Hoy por hoy vivimos la pandemia desde el bien asentado neoliberalismo. Padecemos nada más y nada menos que sus obvias secuelas. Pero también vivimos el resultado de políticas nacionales plagadas de populismo, corrupción, abuso de autoridad y nepotismo, entre otros muchos y reconocidos males.
En medio de esas circunstancias se ha dado la avalancha del coronavirus, que vino a cambiar, al menos por unos meses, la cotidianidad de la comunidad, de la familia, del individuo. Es decir, de nosotros y de nuestro entorno. Nuestros hábitos diarios sufrieron de pronto un cambio drástico: estamos confinados.
Esta situación ha evidenciado maneras de ser y de actuar que en épocas menos conflictivas pudieron haber pasado desapercibidas, pero que hoy se exaltan ante la menor provocación.
Mencionaré solo la más evidente: el claro desprecio y la poca valoración de la vida y de lo que esta constituye no solo para nosotros mismos, sino también para los otros. ¿Por qué tantas personas, incluso comunidades completas, manifiestan en la actualidad esta actitud o, en su deseo de autoprotección, su casi odio y desprecio por la vida de los posibles contagiados?
Una respuesta podría ser que, básicamente, tanto los Estados como sus instituciones han fallado porque no han logrado fijar en la mente de sus ciudadanos, y consecuentemente en sus acciones, el valor fundamental de la protección de la vida. El derecho a la vida es, a nivel internacional, el artículo uno de los proclamados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, a nivel nacional, el artículo uno de la Constitución Política de la República de Guatemala. Ambos documentos podrían verse, dadas las circunstancias, vacíos de contenido a la hora de practicarlos.
Veamos algunos pocos ejemplos que corroboran esta afirmación.
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En Semana Santa hubo una prohibición expresa de no visitar las playas. Pese a ello, en un día 450 automóviles pretendieron entrar al puerto de San José. Una mujer joven, al expresar su descontento, dijo: «De algo nos tenemos que morir». Claro, su comentario, lugar común en la idiosincrasia chapina, muestra también la minusvaloración de la vida y cierto lógico conformismo. Bajo esta idea subyace que el placer inmediato es lo que se debe resguardar, ya que de lo demás no tenemos ninguna certeza. Estas actitudes se comprenden en tanto en países como el nuestro, en condiciones normales, tampoco la vida suele apreciarse lo suficiente. Las instituciones no solo no cumplen a cabalidad con su cometido de protegernos, sino que tampoco nos proporcionan los espacios básicos para tener una vida plena y digna. En consecuencia, si al Estado no le importa nuestra vida, si en cualquier momento por azar podemos morir y además no se encuentra a los responsables, morir a causa del coronavirus es solo otra posibilidad, mínima si se ven las estadísticas.
Luego, según supimos, escapan dos personas contagiadas del hospital del Parque de la Industria. Capturan a uno. ¿Por qué escapan? ¿A qué temen? ¿Qué trato les están dando? En todo caso, ¿es preferible morir en la calle y contagiar a muchos otros que permanecer allí?
Estos dos hechos, sin embargo, no son situaciones aisladas. En México, por estos días, algunos noticieros refieren casos de personas que también escapan de los hospitales, de personas que no quieren guardar la cuarentena. Mientras tanto, en Estados Unidos hay manifestaciones en contra de las políticas que los envían a casa, como las que recientemente se dieron en Michigan y Virginia.
Si bien estos casos muestran la resistencia al confinamiento, por otro lado hay quienes evidencian una especie de histeria colectiva por el temor al contagio. Estas reacciones se dan, asimismo, en varios lugares. En México, esta semana algunos trabajadores amenazaron con quemar instalaciones médicas si se atiende a enfermos de covid-19. En Guatemala, algunas comunidades impiden el ingreso de los deportados porque sospechan que pueden estar contagiados.
¿Qué nos toca en realidad a quienes cumplimos con la cuarentena? En todo caso, reflexionar sobre ello. Nos estamos viendo al espejo tal cual somos: unos mostrando su humanidad, otros renunciando a ella.
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