Si seguimos abordando el problema como que si fuéramos una isla y creyendo que hay una esencia guatemalteca proclive al crimen y a la maldad en general, entonces estaremos condenados a no encontrarle solución. Ese fracaso no será por falta de voluntad, sino por incapacidad de comprensión de un fenómeno tan complejo
Guatemala no es una isla. No lo es en sentido geográfico, pues tenemos un total de 1,687 kilómetros de fronteras con cuatro países: Belice 266, El Salvador 203, Honduras 256 y México 962 Kms. Tampoco lo somos en sentido cultural, económico o político, ni mucho menos en sentido genético. Es decir que no somos una subespecie humana, con particularidades biológicas que nos distinguirían del resto de Homo Sapiens. Lo digo porque, muchas veces, parece que las explicaciones a nuestros problemas se atribuyen exclusivamente a la ficción de una esencia guatemalteca. También se suele dar demasiada importancia a los factores institucionales o estructurales del país sin hacer la debida comparación con otras realidades. Poseer una perspectiva comparada es requisito indispensable para llegar a conclusiones válidas sobre las causas de muchos retos que enfrentamos. La violencia homicida es uno de los más importantes.
Por ello, los niveles de violencia en Guatemala no pueden comprenderse sin un examen previo del contexto regional. Dada la relevancia del narcotráfico como negocio transnacional, no basta con ver a los vecinos centroamericanos. Es necesario tomarle el pulso a México y a Colombia, pues Centroamérica es solo el incómodo puente que la droga debe transitar hacia su destino final: los Estados Unidos. Los cárteles colombianos son productores y los mexicanos son distribuidores mayoristas. Sobre las mafias estadounidenses que poseen el más rentable mercado minorista casi no sabemos nada.
La comparación de los enanos centroamericanos con los grandes vecinos del Norte y del Sur debe hacerse con cuidado, pues México tiene dieciocho veces la extensión territorial de Guatemala, y el tamaño de su población es ocho veces la nuestra. Colombia tiene un territorio diez veces mayor que el guatemalteco y una población tres veces más grande. Ni sumando la extensión territorial de toda Centroamérica, incluidos Belice y Panamá, llegamos a la mitad del territorio colombiano. Toda la población del Istmo tampoco alcanza para igualar a la población en Colombia. Somos, conjuntamente, un poco más del tercio de la población mexicana. Así que para dimensionar bien la violencia homicida debemos ajustar por tamaños de población y territorio.
Lo primero son las tasas de homicidios por cada cien mil habitantes. En 2010, en México la tasa subió a 18 (de 14 en 2009) y en Colombia bajó a 33 (de 35 en 2009), según data publicada en el Estudio Global sobre Homicidios (ONUDC, 2011). Guatemala bajó también del 2009 al 2010, de una tasa de 46 a 41. En el 2011, la tasa guatemalteca disminuyó nuevamente, ahora a los 39 homicidios por cien mil habitantes. Mientras que la violencia en Colombia ha disminuido en 2011 hacia una tasa de 30 y en México, lamentablemente, aun no hay consenso sobre el comportamiento de la tasa debido a problemas de opacidad en la data oficial.
En términos del territorio, que para los Estados es siempre difícil de penetrar y controlar, en el 2010 ocurrieron 10 homicidios por cada mil kilómetros cuadrados en México, y en Colombia 14. Mientras que en la región centroamericana estas tasas territoriales fueron las siguientes: El Salvador 190, Honduras 56, Guatemala 55, Panamá 11, Costa Rica 10, Belice 6, y Nicaragua 5 homicidios por un mil Kms2. No sobresale Costa Rica como excepcionalidad sino Nicaragua, que a pesar de la calidad de sus instituciones y la escasa presencia del Estado en su territorio tiene la menor tasa territorial y la segunda menor tasa por cien mil habitantes, casi igual a la costarricense que se había venido deteriorando –en 2011 parece ubicarse en 10.
Algunos factores estructurales e institucionales, en contraste con las tasas de homicidios de cada país, los abordaré en una próxima entrega.
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