Esa movilización fue una conmoción para la estructura político-social del país. Infinitas explicaciones surgieron en ese momento tratando de entender o analizar el fenómeno. Se llegó a decir, por ejemplo, que Guatemala «daba un ejemplo al mundo en el combate de la corrupción».
Era lindo creérselo y marchar a la plaza a protestar. La valoración de lo que allí pasó dio lugar a interpretaciones diversas. En su momento pudo verse como una auténtica reacción cívica a un estado calamitoso en orden a la corrupción. Así, se formaron diversos grupos con proyectos políticos que comenzaban a proponer una nueva ética ciudadana. Cosa insólita: estudiantes de universidades históricamente opuestas en términos ideológicos marchaban unidos con consignas anticorrupción. En la universidad pública, ese estado de movilización sirvió para remover una delincuencial mafia instalada en la histórica Asociación de Estudiantes Universitarios.
Analizado ahora fríamente, puede verse que esas movilizaciones —urbanas y sabatinas— tuvieron mucho de preparado, de plan urdido. ¿Por quién? Todo indicaría que, montándose en un real descontento de la población, esas protestas se fabricaron. Si bien al día de hoy no hay documentos que puedan exhibirse claramente como prueba, parece que se trató de otro laboratorio de manejo social de masas similar a las revoluciones de colores que implementó Washington estos últimos años en diversos puntos del planeta.
Por sus características, todo pareciera un ensayo con relación al tema de la corrupción, probado aquí para luego desarrollarlo en países de mayor importancia geoestratégica para la política continental de Estados Unidos: Argentina y Brasil. Definitivamente, sin tocar las estructuras de base (propiedad privada de los medios de producción, explotación del trabajo asalariado, trabajo doméstico no remunerado), el tema de la corrupción, con un marcado contenido moral, es siempre algo bochornoso, que lleva a golpearse el pecho (aunque esta no se encuentra solo en los funcionarios públicos: está extendida en la sociedad). De esa cuenta, se pudo movilizar a parte de la ciudadanía (clase media urbana, en lo fundamental) con actos cívicos —no protestas obreras ni campesinas— pidiendo la destitución de los administradores de turno: un binomio tan corrupto como todos (¡¡todos!!). El resultado fue la salida del gobierno de los por entonces presidente y vice. La sensación fue de triunfo ciudadano.
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Curiosamente, nunca se habló de un triunfo popular, sino de uno ciudadano: acto cívico, ciudadanía responsable. La ilusión transmitida hasta el hartazgo por aquel entonces fue de triunfo ante la corrupción. Se lo pudo creer, un poco al menos. Pero rápidamente, al ver cómo siguieron las cosas, comenzó a entenderse que, aprovechando un real descontento de la población, no había ninguna lucha real contra ese flagelo social. Fue una bien urdida maniobra de la administración demócrata estadounidense, con Obama en la presidencia, para intentar fortalecer los Estados nacionales del área centroamericana y evitar así la llegada masiva de migrantes irregulares a territorio norteamericano. Salido Obama, con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, las cosas cambiaron.
Definitivamente, nunca hubo una intención real en los círculos de poder (ni en Washington ni en Guatemala) de atacar de raíz la corrupción y la impunidad. Por eso en nuestro país la corrupción siguió su curso normal. Es decir, continuó siendo la forma cotidiana de hacer política y negocios. Fuera Pérez Molina de la presidencia, lo que siguió, más allá de la mascarada en juego, fue exactamente igual. Con Jimmy Morales o con Alejandro Giammattei las cosas no cambiaron. ¡Ni podrían cambiar! El Pacto de Corruptos, que tiene secuestrado al Estado, es una inextricable fusión de políticos, empresarios, militares y crimen organizado que maneja los hilos del poder de manera impune. Solo para un ejemplo actual: la ejecución del presupuesto para atender la pandemia.
La actual lucha de poderes palaciegos, con el Ministerio Público en total silencio, evidencia que las mafias siguen tan enseñoreadas como siempre, intentando quitar del camino los pocos escollos que encuentran, como la Corte de Constitucionalidad o el PDH. ¿Habrá que ir más allá de las vuvuzelas entonces?
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