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Dos Erres: El largo camino a la justicia (III)

Con la cabeza inclinada hacia atrás y juntando las manos como quien eleva una plegaria al cielo, Raúl de Jesús Gómez Hernández escuchaba con atención la lectura de las conclusiones finales de la juez Valdéz. Pensaba en su hermano Ramiro, quien salió de casa dos antes de la masacre para nunca volver.
Para Castañeda fue un alivio saber que su hijo no sufrió las mismas vejaciones que Ramiro Cristales y asegura que no siente rencor hacia el kaibil que se lo llevó. “¿Para qué va a sentir uno rencor? Yo les agradezco que me hayan dejado un hijo con vida”, asegura el anciano.
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Dos Erres: El largo camino a la justicia (III)

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6,030 años de prisión, 30 años por cada una de las 201 víctimas, más 30 años por delitos contra los deberes de humanidad; fue la resolución de la jueza. Los que fueron declarados culpables ahora guardan prisión, mientras que los sobrevivientes, los que vivieron para contarlo y para destapar el pozo, aún curan sus heridas. Esta es la tercera y última entrega de la crónica de una de las masacres más sangrientas de la historia reciente de Guatemala.

XXI

Mientras que en una sala se juzgaba a Pedro Pimentel Ríos por su participación en la masacre de Dos Erres, en la sala contigua Ríos Montt comparecía ante el juez Miguel Ángel Gálvez, quien le negó el derecho a amnistía y resolvió que su juicio por genocidio contra el pueblo maya ixil debía proceder.

Quizás fue coincidencia el hecho de que las dos audiencias tuvieran lugar de manera simultánea y en salas continuas, pero lo cierto es que tuvo un fuerte valor simbólico.

El peritaje de Rodolfo Robles Espinoza analizó la “cadena de mando”, es decir, la línea vertical a través de la cual cada integrante del Ejército, desde un soldado raso hasta un general, recibe órdenes e informa a sus superiores sobre el resultado de las operaciones realizada. Siguiendo esa cadena, eslabón por eslabón, se establece quién le dio la orden al que dio la orden, hasta llegar al “alto mando”.

Según los ex kaibiles que han declarado como testigos protegidos, la orden de ejecutar la “operación La Chapeadora” en Dos Erres vino directamente del teniente Roberto Aníbal Rivera Martínez, el mismo que ordenó que los soldados le arrancaran un pedazo de costilla al hombre que utilizaban como guía porque tenía ganas de comer carne. Actualmente, figura en una lista de ocho ex kaibiles que tienen orden de captura por la participación en la masacre.

¿Pero de quién recibió órdenes Rivera Martínez? Para esclarecer esa pregunta, fue llamado a declarar Eduardo Arévalo Lacs, director de la Escuela Kaibil en 1982, y quien posteriormente ocupó el puesto de Ministro de la Defensa bajo el gobierno de Alfonso Portillo.

Lacs era el eslabón que seguía, de manera ascendente, después de Rivera Martínez y posiblemente hubiera sido vinculado a proceso de no ser por el hecho de que un mes antes de la masacre sufrió un accidente, cuando el helicóptero en el que viajaba durante un operativo contra la guerrilla fue derribado por combatientes de la Organización del Pueblo en Armas (ORPA).

Determinar quién asumió sus responsabilidades en su ausencia y a quién reportaba ese individuo hasta llegar al jefe de Estado, Ríos Montt, es la tarea pendiente que le queda al Ministerio Público.

XXII

Durante el juicio de Pimentel Ríos, la familia Gómez Hernández recordó cómo, días después de la masacre, había visto aterrizar un helicóptero, del cual descendieron “hombres canches que hablaban un idioma extranjero” y después de 30 años se enteró de quiénes eran cuando los abogados representantes del Ministerio Público leyeron en voz alta una serie de cables enviados por la embajada estadounidense en Guatemala a la Agencia Central de Inteligencia (CIA).

Los cables son reportes redactados después de una visita de campo realizada el 30 de diciembre para constatar lo que había ocurrido. Se narra cómo se fundó Dos Erres como resultado de los esfuerzos del Estado para “colonizar” Petén y la evidencia que se halló de que las viviendas habían sido quemadas, y los autores llegan a la conclusión de que “el responsable más probable fue el ejército”.

Esto quiere decir que el gobierno estadounidense estaba al tanto de lo que había ocurrido en Dos Erres y jamás denunció el hecho ya que consideraba que los 201 campesinos que perecieron el 7 de diciembre de 1982 eran daños colaterales en la guerra contra el comunismo internacional.

XXIII

La baja estatura de Pedro Pimentel Ríos era más notoria cuando se paraba a la par de Manuel Antonio Lima, su abogado defensor, un hombre corpulento, con ribetes dorados en los dientes y un cutis que exhibía profundas marcas de acné, que parecía haberle dado claras instrucciones sobre qué debía decir y cómo.

Se veía pequeño y solo. A diferencia de personajes de Ríos Montt o su ex Ministro de la Defensa, Héctor Mario López Fuentes, quienes contaban con un grupo de simpatizantes fieles, en su mayoría provenientes de la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala (AVEMILGUA), el único que acompañó a Pimentel Ríos del principio hasta el final fue su hijo Juan Carlos. Las hermanas y tíos llegaron hacia el final y el fallo no parecía sorprenderlos.

