Uno pensaría que eso de puntos de control dentro del país solo ocurría en la era soviética o en los territorios ocupados, pero si uno es extranjero hay que ir documentado, so pena de terminar en una celda mientras se averigua.
Los pasaportes y el capricho de pasar comiendo a un Wendy´s en el camino. Siempre que vamos a ese lugar, en el centro de Texas, pasamos a ese Wendy’s o a un McDonald que está unas cuadras antes en la carretera. Es de esos restaurantes de comida rápida adosados a una tienda de conveniencia en una gasolinera en la carretera. Normalmente, en el resto del país –más bien en las partes más densamente pobladas del país– estos puntos de descanso en la carretera suelen ser una muestra bastante representativa de la población del país. Acá no. Creo que se debe a que en esta parte del país las distancias entre las áreas metropolitanas son tan grandes que cualquiera que esté un poco por encima de la línea de la pobreza prefiere tomar un avión antes de darse la paliza de manejar 10 horas hasta Dallas, a menos que sean masoquistas como yo.
Si quitamos a los viajeros de clase media para arriba, nos quedan los que tienen que viajar por tierra por trabajo o por necesidad. En la cola, delante de nosotros, hay tres viajeros y junto a la caja registradora hay un anaquel con revistas que seguramente están ideadas para ellos, justo para ellos. Cuatro son de armas (armas grandes, pequeñas y de defensa personal. “No sea una víctima”, dice una de ellas), una se llama Diesel Engine y parece estar dedicada únicamente a picops diesel y la otra es una revista sobre cacería.
A mí, que crecí imbuido de la cultura estadounidense o al menos de la reinterpretación bananera de la cultura estadounidense que hacíamos en Guatemala, aún me cuesta reconciliar la idea de esas revistas, de cierto tipo de música y de determinados íconos culturales venerados por los estratos socioeconómicos más elevados en Centroamérica, con la realidad de lo que representan acá.
Yo crecí asociando esas cosas con el privilegio, con el bienestar y la exclusividad de pertenecer al grupo de la gente que además habla inglés. Y, tres años más tarde, sigo teniendo problema para hacer casar la realidad de obesidad, dientes podridos y tatuajes hechos en casa con la imagen mental que para mí siempre representaron esos referentes culturales.
Dejamos la autopista y por el camino rural, el sol de la tarde baña la pradera con esa luz del atardecer que en estas latitudes se hace eterna. Uno de mis acompañantes me advierte oportunamente sobre una manada de pecaríes que amenaza con cruzar la carretera y, minutos más tarde, vemos una familia de venados pastando a la orilla del camino, como cumpliendo una obligación de hacer cierto un rótulo que advierte de su presencia.
Cuando llegamos al lugar, es casi de noche y el show está por comenzar. El espectáculo consiste en observar el cielo nocturno mientras un guía explica un poco la historia de las constelaciones y da un repaso a la bóveda celeste. Luego, es tiempo de observar los planetas y las constelaciones con unos telescopios gigantescos. Eso de ver los astros es una experiencia agridulce. Los planetas en el visor aparecen difusos, como vistos a través de una bruma densa, tan distintos a los planetas de la televisión. Y cuando está uno a punto de decir que es una porquería eso de ver por telescopio, se acuerda de la distancia a la que están los planetas y la imagen de mierda está más en perspectiva y hasta puede uno maravillarse de poder ver los anillos de Saturno, difusos y todo.
Volvemos y puedo dormir tres horas antes de tomar la carretera de nuevo. Ahora voy solo, hacia un basurero en el desierto de Nuevo México, en busca de un montón de casettes de nintendo enterrados hace treinta años.
Después de un día de respirar polvo mezclado con basura añeja, vuelvo a casa y nos vamos a cenar por el cumpleaños de uno de ellos. De vuelta a casa el sueño me vence y en ese sopor antes de caer rendido leo que hubo un muerto en Guatemala, que lo mataron por una cuestión de aficionados al fútbol o delincuentes que se hacen pasar por aficionados. Veo que el hijo de la vice se tomó una foto con El Papa y mientras el sueño me gana, mientras la realidad se hace más difusa en ese momento en que las horas de trabajo y desvelo van pasando factura, esas cosas de la realidad bananera me parecen tan distantes y me asombra que algo tan cercano para mí de pronto me parezca tan remoto, como si hubiera perdido conexión con ese lugar.
Antes de caer, trato de enfocar mi atención en el tema del muerto futbolero y el selfie con El Papa, pero la imagen es difusa, vacilante, como los anillos de Saturno.
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