Empecé estas líneas en mi cabeza la semana pasada en el tráfico de San Salvador mientras leía un artículo que había guardado sobre el aniversario —100 años— de la firma del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial (la guerra que iba a acabar con todas las guerras) y cuyas condiciones fueron el origen de una guerra aún mayor.
Los horrores de la guerra fueron descritos por escritores como Hemingway en Adiós a las Armas (1929) o John Dos Passos en La iniciación de un hombre: 1917 (publicada en 1920), que dieron cuenta del paso de los autores por los frentes en Francia e Italia.
Durante largos cuatro años los ejércitos de las grandes potencias europeas procedieron a abrir kilométricos agujeros a lo largo del viejo continente —entre la campiña francesa y las playas de Galípoli, por citar un ejemplo— para pelear una guerra de posiciones. Agujeros que se fortificaban y llenaban de cadáveres, heridos, enfermedades y ratas.
Varios grupos emblemáticos de metal han relatado obsesivamente y con gran precisión la dantesca escena de sucesivas oleadas de hombres cargando con sus bayonetas y sucumbiendo bajo el fuego enemigo. Iron Maiden, en Paschendale (2003), describe el olor del miedo en el interior de las trincheras: «In the smoke, in the mud and lead, / smell the fear and the feeling of dread».
Mientras tanto, en One (1988), Metallica describe el martirio de un soldado desfigurado y mutilado por la explosión de una mina: «Now that the war is through with me, / I'm waking up, I cannot see / that there is not much left of me. / Nothing is real but pain now».
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La guerra de trincheras no fue un invento de la Primera Guerra Mundial. De hecho, los Tercios de Flandes las utilizaron en acciones como el Sitio de Breda (1625). Sin embargo, la enorme carnicería de batallas como las del Somme o de Verdún se vio elevada a cifras exponenciales de mortandad por la incorporación de nuevas tecnologías como gases, ametralladoras o lanzallamas, así como por la irresponsabilidad de generales con un total desprecio por la vida humana como Haig o Ludendorff.
Todo esto ocurría en medio de la primera gran pandemia del siglo XX —la gripe española—, cuyo número total de víctimas dobló a las de la guerra y cuya magnitud fue escondida para no perjudicar el esfuerzo bélico de los países aliados.
Lo más odioso es pensar que la paz firmada hace 100 años siempre fue un instrumento frágil: en 1940, Hitler eligió el mismo vagón de tren en el bosque de Compiègne en el que se firmó el armisticio del que habla esta maquila para imponer a Francia las condiciones de rendición. De hecho, Hitler se sentó en la misma silla que el mariscal Foch ocupó en 1918. El vagón de tren sería dinamitado por la SS como parte de su retirada en 1944 y reconstruido posteriormente para volver a ser parte de un memorial.
Sin duda hemos cambiado y muchas cosas han evolucionado en los últimos 100 años (especialmente la manera en que hemos sofisticado nuestro proceso de matarnos unos a otros). Sin embargo, parece más difícil responder si hemos aprendido algo en los últimos 100 años.
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