Pimentel Ríos ya no levantaba las comisuras de los labios en una mueca despectiva sino que fruncía el ceño e inclinaba ligeramente la cabeza, como quien hace penitencia, ademanes que habían sido ensayados, sin duda, para transmitir vulnerabilidad e inspirar lástima. ¿Quién podía afirmar que ese diminuto hombrecillo con el pelo canoso había matado a una adolescente delante de la patrulla para demostrar “cómo se mata a una persona”?

Lima accedió a que su patrocinado me concediera la entrevista durante uno de los recesos, y éste comenzó diciendo que “lo único que el Ejército ha hecho es cuidar las fronteras y velar por la seguridad de la población”. Luego recitó la consabida historia sobre cómo los juicios contra ex militares como él obedecen a presiones por parte de la comunidad internacional.

Cuando le pregunté si participó o no en la masacre, dijo que “eso no le consta a nadie” y que existía la posibilidad de que el perpetrador hubiera sido la guerrilla y no el Ejército.

¿Y los ex kaibiles que aseguraron que él integró la patrulla, como parte de la tropa de asalto? “La hipótesis que yo manejo es que el Ministerio Público junto con organizaciones de derechos humanos han reclutado a esos testigos con no sé qué fin”, fue su respuesta.

¿Para defender la patria, como él asegura que hizo, era necesario lanzar a niños recién nacidos a un pozo, ametrallarlos y hacerlos volar en pedazos con una granada de fragmentación? ¿La patria se defiende violando mujeres? “Yo solo puedo responder por mí y yo no participé en tales cosas”, dijo frunciendo el ceño todavía más.

Unos días después, repitió exactamente las mismas palabras frente a la juez Valdéz, agregando que “él también sabía lo que era perder a un ser querido” ya que él había sufrido la muerte de un familiar cuando vivía en Estados Unidos. La juez no lo miraba a la cara y lo escuchaba con hastío. “Eso ya lo dijo”, le recordó.

XXIV

Con la cabeza inclinada hacia atrás y juntando las manos como quien eleva una plegaria al cielo,   Raúl de Jesús Gómez Hernández escuchaba con atención la lectura de las conclusiones finales de la juez Valdéz.  Pensaba en su hermano Ramiro, quien salió de casa dos antes de la masacre para nunca volver, y rezó para que se materializara ese bien tan anhelado que muchos piensan que en Guatemala solo puede darse como producto de un milagro: la justicia. 

En la siguiente fila se encontraba Felícita Romero, quien sostenía en sus manos el retrato, en blanco y negro, de una mujer de unos 40 años, con el cabello recogido hacia atrás en una moña. Era su madre, Natividad  Romero, una de las 201 víctimas de la masacre.  

Como dijo Édgar Pérez, abogado defensor de Famdegua, en su intervención final – una maratón de oratoria de más de dos horas -  las víctimas llevaban 30 años “corriendo detrás de la justicia”.

Consciente de ello, la juez Valdéz dijo que sobre sus hombros pesaba el valor histórico de este juicio. Leyó un resumen de los hechos en el cual explicaba como la declaración de los peritos claramente había demostrado cómo el mismo Estado que llevó a los campesinos a Dos Erres como parte de una política que buscaba colonizar el Petén había utilizado al Ejército para lanzar una ofensiva brutal en contra de las poblaciones civiles que supuestamente apoyaban a la guerrilla, como parte de la cual fueron ejecutados 201 hombres, mujeres y niños inocentes. 

Arévalo Lacs y los dos testigos protegidos habían confirmado que Pedro Pimentel Ríos había formado parte de la patrulla kaibil y habían citado incidentes específicos que denotaban su crueldad y sangre fría, entre ellas el asesinato de una de las adolescentes que habían sido sustraídas del lugar de la masacre.

Cuando por fin leyó la sentencia: 6,030 años de prisión, 30 años por cada una de las 201 víctimas, más 30 años por delitos contra los deberes de humanidad – violación de mujeres, tortura y destrucción de la propiedad entre otros delitos – la expresión que se leía en los rostros de las víctimas no era de júbilo sino de un profundo alivio, por fin hubieran podido soltar el pesado fardo que habían llevado a cuestas desde hace tres décadas.

Aquéllos sobrevivientes que durante años se habían preguntado por qué ellos se habían salvado cuando sus hijos, hermanos, y padres habían perdido la vida en Dos Erres, finalmente habían hallado la respuesta: vivieron para contar su historia y lograr que se hiciera justicia. Vivieron para hablar en nombre de aquéllos cuyas voces fueron silenciadas para siempre en las profundidades de un pozo.

La juez también ordenó que el Fondo de Tierras (FONTIERRAS) iniciara las gestiones necesarias para la compra y devolución de las tierras donde se encontraba el parcelamiento de Dos Erres, y que un documental elaborado por la Comisión Presidencial para los Derechos Humanos (COPREDEH) sobre el caso, fuera transmitido en cadena nacional no menos de 10 veces durante los 15 días siguientes, algo que hasta la publicación de esta crónica no se ha cumplido. El mensaje estaba claro: Guatemala jamás deberá olvidar el nombre Dos Erres.

XXV

¿Qué sucedió con los niños que fueron sustraídos de Dos Erres por la patrulla kaibil después de la masacre? Ramiro Cristales, el niño que se quedó dormido bajo la banca de la iglesia agotado de tanto llorar, testificó en el juicio de Pimentel Ríos.

A pesar de que sólo tenía cinco años cuando ocurrió la masacre, recuerda con claridad todo lo que sucedió ese día. De la iglesia lo sacó un soldado cuyo rostro le era vagamente familiar y se lo llevó con la tropa a la montaña, donde le dieron frijoles y un tamal enlatado.

