Lo que destruye no es tanto la naturaleza como la forma en que nos relacionamos con ella. Es obvio entonces que, a mayor cantidad de recursos, mayores posibilidades de salir airosos de estas catástrofes. Dicho de otro modo: eventos naturales como terremotos, maremotos, huracanes, erupciones volcánicas, tornados, inundaciones y sequías no son exactamente desastres naturales, sino que el desastre de modelo social que existe en tantos lugares del mundo —Guatemala es uno de ellos— los convierte en catástrofes.
Es como lo que está sucediendo con la naturaleza en términos globales: no hay cambio climático en curso, sino catástrofe ecocida generada por los modelos de producción y de consumo reinantes. Es decir: no nos mata la madre naturaleza, sino la forma en que nos relacionamos con ella.
En Japón, se podría aducir, hay una gran riqueza material acumulada, de ahí que un movimiento telúrico pueda ser procesado muy distintamente a como se hace en Haití. Pero ¿qué decir de Cuba? Con infinitamente menos recursos que otros países desarrollados, el continuo paso de huracanes por su territorio no constituye una calamidad nacional. Por el contario, con un aceitado mecanismo de preparación para desastres, lo que en nuestros países son catástrofes de proporciones descomunales allí, donde un Estado realmente funciona, son eventos bien abordados que no terminan nunca en infiernos.
En nuestro país acaban de pasar dos desastres casi pegados uno al otro: las depresiones tropicales Eta y, días después, Iota. Con alrededor de 150 personas muertas o desaparecidas por las inundaciones, los daños ocasionados son cuantiosos. Las comunidades afectadas —campesinos pobres de las regiones más olvidadas del país— demorarán años en recuperarse. Como siempre, los gobiernos de turno, más allá de pomposas y altisonantes declaraciones, no están a la altura de las circunstancias. En este caso, la catástrofe de las inundaciones se suma a la terrible crisis sanitaria producto de la pandemia de covid-19, que no ha cejado. El Estado, como siempre, de espaldas a las necesidades de las poblaciones. Es ese mismo Estado el que en muchos de los territorios ahora afectados por las tormentas ha reprimido y desalojado grupos que intentaban recuperar sus territorios ancestrales, robados por los terratenientes de esas zonas.
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En ese estado de vulnerabilidad, ¿qué pasará ante la nueva catástrofe que nos golpee? Y esto no es puro negativismo agorero. Sabemos que Guatemala está hondamente expuesta a estos eventos: terremotos, huracanes y erupciones volcánicas, sin hablar de otros terremotos sociales como la impunidad o la violencia con su goteo diario de muertes. Mientras se dan estas catástrofes sociales, el Congreso se aumenta su propio presupuesto quitándole fondos al Procurador de los Derechos Humanos.
La pregunta anterior pretende poner en evidencia que estamos mal preparados para afrontar lo que lamentablemente podrá seguir viniendo. Nuestro Estado está muy debilitado. Pero no por los políticos corruptos que se lo roban todo, como el discurso de la prensa de hace años pretendía hacernos creer. Está debilitado por las políticas de privatización que desde hace varias décadas estamos soportando. Un Estado debilitado en todos los aspectos, sin recursos, con raquítica recaudación fiscal (la segunda más baja en Latinoamérica) y sin proyecto político como nación más allá de la rapiña de cada administración puntual que lo maneja por cuatro años no está nunca en condiciones de gestionar adecuadamente las crisis que significan cualesquiera de estos eventos catastróficos.
En China, el Estado tiene proyectos de largo aliento, ya pensando en el siglo XXII. ¿Por qué aquí no podemos tener un plan que supere el efímero paso de una administración? Evidentemente, porque hay interés en que el Estado siga siendo ese botín de guerra ineficiente y bobo, que no puede superar un precario asistencialismo posdesastres. Definitivamente, nos merecemos algo mejor.
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