Así rezaban los titulares de prensa en la unión americana en plena campaña presidencial. Entre estupor y sorpresa, la noticia se esparcía por todo el planeta. La conmoción no se hizo esperar en las redes sociales, que estuvieron a punto de colapsar. Los estadounidenses no daban crédito al horror y a la tristeza. Tanta desgracia seguía cerniéndose sobre el clan Biden.
El exvicepresidente y recién proclamado candidato a la presidencia de los Estados Unidos por el Partido Demócrata fallecía a pocos días de las elecciones presidenciales. El Comité Nacional Demócrata se debatía entre un llamado a posponer las elecciones presidenciales o nombrar a la candidata para la vicepresidencia, Kamala Harris, para llenar ese vacío de poder tan súbito en los rangos del partido, con lo cual se comprometían centenares de elecciones para el Congreso y las legislaturas estatales. Desde China y Rusia, pasando por Israel, Europa, México y Centroamérica, el mundo entero se preguntaba: ¿y ahora qué?
El escenario arriba descrito es obviamente ficticio y está libre de cualquier especulación o conspiración trasnochada. Sin embargo, a ninguno escapa que los niveles de inestabilidad y polarización preelectoral en Estados Unidos, sumados a los intentos del actual presidente de fomentar un clima de miedo y de suspicacia sobre la integridad de las elecciones, debilitan las garantías políticas de una de las democracias más antiguas y estables del planeta, que parece achicarse conforme nos acercamos al 3 de noviembre.
Curiosamente, La trama contra América, novela del consagrado autor estadounidense Philip Roth publicada en 2004, se anticipa a un panorama antidemocrático parecido. El autor relata la historia de un candidato judío, el columnista Walter Winchell, quien busca derrotar al célebre aviador Charles Lindbergh, devenido presidente pronazi y arduo colaborador del Tercer Reich. En uno de sus mítines, Winchell es asesinado por manifestantes antisemitas, lo cual crea un caos político que al final culmina con la reelección de Franklin Delano Roosevelt.
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Sin querer ser morbosa ni prestidigitadora barata, la muerte de uno de los candidatos (menos probable) o una escalada de confrontaciones violentas entre ciudadanos (más probable) son dos de los muchos escenarios que tanto la campaña Biden-Harris como sus contrincantes en el Partido Republicano, así como observadores cercanos a estos procesos, seguramente se plantean. Y esto, por varios factores, entre ellos 1) un cuadro en el cual la pandemia de covid-19 todavía no ha menguado en el país y 2) un contexto electoral altamente volátil y violento exacerbado a raíz del asesinato de George Floyd y de la agresión contra Jacob Blake por parte de la Policía.
Por un lado, no es de extrañar que la tímida presencia de Biden en la campaña se vea inducida por los riesgos que conlleva para el casi octogenario candidato viajar y exponerse al implacable virus. Es evidente que el candidato ya no goza de la misma energía y capacidad de concentración que antaño. Sin duda, su salud es una de las principales áreas que su equipo prioriza religiosamente para mantenerlo presto y lúcido durante los tres debates del otoño contra el actual presidente, programados para el 29 de septiembre y el 15 y 22 de octubre. Y obviamente también para gobernar si los votos de los colegios electorales, al igual que las encuestas, terminan favoreciéndolo.
Por otro lado, un aumento de la violencia entre distintas facciones ciudadanas y partidistas a las puertas de las elecciones no sería novedoso en este país. Tales extremos se han evidenciado desde el siglo XIX. Sin ir tan lejos, 1968 fue uno de los años más violentos de la historia estadounidense a raíz de los asesinatos políticos del reverendo Martin Luther King, Jr., y del contendiente a la presidencia, el senador Robert Kennedy. Esto, sumado a las protestas contra la guerra en Vietnam y a las disputas en el mismo seno del Partido Demócrata durante la Convención de Chicago.
Este año ha sido dolorosamente cruel y violento desde donde se aprecie. No especulo. Solo espero que, entrado el invierno y en las postrimerías de la segunda década de este siglo, una ciudadanía cada vez más activa, incluyente y comprometida con salvaguardar la democracia y proteger los derechos humanos de todos y todas logre escribir y contar una historia nueva que reivindique nuestra humanidad compartida.
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