Unos días después, contempló con una mezcla de curiosidad y espanto el enorme ave metálica, de color blanco con franjas azules, que hacía remolinos al aterrizar en medio de la selva. El pequeño jamás había visto un helicóptero.

Todos subieron y volaron por los aires hasta llegar a un lugar grande y desconocido, donde el kaibil que lo conducía de la mano, Santos López Alonso, comenzó a enseñarle a pescar, a nadar, a agarrar el fusil. El kaibil se fue ganando la confianza del niño o tal vez el niño, solo y desamparado, simplemente no tenía otra persona a quien recurrir.

Originalmente Ramiro iba a ser adoptado por el teniente Rivera Martínez, pero éste cambió de parecer y López Alonso decidió quedarse con el niño y llevárselo a su esposa, a quien le había dicho que en la base militar había unos niños que habían encontrado perdidos en la montaña y que “los estaban regalando”, como si fueran cachorros. 

Ramiro todavía recuerda el interminable viaje de Petén a Retalhuleu y de una gallina que le regalaron en la escuela kaibil y que murió asfixiada en la caja donde la transportaba.

La esposa de López Alonso jamás se creyó la historia que le contó su marido. Ramiro tenía los ojos verdes y el cabello castaño claro, facciones ajenas que suponían la prueba irrefutable de que su esposo la había engañado y ahora pretendía obligarla a cuidar al hijo de su amante. Como si esto fuera poco, López Alonso lo había registrado con sus propios apellidos como Ramiro Fernando López Alonso, lo cual, representaba para ella una afrenta insoportable. 

Viéndose en la imposibilidad de gritarle al marido y lanzarle los improperios que merecía, la esposa de López Alonso desfogó su cólera de mujer despechada con el niño, y desde el inicio le dejó claro cuál era su lugar en la casa. Desde pequeño, lo acostumbró a realizar las tareas domésticas más arduas.  Ramiro se levantaba al alba para ir a cuidar a los animales y trabajaba hasta las diez de la noche. Unos días le aventaba, de mala gana, un plato de comida y otros no, según el humor de la señora, siempre veleidosa.

A su hija, quien cumplió un año poco tiempo después de que Ramiro llegara a la casa, le inculcó el mismo odio que ella sentía, de manera que durante los años en que crecieron juntos, él sentía sobre su piel el desprecio profundo.

Ramiro jamás figuraba en los retratos familiares y cuando se celebraba algún cumpleaños a él le tocaba detener la piñata. A Ramiro le tocaban las sobras, los trabajos más duros, los desprecios, la humillación, para que jamás olvidara que no era parte de la familia.

Como llegaba exhausto a la escuela, le costaba trabajo poner atención en clase y era un alumno taciturno y retraído.

López Alonso era un bebedor empedernido pero por más aguardiente que tomara nunca lograba obnubilar completamente su mente y olvidar aquéllas imágenes terribles que se entremezclaban entre sí: El Infierno, las humillaciones que había tenido que sufrir durante el entrenamiento para sobrevivir y ganarse su boina, las niñas que había tirado al pozo y cuyos rostros volvía a ver cada vez que miraba a su propia hija. Esas imágenes no dejarían de perseguirlo años después de que dejara el ejército.

El soldado llegaba a casa, borracho e iracundo, y arremetía contra el niño con todas sus fuerzas cuando su esposa se quejaba de que no había hecho bien las faenas que tenía asignadas. Un día, cuando Ramiro tenía unos 14 años, lo agarró a puñetazos y a culatazos, le arrebató el machete del cincho y le cortó, de un tajo, las puntas de los dedos de la mano derecha.

El muchacho lanzó un alarido de dolor, salió corriendo de la casa y quedó tendido a media calle, inconsciente. Los vecinos sacudían la cabeza y decían: “hasta que por fin lo mató”. De no ser por un vecino que se apiadó de él y lo llevó al hospital, es muy probable que ahí lo hubieran dejado hasta que se desangrara.

Ramiro narró el episodio ante el tribunal, apretando los dientes  para evitar que se le quebrara la voz. Hoy tiene 34 años y jamás ha recuperado la sensibilidad en los dedos de la mano derecha.

Durante años, López Alonso había amenazado con matarlo si trataba de huir. Paradójicamente, cuando cumplió 18 años, Ramiro se enlistó en el ejército, el mismo ejército que había masacrado a sus padres y hermanos, ya que pensaba que era el único lugar donde estaría a salvo.

Pero poco tiempo después, Famdegua comenzó a investigar su caso y a buscarlo, sospechando que era uno de los niños que habían sobrevivido a la masacre y habían crecido con identidades falsas.

Cuando la noticia de que Ramiro era un sobreviviente de Dos Erres llegó al destacamento de Zacapa, comenzaron a verlo con creciente recelo. Un día, López Alonso fue a buscarlo y le advirtió que debía huir porque de lo contrario lo matarían. El hombre que lo había sometido a tantas vejaciones y que sólo conocía el leguaje de los golpes le había dado una insólita muestra de afecto, salvándole la vida. 

Ramiro huyó a la capital, donde Famdegua le practicó la prueba de ADN y comprobó que tenía abuelos, tías y tíos por parte de su mamá y primos por parte del papá.  Algunos vivían en Chiquimulilla, Santa Rosa, de donde habían emigrado sus padres, y otros se habían quedado en Las Cruces.

