Tanto en países de renta alta como en los de renta media o baja, la evidencia es consistente: debido a la precariedad y a las carencias en infraestructura y en programas sociales, grupos históricamente marginados, racialmente segregados y en trabajos hoy esenciales, pero por lo general mal remunerados, son los corren el mayor peligro de contraer el virus y de no salir bien parados de esta crisis.
Pero también hay otro tipo de desigualdades, las cuales tienen que ver con la protesta social y el uso de la violencia. En Estados Unidos, la desesperación de un minúsculo pero privilegiado grupo de ciudadanos blancos ha llegado a su ápice. Aducen que la cuarentena impuesta en la mayoría de los estados para contener el brote viola sus derechos constitucionales y agrava la crisis económica. Han pasado del descontento en las redes sociales a una toma de armas y al desafío de los Gobiernos estatales con fines divisionistas.
En las últimas semanas hemos visto cómo el monopolio legítimo de la seguridad y la violencia conferido al Estado (dentro del concepto hobbesiano de paz social) se ha transferido a milicias de la supremacía blanca. Sin oposición alguna. Allí están las escenas en Michigan en las que decenas de milicianos blancos, sin respetar ninguna distancia física, ocupan la legislatura estatal armados hasta los dientes, bloqueando la actividad legislativa, ante la completa inacción de las fuerzas del orden.
Desde las protestas de Charlottesville en 2017 no asistíamos a la movilización de individuos violentos para defender su visión antiestatal y su supervivencia como grupo racial hegemónico. En un año electoral y de juicios políticos contra el actual presidente, la covid-19 ha venido a alterar la agenda trumpiana de dominación racial blanca y de adelgazamiento —o supresión— del Estado: por un lado, frente a las ineficiencias del mercado, el Gobierno y la ciencia empiezan a redimirse como la única solución para salvaguardar la vida de la gente y relanzar la economía; y por el otro, la pandemia vuelca la atención de nuevo hacia las condiciones de vida de las minorías raciales y étnicas.
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A la par de estas milicias blancas también coexisten grupos armados de afroestadounidenses. En el estado de Georgia, donde, al igual que Michigan, es legal portar armas públicamente, sus residentes negros también se están armando, como se evidenció durante una protesta a raíz de la ejecución extrajudicial de Ahmaud Arbery, perpetrada por un justiciero blanco y su hijo en el mes de febrero. Dicho crimen habría permanecido impune debido a la cercana relación de los asesinos con la fiscalía si no es por un video que revela cómo sus atacantes hostigan, acorralan y matan a Arbery. El muchacho solo había salido a correr en un barrio blanco cercano al suyo.
La diferencia entre cada uno de estos grupos armados es que el primero busca usurpar el legítimo control del Estado para asegurar la convivencia social, mientras que el segundo se organiza en un acto de autodefensa frente a la histórica ausencia y complicidad represora del Estado, que no garantiza el resguardo de sus vidas.
Esta estrategia de autodefensa de la comunidad negra no es nueva. Ante los linchamientos en el pasado —y el asesinato de Arbery apunta hacia un linchamiento moderno—, los afroestadounidenses consideraban legítimos la autodefensa y el poseer armas. Como apuntara Ida B. Wells, periodista y activista afroestadounidense que acaba de ganar un premio Pulitzer póstumo: «Las únicas veces que un afroestadounidense se ha salvado de un ataque es cuando ha portado un arma y la ha usado en su defensa. […] un rifle Winchester debería tener un lugar de honor en cada hogar negro. Y debería ser usado para esa protección que la ley rehúsa brindar».
Antiguas violencias y la lucha por el dominio y por la autodefensa afloran con esta pandemia. Pero, como irónicamente expresara alguien en Twitter: «Tan pronto como los blancos se den cuenta de que portar armas libremente también aplica a hombres negros, van a empezar a exigir “control de armas”».
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