayoría se convierta en dominación arbitraria y permanente que ahogue la libre personalidad individual, y permite asimismo el pluralismo político y la alternancia de distintos partidos en el ejercicio del poder. Por tanto, “Guatemala es una República democrática constitucional: el soberano es en ella el ordenamiento fundamental que preside su organización y no las mayorías que ‘transitoriamente’ ocupan el poder. La proclamación de un dominio absoluto de las mayorías contradice su orientación esencialmente personalista”.

Los Diarios de Sesiones de la Asamblea Nacional Constituyente y de la Comisión Redactora o de los Treinta, que dieron origen a la actual Constitución de 1985, revelan interesantes discusiones que los representantes tuvieron al debatir el contenido de lo que hoy es el artículo 140: sobre la soberanía, la independencia, la unidad o división del Estado.

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Sin embargo, la forma republicana de gobierno no fue parte de esas discusiones, ya que nunca se pensó en adoptar un sistema distinto del que ha tenido el país desde 1823. Por el contrario, lo único que los Diarios de Sesiones conservan al respecto son dos comentarios del representante Alejandro Maldonado Aguirre, quien expuso que la organización estatal se determina “según la soberanía de que estén investidos los representantes que organicen ese Estado” y que, a su criterio, “esta Asamblea (…) no tiene mandato para cambiar la estructura republicana de Guatemala”. Ningún constituyente refutó esa aseveración.

Aunque para el texto que daría origen al artículo 140 no se discutió el aspecto republicano del sistema de gobierno, sí existen en los Diarios de Sesiones algunas menciones incidentales con ocasión de otros temas que quizá ayuden a perfilar una idea del republicanismo en los debates de los constituyentes. Pueden agruparse en cuatro categorías: el republicanismo (i) como exclusión de la forma monárquica; (ii) como aspiración a un modelo estatal occidental; (iii) como organización política unitaria y centralizada; (iv) como división de poderes.

En general, las invocaciones de lo republicano fueron casi siempre en conjunto con lo democrático y representativo, sin que hubiera una preocupación por distinguir teóricamente las características propias de cada elemento.

Las concepciones del republicanismo como exclusión de la monarquía y como división de poderes son, como se vio, dos modos de entenderlo usuales en la historia. Más peculiar parece concebirlo como organización política unitaria y centralizada ya que, por el contrario, otras nociones del republicanismo postulan un sistema federal como refuerzo de la división de poderes. Un ejemplo interesante de cómo esto influyó en la Constitución es que se invocó como fundamento para oponerse a que los gobernadores departamentales fueran electos, optando en cambio por su designación presidencial. Con esto se fortaleció un rasgo presidencialista.  

También llama la atención identificar el republicanismo con un modelo occidental de Estado, concretamente por cómo se entendió en el contexto histórico de 1984-85, cuando en todo el mundo se daban transiciones democráticas en los que serían los últimos años de la guerra fría. Los constituyentes reconocieron los problemas y restricciones históricas de la democracia en Guatemala, viendo el sistema republicano, democrático y representativo como un modelo al cual aspirar, identificado con las democracias occidentales. Invocaron explícitamente la influencia del constitucionalismo centroeuropeo e hispanoamericano. El sistema republicano, democrático y representativo se presentó como contrapuesto al sistema socialista, entendido como aquél en que “el Estado es el dueño de todo y los individuos son parte de todo”.

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Según expresaron algunos constituyentes, una característica de la democracia republicana es que implica divergencias de opinión, criterios antagónicos y luchas parlamentarias. En otras palabras, el pluralismo político.

El proceso constituyente tuvo su origen en los golpes de estado de 1982 y 1983, cuyo “fin básico” expresado era “encausar a la Nación hacia una democracia pluralista”. De hecho, entre los motivos para el golpe de 1983 se invocó la consideración de que tales fines no se estaban cumpliendo. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos señaló en 1985 que la Asamblea Nacional Constituyente surgió a partir de “un proceso eleccionario en el que participaron 17 partidos políticos y en un ambiente de la mayor libertad y respeto” como parte del “proceso de apertura política y de democratización”.

El pluralismo político es esencial para la representatividad y autogobierno a que aspira la democracia republicana. Al respecto, la Corte de Constitucionalidad ha expresado que los postulados constitucionales son los valores de la democracia y de la forma republicana de gobierno, condiciones esenciales para reconocer y garantizar el pluralismo político. Éste es una exigencia del régimen democrático que consiste en la libre formulación, discusión y expresión de ideas, opiniones y propuestas en el campo político, siendo esenciales para su consolidación las libertades de pensamiento, de expresión y de conciencia. El pluralismo político no puede contrariar los valores constitucionales de la democracia y de la forma republicana de gobierno, pues sería un contrasentido destruir la democracia desde procedimientos democráticos[1].

