En las casas, a las seis de la tarde se pone llave. Solo los motoristas circulan. Una hora después dan el reporte de bajas: 39 contagiados, 2 muertos, 7 recuperados… O algo así. Los muertos, sin nombre. Los enfermos, anónimos. Pero no para los vecinos, que recelosos señalan a la familia como penitentes de un castigo divino. Algo habrán hecho para ser parias en el barrio.
Las mascarillas, colgadas a la entrada de la casa, junto con los planes de futuro y la correa del perro. La ciudad es un fantasma callado. El país se descamisa y corta telas rectangulares para crear banderas blancas. Salen al camino las mamás, las tías, los niños pequeños en perraje, los mayores de la mano. No pueden tener hambre, dicen algunos. Deben ser acarreados. Hay que darles cañas, y no pescados, piensan otros idiotas.
El hambre estaba, solo que ahora tiene su propio código, su lenguaje: el blanco percudido, sucio de mocos y de polvo. Banderita blanca como el de las caricaturas, el que sacaba el coyote cuando ya no podía más, el de Tom cuando perdía siempre con Jerry, el de Sam el cazador burlado una y otra vez por Bugs Bunny. Los perdedores y su bandera.
La comunidad se organiza. Dejamos donativos. Damos de lo que nos falta a otros, no de lo que nos sobra, todos callados, dignos, sin picops, sin guardaespaldas ni gorras ni chalecos acolchados ni cheques gigantes de vinil ni fotos institucionales ni publicaciones. Solidaridad, no caridad.
Los millones se agolpan en los decretos. Quetzales que crearán nuevos ricos, que comprarán las casas de descanso de los huidos, de los escondidos, de los evadidos, de los encarcelados, de los que cambian su inversión. Motos, camionetas blindadas pasan a otras manos manchadas de sangre, de expolio, de dolor.
[frasepzp1]
Ya no hay lugares adonde huir. Solo el miedo impuesto por la inminencia de la muerte, de lo previsible. Puede venir. Te puedes topar con ella al apoyarte en la barandilla para bajar unas gradas. Allí está la muerte. Y tú, pensando en el precio de la gasolina. Pero te atrapó y ni reparaste en ella. Inerte, agazapada en un hierro circular descolorido. ¡Zas!
Por allí andan los residentes, los especialistas, las enfermeras, los camilleros rondando en un precario sistema de salud, como sus sueldos, como su equipo de protección, como el reconocimiento social: inexistentes. ¿Dónde naufragarán ellos?
Quisiera poder respirar distinto, abrir las manos y mi boca, inhalar hasta que se llenen mis pulmones de aire impoluto, fresco, amigo. Quisiera poder pasar más de cinco horas sin pensar en lo mismo, pero la mascarilla colgada me lo recuerda. Mis hijos viéndome a los ojos buscando respuestas, los cobros, las piezas del dominó cayendo. Y yo, esperando mi turno.
Tal vez pienso demasiado y debería enfocarme en datos macroeconómicos, en planes de reactivación, en números fríos, en estadísticas; confiar en los que dicen saber, en los que piensan por nosotros. En los que saben lo que nos conviene. Siempre lo han sabido. Derraman su sabiduría y su dinero en este pueblo que los venera y les teme. Intercesores de Dios Padre, lo conocen y nos bendicen en cada decisión. Saben a quién poner de presidente, a quién pagarle los cafés y los helicópteros. Saben qué va a pasar y qué no va a pasar. Lo saben todo. Hasta saben que, si hablo de más, terminarán muy mal mi vida, mi familia, mi profesión y negocio. Me conocen, nos conocen y ya decidieron.
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