Se cumplió a un costo terriblemente alto: cantidades monstruosas de catedráticos y estudiantes muertos y desaparecidos o marchados al exilio. El golpe que eso representó para la educación superior fue muy grande, tanto que al día de hoy, después de tres décadas de esa estrategia, la universidad pública no termina de recomponerse.
Según lo indicado constitucionalmente, la Universidad de San Carlos «cooperará al estudio y solución de los problemas nacionales» elevando «el nivel espiritual de los habitantes de la República, promoviendo, conservando, difundiendo y transmitiendo la cultura». La realidad nos confronta con algo muy distinto.
Sin caer en tontos y peligrosos estereotipos tendenciosamente puestos a circular ya hace tiempo (los sancarlistas son bochincheros, haraganes, violentos, borrachos, politiqueros), hay que partir por reconocer que la alma máter sigue siendo, de lejos, la casa de estudios superiores más grande, con mayor cantidad de carreras, de estudiantes, de institutos de investigación, de publicaciones, de incidencia política en el quehacer nacional. Y no es simplemente una «cueva de mafiosos y roscas políticas», como cierta visión tendenciosa la presenta. El discurso neoliberal en boga, que se va instaurando luego de esa fenomenal represión a que aludíamos, alimenta a diario esa visión estereotipada. «¡Cuidado porque en la San Carlos violan en los parqueos!», podemos escuchar como producto de esas interesadas campañas de desprestigio.
Pero no caben dudas de que ese espíritu crítico que la alentó en otras épocas, esa vocación de «estudio y solución de los problemas nacionales» que dio como resultado un semillero de pensamiento crítico, ya no existe. Sigue habiendo producción intelectual de altura, por supuesto, y el 70% del alumnado universitario del país pasa por sus aulas. Pero la suma de represión sangrienta más posiciones neoliberales y privatizadoras fueron convirtiendo a la Universidad de San Carlos, al menos en muy buena medida, en una deslucida institución que otorga títulos profesionales y no más. Y en muchos casos, con cuestionables niveles académicos.
Si la cultura represiva, autoritaria, machista y patriarcal se instauró a sangre y fuego en la década de los 80 del pasado siglo en todo el país, y más aún en uno de los objetivos militares fijados en la guerra contrainsurgente contra un declarado enemigo interno (el pensamiento crítico, todo lo que sonara a disenso para el statu quo, siendo la San Carlos su bastión), eso no es poca cosa. Esa cultura de terror y de muerte no se ha ido. En definitiva, las políticas implementadas en la guerra interna (calcadas sobre el modelo de la represión estadounidense en Vietnam) consistieron justamente en eso: en dejar instaurado un monumental terror y un desprecio visceral por cualquier expresión contestataria.
El que fuera uno de los más insignes símbolos de un pensamiento crítico y rebelde años atrás, la AEU (Asociación de Estudiantes Universitarios), fue transformado en un mecanismo absolutamente funcional a esa política represiva. Si hoy asistimos a esta brutalidad de los bautizos en la USAC, plagada de actos-vejámenes que no son muy distintos a lo que se puede haber sufrido durante la guerra interna, ello nos habla de la instauración de una cultura de muerte y de terror que ya hace años nos domina.
«La historia se repite como comedia», dijo algún filósofo por allí. La represión de que fuera objeto la San Carlos en décadas pasadas retorna ahora en manos de estos pseudoestudiantes (supuestamente fuera de control de las autoridades —¿será?—) para repetir similares monstruosidades. La USAC no es violenta. ¡Es una expresión de la violencia de nuestra historia!
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