En febrero de 1999 llegaron todos a la capital para reencontrarse con el niño que había sobrevivido, como la rama del guarumo que retoñó y floreció en el pozo donde se cometió la masacre.

Ramiro escudriñaba las caras, tratando en vano de recordar. Pero de repente, un rostro alargado y moreno le hizo recordar la casa donde había vivido hasta los cinco años. “¡Tío, tío! ¿Se acuerda de mí?” exclamó, tirándole los brazos alrededor del cuello. Era su tío, Bernabé Cristales, quien había vivido en casa de sus papás, durante un tiempo.

Bernabé Cristales recuerda que sintió una gran alegría al reconocer los ojos verdes del muchacho, pero a la vez experimentó el pesar de no poder abrazar a todos los que faltaban.

Pero la dicha que Ramiro experimentó al descubrir que tenía una familia no fue duradera, ya que pocos días después del reencuentro se vio obligado a salir a tomar un avión rumbo a Canadá, el país que lo acogió como refugiado y donde sigue viviendo hasta la fecha.

Llegó a una ciudad grande e impecablemente limpia, pero con un clima gélido al que no lograba aclimatarse. Por fin se encontraba fuera del alcance de López Alonso pero el precio que tuvo que pagar fue el aislamiento. En esa urbe ajena experimentó una soledad aterradora y después de tres meses cayó en depresión.

Recibió cursos de inglés, terminó la secundaria y el bachillerato y actualmente trabaja para una constructora, pero a pesar de ello sigue sintiéndose como un extraño en ese enorme país. 

En 2003, Ramiro regresó a Guatemala con el propósito de encontrar una compañera de vida y casarse. Con el resarcimiento que recibió del Estado compró la finca ubicada en el municipio de San Sebastián, Retalhuleu, donde había transcurrido su desdichada infancia.

Ese era un terreno por el cual sentía un profundo arraigo, ya que allí se encontraban los árboles que con sus manos había sembrado y que lo habían alimentado con sus frutos cuando la esposa de López Alonso le negaba un plato de comida. Era su tierra, a pesar de todo el sufrimiento que para él encerraba.

XXVI

A sus setenta años, Tranquilino Castañeda camina con dificultad a causa de la artritis de la que padece en una pierna, pero se esfuerza por mantenerse recto y erguido porque tal vez así logrará engañar a la Muerte para que no venga a tocar a su puerta antes de que logre abrazar al hijo que creía haber perdido.

Después de envenenarse lentamente durante casi media vida, Castañeda tuvo que llegar al ocaso de su existencia para encontrar un motivo para vivir. Ese motivo es aquel niño de tres años que sobrevivió a la masacre de Dos Erres y que ahora vive en una ciudad extranjera. Por motivos de seguridad, es necesario mantener reserva de su nombre.

Bajamos el camino pavimentado que conduce a la aldea de Las Cabezas, bajo el sol ardiente del mediodía. En el patio de un vecino dos marranos panzones y satisfechos duermen una siesta a la sombra de un matorral.

Pasamos varias casas de block con techo de lámina, cada una con su tendedero de ropa, su lavadero y las gallinas y marranos que merodean por el patio, hasta llegar a la malla de alambre que demarca la parcela de su sobrino, quien le brinda posada en una de sus dos casas.

Tranquilino Castañeda se quita el sombrero, se desabrocha los botones de su camisa azul celeste y se tiende en la hamaca, señalando una silla de plástico para que me siente. El único mueble en la casa, además de la silla, es un baúl de madera apoyado contra la pared.

Como varios de sus vecinos, Tranquilino vivía en el Parcelamiento La Máquina, en la frontera entre Suchitepéquez y Retalhuleu, donde “sólo tenía tres manzanitas de tierra”. Emigró al Petén, como tantos otros campesinos, cuando llegó a sus oídos la noticia de que en esa inmensa tierra de nadie había vastas parcelas disponibles para el que estuviera dispuesto a llegar con machete en mano y abrirse camino.

En Dos Erres, Castañeda poseía un terreno de 27 manzanas donde producía maíz, frijol y piña. Eran tiempos felices. Aunque él asegura que cuando ocurrió la masacre él se encontraba en La Gomera, Escuintla, visitando a sus cuñados, sus vecinos del parcelamiento afirman que desde entonces ya padecía de alcoholismo, y que a causa de los problemas familiares que su adicción le ocasionaba, tenía la costumbre de dejar su casa durante largas temporadas y regresar a la costa, donde se gastaba el poco dinero que ganaba como jornalero en botellas de aguardiente

Castañeda se encontraba en La Gomera cuando comenzó a escuchar rumores sobre una masacre en “Tres Erres” en enero del 83, pero creyó que debía tratarse de otro parcelamiento. Se aferró a esa creencia hasta que llegó a Las Cruces, en abril, donde una persona tras otra le aseguraron que el parcelamiento había sido destruido. Tranquilino había perdido a su esposa y nueve hijos.

Tuvieron que pasar cuatro años antes de que encontrara el valor de entrar al parcelamiento, donde en el lugar donde se encontraba su vivienda sólo halló cenizas.

En 2009, cuando el Estado resarció a las víctimas por órdenes de la CIDH, un funcionario de Copredeh llegó a Las Cabezas a buscar a Tranquilino Castañeda, pero no lo encontró en casa. Su hermana le dijo que él había muerto hace unos años y se quedó con el cheque de Q317 mil que le correspondía. Ahora ella vive en Zacapa, en la casa que compró con el dinero que recibió, pero cuando se encuentra con su hermano no logra mirarlo a los ojos.