El régimen representativo, según la Corte de Constitucionalidad, se caracteriza por ser un régimen constitucional en que el pueblo se gobierna mediante sus elegidos por tiempo determinado, con participación de los ciudadanos en la gestión de la cosa pública y cierta armonía entre electores y elegidos. Las instituciones representativas sirven para anular las facciones y producir equilibrio, evitando la polarización de la sociedad y permitiendo a las minorías voz, voto y protección de sus derechos[2].

Así, el elemento representativo exige una reflexión importante sobre el sistema político-electoral y el papel de los partidos políticos. De su adecuada actuación depende el afianzamiento del sistema republicano, democrático y representativo. El sistema político-electoral debe favorecer la intervención activa de los componentes sociales, para que todos los sectores de la población lo reconozcan como instrumento eficaz de participación –directa o indirecta– en la dirección de los asuntos de interés general[3]. La soberanía popular exige que la ciudadanía pueda ejercer participación ciudadana, adecuada vigilancia y control sobre sus representantes. Esto es particularmente necesario respecto del Congreso de la República como órgano de representación popular por excelencia[4].

Uno de los cuestionamientos que en la actualidad se perciben como más urgentes en el país es, precisamente, qué tan efectivo sea el actual sistema electoral y político para lograr una representatividad auténtica conforme a las aspiraciones constitucionales. Más pluralismo, menos polarización, más libertad, más participación ciudadana, son metas fundamentales del orden constitucional. Las constituciones se materializan en particulares circunstancias sociales y culturales. Es necesario reflexionar qué impide que se realicen estos postulados esenciales de la Constitución.  

La Corte de Constitucionalidad ha emitido otros pronunciamientos de interés en torno al artículo 140. Entre ellos, ha estimado que este artículo tiene contenido y alcances materiales –no meramente formales–, por lo que, si se lo viola, es viable denunciarlo mediante acción de inconstitucionalidad[5].

Su importancia material radica en que perfila los principios básicos de un estado constitucional y democrático de derecho, englobando los objetivos de todo el orden constitucional. Junto a otras disposiciones constitucionales, la forma republicana, democrática y representativa de gobierno conlleva la prohibición de arbitrariedad en el ejercicio del poder público, haciendo posible el control de constitucionalidad como control de razonabilidad en todo acto de poder[6].

En general –al igual que los constituyentes– la Corte ha manejado lo republicano, lo democrático y lo representativo, no necesariamente como sinónimos, pero sí de manera conjunta, sin buscar delimitarlos conceptualmente. Sin embargo, en algunas ocasiones sí ha señalado características propias de cada uno de estos elementos, si bien podrían considerarse atribuibles también a alguno de los otros. Así, por ejemplo, la Corte ha indicado que el sistema de gobierno es republicano en tanto exige una distribución del poder, democrático en tanto se basa en la soberanía del pueblo, y representativo en tanto ésta se delega para ser ejercida responsablemente por los organismos legislativo, ejecutivo y judicial[7].

La Corte ha considerado la separación de poderes como el rasgo más distintivo del elemento republicano, el que mejor define el gobierno constitucional caracterizado fundamentalmente por ser un gobierno de poderes limitados. El sentido de la distribución de poderes no es para fines de eficiencia, sino primordialmente que tales órganos se limiten recíprocamente, como freno o contrapeso a la actividad de los demás en ejercicio de sus respectivas competencias. El sistema guatemalteco de división de poderes es atenuado por la existencia de mutua coordinación y controles entre los diversos órganos. En tiempos modernos, la división no implica absoluta separación sino colaboración y fiscalización recíproca[8].

La labor de los jueces es uno de los mecanismos de control que procura que las instituciones públicas realicen sus funciones conforme los valores democráticos, incluyendo la protección de los derechos humanos[9]. La independencia judicial es una característica inexcusable del poder judicial en un sistema republicano de gobierno. Su materialización requiere, entre otros aspectos, que haya jueces permanentes y profesionales. La integración correcta del poder judicial es un asunto de interés nacional en una sociedad democrática[10].

Además de los tres poderes clásicos del Estado, el poder constituyente previó otros entes con autonomía orgánica, que cumplen atribuciones y funciones especiales con independencia funcional, administrativa y financiera. Instituciones como la Procuraduría de los Derechos Humanos, la Corte de Constitucionalidad y el Tribunal Supremo Electoral fueron creadas para robustecer los mecanismos de fiscalización del poder público en respuesta a un pasado reciente de autoritarismo y arbitrariedad. Por eso gozan de independencia, insubordinación y potestad de autorregulación[11].

La libertad individual, el bien común, la promoción o imposición de modelos de excelencia moral por parte del orden jurídico y político, son parte de la discusión en torno al republicanismo. La Constitución adopta “la primacía de la persona humana como sujeto y fin del orden social” como el primero de sus principios fundamentales. Ésta no se interpreta de modo individualista, sino admite la intervención estatal en diversas esferas, sometiendo el ejercicio de los derechos a las limitaciones razonables de la ley.

