Yo me identifico con los segundos. Creo fervientemente que, si se nos permite, somos capaces de cometer las peores atrocidades. Lo sé porque lo viví en carne propia desde los siete años en el colegio, cuando mis compañeros me decían que infectaba simplemente porque no encajaba con ellos. Y porque lo observo con las actitudes de mis hijos, quienes, de dejarlos a sus propias pistolas, ya se habrían arrancado la cabeza.
Los seres humanos tiramos al mal. O al Mal, si quieren ponerlo en términos esotéricos. Somos egoístas, pendencieros, dobles, hipócritas, jodidos, mierdas. Y es lógico. Para sobrevivir en la selva, primero van uno y los propios. ¿Por qué tendría que ocuparme de lo que le pase al de la tribu de al lado? Mientras menos haya de los otros, más hay para mí. Y nadie importa más que yo.
No es cuestión de moralizar. Así somos y es lo que debemos hacer para sobrevivir.
El problema es que creamos sistemas enteros que rigen nuestras vidas sobre las concepciones erróneas. Creer que poner a la persona adecuada en un puesto clave con mucho poder nos va a sacar de ser pobres, miserables, enfermos, subdesarrollados es creer que tenemos hadas madrinas. Hace mucho tiempo que dejé de creer en calabazas que se convierten en carrozas, príncipes azules y árboles mágicos.
Hace poco teníamos una conversación simpática con una tuitera. Ella me preguntó un poco asustada si yo no confiaba en nadie, hablando de mi reticencia para darle poder a alguien cualquiera. Mi respuesta fue: «Yo confío en mí, pero… ¿tú pondrías tus manos al fuego por mí?». La respuesta fue no.
Entonces, ¿por qué confiamos en la gente que está en el Gobierno? O, peor aún, ¿por qué despersonalizamos el Estado y creemos que con darle más facultades vamos a estar mejor? Los que manejan ese carro son personas como nosotros y en las circunstancias adecuadas son igual de malos que nosotros. O buenos. Pero no tenemos forma de saberlo. Solo sabemos que un sistema con límites claros y consecuencias rápidas y radicales es el mejor disuasivo para conductas delictivas. Es fácil entenderlo cuando uno tiene hijos: los ámbitos bien delimitados y los castigos explícitos, previos y aplicados sin piedad son los mejores formadores. ¿Tienes desastroso tu cuarto? No miras tele.
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Es difícil entender cómo nos quejamos de la corrupción y queremos que el Gobierno tenga más poder. No vamos a arreglarnos con mejores personas en puestos claves. No existen (sí existen, obvio, pero el punto es que cualquiera que llegue se tenga que comportar como una buena persona). Hay que arreglar el sistema, el que sea en el que nos desempeñemos, para que importe poco quién llegue y siempre tenga que hacer como que es bueno. Porque lo contrario tendría consecuencias nefastas. Soy lo suficientemente vieja como para recordar cuando la gente se parqueaba impunemente en la Reforma. ¿Ustedes no? Era imposible pasar por allí. Hasta que comenzaron a poner multas. Encuentren ahora a algún valiente que ose parar su carro, bajarse de él y dejarlo allí hasta que le dé la gana regresar. Inconcebible. Pues así deberían ser el resto de infracciones legales. No se nos debería ocurrir que nos podemos salir con la nuestra.
Pero regresamos a la premisa principal. Tenemos dos formas de ver a los humanos: o esencialmente buenos o esencialmente malos. Y no sirve de nada darnos baños de justificación diciendo que lo que hacemos es porque creemos que está bien. Eso no sirve de nada si los resultados son nefastos. He escuchado demasiadas veces decir que no hay peor malvado que el que cree que está haciendo algo bueno.
Los humanos somos esencialmente malos hacia afuera y buenos hacia adentro. Ya es hora de que nuestros sistemas se ajusten a esa realidad.
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