Mientras, Castañeda sigue viviendo bajo el techo que le proporcionó su sobrino y se queja de que no cuenta con los Q500 que necesita para comprar la medicina para la artritis que le recetó el médico.

XXVII

Unas horas después, nos encontramos en el Parque Central de Sansare, el municipio donde llegan y salen los buses a la aldea Las Cabezas. Sentado en el suelo, a unos metros de nosotros, se encuentra uno de los borrachos que pululan por los pueblos los fines de semana. De repente, el hombre, esqueléticamente flaco, se levanta, y con movimientos cómicamente descoordinados, cruza la calle y entra a un comedor, de donde lo expulsan indecorosamente unos segundos más tarde.

“Yo tomaba a lo pesado y fui a dar al hospital por guaro”, dice Tranquilino, con la mirada fija en el hombre ebrio. “Pero nunca anduve así por la calle”, agrega súbitamente, como si se encontrara frente a una autoridad  ante la cual se viera obligado a presentar circunstancias atenuantes.

“No quería nada, no quería vivir. Había momentos en que se me iba el pensamiento”, recuerda el anciano.  En una de sus peores borracheras llegó a consumir 130 litros de aguardiente en un mes.

Jamás volvió a casarse. Ahora, a sus setenta años sigue tomando, pero jura que ahora lo hace “por gusto” y no con la vana esperanza de anestesiar, aunque fuera tan sólo por unas horas, aquel dolor que sentía en lo más profundo de sus entrañas, cada vez que pensaba en los rostros de sus hijos.

XXVIII

Su hijo menor tenía apenas tres años cuando Tranquilino Castañeda lo vio por última vez, hace treinta años. “De niño era bien apersonado. Se ponía la mano en la cintura y regañaba a los hermanos más grandes”, recordó.

Se levanta de la hamaca, camina hacia el baúl desvencijado, lo abre y levanta una almohada con una funda de Spiderman, debajo de la cual halla un pequeño álbum de fotos. Lo abre y me muestra la fotografía de un muchacho con un rostro alargado y ojos celestes, idénticos a los suyos.

“Mi padre, aquí están sus cuatro nietos, cuídese mucho. Lo queremos mucho. Diciembre de 2011”, es la frase escrita en el reverso de la foto con tinta negra.

Tranquilino Castañeda asegura desconocer cómo Famdegua encontró a su hijo. La versión de Aura Elena Farfán es que en 2009, cuando la CIDH falló en contra del Estado de Guatemala en la demanda presentada por los sobrevivientes de Dos Erres y sus familiares, la historia de los niños que sobrevivieron, llorando y abrazándose en el rincón de la iglesia, se publicó en la prensa.

Inicialmente, los medios de comunicación afirmaron que Ramiro Cristales y el hijo de Tranquilino eran hermanos. Cuando el muchacho leyó la noticia sintió que había perdido una de las cosas más fundamentales que puede tener el ser humano: la certeza de quién era. Ovidio Ramírez Ramos, el kaibil que lo había criado como su propio hijo y que había muerto seis años después de la masacre, no era su padre, sino uno de los hombres que habían asesinado a su madre y ocho hermanos.

Pero cuando Aura Elena Farfán vio la fotografía del joven, supo de inmediato quién era, incluso antes de que la antropóloga forense Jessika Osorio, de Fundación de Antropología Forense (FAFG), viajara al país extranjero donde vive, para tomarle la muestra de ADN.

Mientras que a él sí le habían explicado que la muestra era necesaria para confirmar el posible hallazgo de su padre biológico, cuando Tranquilino Castañeda llegó a la capital, a mediados de 2010, no tenía idea de por qué Farfánlo había mandado llamar.

Castañeda se sentía desconcertado entre tanta gente. En la sede de FAFG se encontraba el director Fredy Peccerelli, acompañado de otros diez antropólogos, además de Aura Elena Farfán, otros integrantes de Famdegua y otras personas que él no conocía.

Farfán le dijo que se sentara, luego se sentó junto a él y puso su brazo sobre los hombros del anciano, apretándolo fuertemente. Sobre el regazo le colocaron una computadora portátil donde de pronto apareció un rostro con sus mismas facciones.

Por las mejillas de ambos corrieron lágrimas silenciosas. Para Tranquilino Castañeda el impacto fue tal que perdió el conocimiento y tuvieron que traerle un vaso de aguardiente para reanimarlo. 

Los integrantes de la FAFG que presenciaron el reencuentro también lloraron de emoción y celebraron el triunfo de la vida sobre la muerte.

Después de aquél primer encuentro vía Skype en el que la emoción fue tan intensa que ninguno pudo pronunciar ni una palabra, padre e hijo comenzaron, poco a poco, a conocerse. El joven le habló sobre su infancia en Zacapa, su travesía a los Estados Unidos a los 19 años, su esposa, y sus cuatro hijos.

Le aseguró a su padre que jamás había sufrido maltrato por parte de la familia que lo crió y que no emigró a Estados Unidos por necesidad sino impulsado por el deseo de abrirse camino en la vida por sus propios medios. Poco tiempo después de estar allá, su novia emprendió el mismo viaje y allá se casaron.

Para Castañeda fue un alivio saber que su hijo no sufrió las mismas vejaciones que Ramiro Cristales y asegura que no siente rencor hacia el kaibil que se lo llevó. “¿Para qué va a sentir uno rencor? Yo les agradezco que me hayan dejado un hijo con vida”, asegura el anciano.