Asimismo, la Constitución reconoce no solo derechos individuales sino también los derechos económicos, sociales y culturales como prestaciones colectivas cuyo goce se debe garantizar. La persona se entiende como parte integrante de un entorno social. Los derechos de la persona en sociedad son ontológicamente limitados y relativos, debiéndose correlacionar la libertad personal con la igualdad, la solidaridad y el bien común, alejado de una interpretación individualista[12].

La Corte de Constitucionalidad ha mencionado la moralidad pública entre los elementos que contextualizan los derechos individuales más allá de una concepción individualista[13].

También ha indicado que, si bien la moral y el derecho no son iguales, tampoco son excluyentes, pues el derecho tiende a convertir en obligatorias algunas de las concepciones morales de los pueblos. El legislador, al interpretar estas concepciones morales, debe respetar las individualidades sin permitir que menoscaben el bien común[14].

Por otro lado, la Corte ha considerado que las normas del derecho deben posibilitar el cumplimiento del destino moral de cada uno, garantizando la libertad de cada individuo: “De ninguna manera el derecho debe ser el agente de cumplimiento de la moralidad, la cual sólo puede ser realizada y sólo tiene sentido en la medida que sea llevada a cabo libremente por cada sujeto”. Es aceptable una norma que no obligue a actuar contra los postulados de conciencia personales e íntimos[15].

El pluralismo político que debe caracterizar un sistema democrático implica que los legisladores pueden dictar medidas que tiendan al bien común desde sus particulares concepciones ideológicas –incluso en materia económica y mercantil–, siempre que no infrinjan preceptos constitucionales[16].

Esto abre la puerta a versiones del republicanismo que tiendan a menor o mayor control sobre la organización económica, dentro de un marco constitucional que de por sí ya establece preceptos como la prohibición de monopolios y la protección de la economía de mercado (artículo 130), la promoción estatal del desarrollo económico velando por elevar el nivel de vida de todos los habitantes (artículo 119), en un régimen económico y social fundado en principios de justicia social (artículo 118).

Estos lineamientos constitucionales amplios son susceptibles de interpretaciones muy distintas, incluso contradictorias, originando lo que Gargarella ha denominado tensiones internas de las constituciones latinoamericanas contemporáneas.

Una problemática especial surge cuando se pide a los tribunales constitucionales que fijen su significado, en vez de hacerlo mediante el libre juego democrático político-electoral.

Esto sucede, entre otros motivos, cuando la representatividad y el acceso al poder no son efectivos, cuando existe distanciamiento entre representantes y representados, de tal modo que algunos sectores de la sociedad optan por acudir a los tribunales al sentirse marginados del proceso democrático y de la gestión de la cosa pública.

La judicialización de la política, de la que hoy tanto se habla, puede entenderse en buena medida como un fracaso de los ideales republicanos y democráticos. Su solución quizá no dependa –o no solamente– de reformas judiciales, sino principalmente de reformas electorales.   

Es fácil decir que la Constitución se debe interpretar de maneras que armonicen todas sus disposiciones y que los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes. Pero lo cierto es que no siempre es sencillo arribar a tales interpretaciones en la práctica, que las soluciones son siempre provisionales y discutibles, que la Constitución –tanto en su texto como en su espíritu– refleja una diversidad de influencias y corrientes que pueden adoptar concreciones prácticas muy distintas.

Uno de los grandes debates actuales (no sólo en Guatemala) es si (o qué tanto) esas concreciones deben ser obra de los tribunales constitucionales o de los representantes políticos electos por el pueblo. ¿Pueden los tribunales constitucionales suplir las deficiencias de un sistema político que no permite articular soluciones debatidas, consensuadas, negociadas, entre amplios sectores de la sociedad?

Además, la cultura política y los equilibrios de poder fáctico influyen decisivamente sobre la vivencia real de los frenos y contrapesos y de la garantía de los derechos humanos, tanto individuales como sociales. Reflexionar sobre el republicanismo y su significado dentro del orden constitucional guatemalteco es pensar y repensar el país que queremos.

[1] Expedientes 1732-2014, 4528-2015
[2] Expediente 3115-2012
[3] Expediente 5352-2013
[4] Expediente 3636-2009
[5] Expediente 1732-2014
[6] Expedientes 4942-2016, 2810-2014, acumulados 1079/2858/2859/2860/2861/2863-2011, 4274-2009, 2953-2009
[7] Expedientes 931-98, acumulados 2265/2443/2451-2006
[8] Expedientes 3115-2012, acumulados 2265/2443/2451-2006
[9] Expedientes acumulados 2187/2189/2190-2020
[10] Expediente 5477-2019
[11] Expedientes 1063-2003, 3679-2014, 1091-2005
[12] Expedientes 5145-2013, 2313-2009, 12-86, 2837-2006, acumulados 1663/1672/1673/1727/1744/1745/1746/1747/1748/1749/1750/1751/1755-2002
[13] Expediente 2837-2006
[14] Expediente 12-86
[15] Expedientes 1451-2007, acumulados 1202/1288-2006
[16] Expedientes 12-86, acumulados 303/330-90
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