Como tenía apenas tres años cuando ocurrió la masacre, no recordaba el día en que fue conducido a la iglesia con las mujeres y los demás niños, ni los rostros de sus verdaderos padres. Pero sobrevivían, en algún lugar recóndito de su mente, palabras sueltas, imágenes, fragmentos que por sí solos no llegaban a constituir recuerdos como tales, pero que de repente flotaban a la superficie desde la masa gelatinosa del inconsciente y de niño lo hacían preguntar cosas como: “¿Qué es carne de cuso?”, el nombre por el cual los peteneros conocen al armadillo, animal que forma parte de su dieta.

Con el apoyo de Famdegua, Tranquilino Castañeda ha logrado tramitar la visa para viajar a Estados Unidos para que después de escuchar la voz de su hijo una vez por semana pueda tenerlo frente a sus ojos, abrazarlo, pasear con él, cargar a los nietos, recuperar por unos instantes fugaces un retazo de la vida que le fue arrebatada el 7 de diciembre de 1982. Pero queda un último obstáculo: su hijo necesita regularizar su situación migratoria y acogerse al programa de refugiados.

“Primero me dijeron que sería en enero, luego en febrero, y sigo esperando”, dice Castañeda.  “Espero que Dios me dé suficiente vida…”

XXIX

Subimos a una lancha en el embarcadero de la Isla de Flores para cruzar el Lago Petén Itzá y llegar a la aldea de San Miguel. Durante el corto trayecto, Elvia Luz Granados Rodríguez me cuenta que tenía 14 años cuando se enteró que sus padres y hermanos habían muerto. A su lado se encuentra sentado Esdras González Arreaga, hijo de María Esperanza Arreaga, la mujer que había entrado a Dos Erres después de la masacre y había abrazado contra su pecho los diminutos zapatitos de sus dos hijas, quienes yacían muertas en el fondo del pozo Arévalo.

Cuando escucha el nombre “Dos Erres”, una señora que se encuentra sentada junto a mí y que comparte la lancha con nosotras le pregunta a Elvia: “¿Usted es sobreviviente de allá?” y cuando ella asiente comienza a repetir “Jesús bendito, Jesús bendito”, como quien repite un conjuro para alejar a un demonio;, cosa rara ya que hoy muchos peteneros, incluso aquellos que habitan en Las Cruces, desconocen lo que ocurrió el 7 de diciembre de 1982.

Llegamos a San Miguel y nos dirigimos a una casa con vista al lago, donde nos recibe Lesbia Tesucún, una mujer con ojos achinados que brillan con un toque de picardía y mejillas rosadas. Sonríe cuando se acuerda del día en que llegó al parcelamiento a los 18 años con cara de susto y se bajó del tractor de Don Gamaliel para iniciar su nueva vida como la primera maestra de Dos Erres.

Los niños contaban con pocos recursos y debían caminar los diez kilómetros que los separaban de Las Cruces para ir a comprar sus útiles escolares, pero eran aplicados y estudiosos. Para recompensar su esfuerzo, la joven maestra comenzó a premiar a los alumnos más destacados, llevándoselos a Flores durante las vacaciones escolares.

Cuando llegaron las vacaciones navideñas de 1982, Lesbia decidió llevarse a Elvia Luz Granados Rodríguez, una niña de 14 años que siempre completaba sus tareas con diligencia y primor. Al principio sus padres se negaron a dejarla ir, ya que era su hija mayor y necesitaban que apoyara con las labores domésticas, pero la niña ya se había ilusionado.

Elvia había nacido en el parcelamiento y como jamás había viajado más allá de Las Cruces, en su mente infantil, Flores era un lugar tan remoto y desconocido como la luna. Ante la insistencia, sus padres, finalmente, no tuvieron más remedio que concederle el permiso.

Lesbia nunca olvidará el día en que Noé Arévalo, hijo de Juan Pablo Arévalo, el hombre que cavó el pozo donde quedaron sepultados los habitantes de Dos Erres, tocó en su puerta y le dio la noticia. Habían matado a todos: a los niños de la escuela, a Don Lalo y a Doña Fina, quienes le habían dado posada en su casa, y a la familia de Elvia.

La joven maestra tuvo que encontrar las palabras para explicarle a una niña de 14 años que sus padres y siete hermanos habían sido masacrados por el ejército. Como Elvia insistía en que quería regresar a su casa, Lesbia la acompañó a Las Cruces pero los soldados del destacamento les impidieron la entrada. No tuvo más remedio que aceptar lo que le habían dicho todos: todos sus familiares estaban muertos y ni siquiera tendría la oportunidad de sepultar sus restos.

“Desde la muerte de ellos no he regresado porque me trae recuerdos muy fuertes”, explica Elvia con voz entrecortada. Hasta los 18 años, Elvia siguió viviendo con su maestra y hoy trabaja como secretaria en la Gobernación departamental de Petén.

Se casó y tuvo dos hijos, pero hace unos años su esposo fue asesinado en un incidente del cual prefiere no hablar.

Durante una reunión de Famdegua, hace dos años,  Catalino González se acercó y le presentó a su hijo Esdras. Elvia escudriñó su rostro moreno y salió a flote el recuerdo de sus días de escuela, antes de la masacre, y de un niño molestón,  que tenía la costumbre de esconderle la bolsa para atraer su atención.

“Yo pensaba que Elvia era bonita. A esa edad, uno siente quién le gusta pero tiene mente de niño. Por eso me daba por molestarla y le escondía el bolso y los lápices”, dice Esdras, esbozando una sonrisa. Ese reencuentro marcó el inicio de la relación entre Esdras y Elvia.

Lesbia sigue desempeñándose como maestra y cada 7 de diciembre manda a oficiar una misa por aquellos niños cuyos rostros quedaron plasmados para la posteridad en las fotografías que les tomó para el Día de las Madres.

XXX

José León Granados Juárez tenía poco más de veinte años cuando ingresó a Dos Erres después de la masacre y reconoció a su padre y a su tío entre el amasijo de carne putrefacta que halló en La Aguada y que los zopilotes devoraban desde hace días.

Esa imagen no ha dejado de perseguirlo durante las últimas tres décadas y hoy deambula por Las Cruces como un fantasma. Debido a su frágil estado mental no declaró en ninguno de los dos juicios que hasta la fecha han llegado a los tribunales por la masacre de Dos Erres.

Las psicólogas del Ministerio de Salud y Asistencia Social (MSPAS) que a través de los años han atendido a las víctimas de la masacre en cumplimiento con las obligaciones asumidas por el Estado ante la CIDH, trabajan con personas como José Granados quienes son presa de terribles alucinaciones bajo las cuales reviven el pasado y otros que sufren de depresión, esquizofrenia menor, estrés y angustia. Para las víctimas que durante años tuvieron que tragarse el dolor y llorar en silencio a los seres queridos que quedaron sepultados en el pozo Arévalo, el trauma psicológico se traduce en secuelas físicas y al menos dos sobrevivientes de la masacre cayeron en fuertes depresiones y posteriormente murieron de cáncer.

Después de la masacre, muchos sobrevivientes y sus familiares regresaron a sus lugares de origen en la costa sur, pero más de 60 decidieron quedarse en Las Cruces ya sea porque no tenían a qué regresar en su tierra natal o porque sentían que partir significaba abandonar a sus familiares. Dada la dispersión geográfica de los sobrevivientes sólo aquéllos que permanecieron en Las Cruces han recibido apoyo psicosocial.

En 2008, llegó a Las Cruces una joven psicóloga del MSPAS que solicita reserva de su nombre ya que su contrato incluye cláusulas de confidencialidad que le impiden hablar abiertamente sobre su trabajo. Mientras que en 1982, Las Cruces era un pequeño poblado donde apenas vivían una veintena de familias, en noviembre pasado se convirtió en el municipio 334 de Guatemala, con un total de 35 mil habitantes. Pero algo que no ha cambiado después de tres décadas es el hecho de que las calles siguen sin pavimentar.

Vencer la barrera del miedo y lograr que los  sobrevivientes hablaran sobre sus vivencias fue la etapa más difícil, ya que la mayoría de ellos aún sentía en la piel la mirada del ojo que todo lo ve y temían que el ejército pudiera tomar represalias en su contra.

La psicóloga comenzó a trabajar con las mujeres, organizándolas en pequeños grupos, hasta que poco a poco se fueron sumando más personas y formaron una asociación de familiares de Dos Erres que hasta la fecha se reúne semanalmente en la casa de Saúl Arévalo, hijo de Juan Pablo Arévalo, el hombre que cavó el pozo en el cual acabarían siendo sepultadas las víctimas. Fue así como gradualmente comenzó a restaurarse el tejido desgarrado de la comunidad que fue Dos Erres.

Pero fue un proceso largo y difícil. Petén sigue siendo el departamento más remoto e ingobernable del país y para los habitantes de Las Cruces el narco ha reemplazado al ejército como agente de terror. En mayo de 2011, cuando 29 jornaleros fueron decapitados por el cartel de Los Zetas en la Finca Los Cocos, en el municipio de La Libertad, al cual pertenecía Las Cruces antes de ser nombrado como un municipio independiente, muchos de los sobrevivientes revivieron los horrores de la masacre en toda su crudeza. Después de la matanza, el Gobierno decretó un Estado de Sitio en Petén y un año después siguen existiendo retenes en las carreteras y una fuerte presencia militar en el departamento.

Un año antes, en 2010, ocurrió otro incidente que sembró terror en el municipio: en el basurero municipal fue hallado el cadáver de una mujer con mutilaciones genitales y unos días después apareció en el parque central un listado de mujeres de la localidad que una mano anónima se encargaría de asesinar. 

La violencia en el municipio se manifiesta comúnmente en el ámbito doméstico y ese año la hija de uno de los sobrevivientes de la masacre de Dos Erres fue ultrajada. Otra mujer, hija de otro sobreviviente, fue asesinada a golpes por su esposo después de denunciar el maltrato al cual la sometía. 

La joven psicóloga se dio cuenta de que curar las profundas heridas que había dejado el conflicto armado implicaba ir más allá de trabajar con los 64 sobrevivientes de la masacre que habían decidido permanecer en Las Cruces y además de atender a las familias de Dos Erres, se dio a la tarea de trabajar con víctimas de la violencia intrafamiliar y otros grupos vulnerables.

Pero en el ejercicio de su labor se estrelló contra el muro de la burocracia oficial: una gigantesca y absurda maquinaria sin rostro que sólo es capaz de procesar cifras, normas, informes. Realizar visitas a domicilio en vez de esperar a que las víctimas de la masacre acudieran a la clínica y ampliar su ámbito de trabajo a otros temas como la violencia contra la mujer, le valió a la psicóloga una reprimenda por parte del director. En mayo del año pasado renunció a su cargo y ahora trabaja en Baja Verapaz con una ONG que le brinda apoyo psicosocial a los sobrevivientes de la masacre de Plan de Sánchez.

Hace dos años, a medida que avanzaba la investigación para llevar a juicio a Carlos Carías, Manuel Pop Sun, Daniel Martínez y Reyes Collin Gualip, el Ministerio Público comenzó a sondear entre la asociación de familiares quiénes podían ser testigos, descartando aquellos de avanzada edad o frágil condición física o psicológica. Sobre los que no testificaron recayó la tarea, no menos importante, de servir como base de apoyo para los compañeros que sí testificaron. Aura Elena Farfán asegura que de no haber sido por el trabajo incansable de la joven psicóloga, es probable que las víctimas no se hubieran atrevido a declarar.

En diciembre de 2010, el aniversario de la masacre se conmemoró con un acto simbólico en el cual tres palomas que simbolizaban las tres generaciones que fueron aniquiladas en el parcelamiento: niños, adolescentes y adultos, fueron puestas en libertad. Soltarlas para que alzaran el vuelo también significaba que las víctimas finalmente dejaban ir el dolor y la tristeza.

XXXI

Después del fuerte aguacero que acaba de caer, los adornos de papel de china cuelgan como una masa amorfa y multicolor sobre las tumbas del cementerio de Las Cruces. Cercado por una reja negra, se encuentra el monumento a las víctimas de la masacre de Dos Erres: un pequeño pozo simbólico y una cruz blanca en cuya base están grabados los nombres de las víctimas. Los sobrevivientes han tenido que conformarse con este espacio ante la imposibilidad de colocar el monumento en el lugar exacto donde se ubicaba el pozo Arévalo, ya que las tierras que constituían el parcelamiento ahora pertenecen a la familia Mendoza, -de la que se rumoran supuestos vínculos con el narcotráfico.

Pero los sobrevivientes no han claudicado en sus esfuerzos por lograr la dignificación del lugar donde se ubicaba el pozo Arévalo, cuenta Sandra Juárez, la nueva psicóloga designada por el MSPAS para atender a los sobrevivientes de la masacre. El 15 de diciembre de 2011, le entregaron al ex presidente Álvaro Colom una petición en la cual se le exigía al Estado la compra del terreno donde se ubicaba el parcelamiento para la construcción de un nuevo monumento en forma de “U”, en el cual puedan colocarse en un lado los nichos que contengan los restos de las víctimas que han aparecido y del otro lado, nichos vacíos con los nombres de las personas cuyos cadáveres nunca aparecieron.

Actualmente, la FAFG está corriendo contra el tiempo para identificar a las víctimas, una labor que la fundación espera poder concluir para junio de este año. Pero el proceso es largo y costoso –unos US$400 por persona y a veces tienen que repetirse hasta tres veces si el resultado no es satisfactorio– y hasta la fecha solo dos cadáveres han sido identificados.

Saúl Arévalo se apoya con ambas manos en los barrotes negros de la reja que bordea el monumento y me cuenta que a finales del año pasado viajó a Huehuetenango para representar a la comunidad de Dos Erres en un acto conmemorativo al cual asistieron sobrevivientes de otras masacres cometidas en Guatemala y en otros países como Perú y El Salvador. “Uno siente que los que están ahí son como hermanos porque han vivido las mismas penas”, explica.

Para conmemorar las tres décadas que han transcurrido desde la masacre, el 7 de diciembre de 2011, la Comisión Presidencial Coordinadora de la Política del Ejecutivo en Materia de Derechos Humanos (Copredeh) reunió a todos los sobrevivientes, quienes llegaron desde Santa Rosa, Retalhuleu, Jalapa, Guatemala y otros departamentos, junto con representantes de Famdegua y otras organizaciones.

Mientras recorremos el cementerio, Sandra, una diminuta mujer con un gran poder organizativo, me señala las tumbas de los hermanos Cornelio y Edgar Humberto Citán, ambos fabricantes de muebles, quienes fueron asesinados un día antes del aniversario de la masacre. “Han matado a muchos por estarse ganando la vida”, comenta Saúl.

Detrás de ellos camina Pedro Antonio García Montepeque, de 63 años, tío abuelo de Ramiro Cristales, el niño de cinco años que sobrevivió escondiéndose bajo la banca de la iglesia. “Si esto no hubiera sucedido qué felices fuéramos. Se le cortó la vía del progreso a Las Dos Erres….”, dice deteniéndose y contemplando a la distancia el monumento con su pequeño pozo de cemento gris. 

 

 

Lee también el resto de esta crónica 1ª parte y 2ª parte 

*“Dos Erres: vivir para ser testigos del horror” es una crónica literaria que se alimenta de extensas entrevistas con los sobrevivientes de la masacre, activistas de derechos humanos que han acompañado el caso, psicólogos y peritos, visitas de campo al lugar de los hechos, la cobertura diaria del juicio de Pedro Pimentel Ríos, las declaraciones rendidas ante el tribunal por las víctimas y los soldados kaibiles que declararon como testigos protegidos, además de fuentes documentales como peritajes históricos y militares y cables desclasificados de la CIA que actualmente se encuentran en el National Security Archive. Los diálogos se reproducen tal y como fueron narrados por las personas que protagonizaron los hechos.

 

 

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