Hace algunas semanas, siendo las 17:30 horas, camino a casa, en una de las paradas de la Universidad Rafael Landívar abordé el bus de la ruta 2. Corrí para lograr el de esa hora, ya que de lo contrario la espera del siguiente bus sería de 15 o 30 minutos. En esa ocasión una señora era quien cobraba el pasaje: «Son dos, seño». Respondí: «Pero son las cinco y media». Pero ella sentenció: «¡Son dos!». Repliqué terminante: «¡No!». Por supuesto molesta, la señora cobradora se quejó con el piloto, quien me vio en el espejo retrovisor. «No le cobrés más».
Me senté en el primer asiento detrás del piloto, ya que luego el bus se repleta cual lata de sardinas, mi parada no es lejos y adentrarme en la multitud me impediría bajar con la rapidez del caso. El primer asiento permite observar las actitudes del piloto y de la persona que ayuda a cobrar. En esa ocasión, la señora cobró a todos Q2. Y todos, excepto yo, lo pagaron sin oponerse. Ella burlonamente sonreía y volteaba a verme como diciendo: «Así funciona esto y aquí mando yo».
En efecto, así medio funciona. Y efectivamente, ellos, pilotos y ayudantes, son dentro del bus quienes mandan y tienen el poder. Saben que los usuarios quieren llegar pronto a su destino y que para la mayoría los únicos medios para hacerlo son esos buses y los taxis colectivos, en los que también se viaja como sardina enlatada. Nadie quiere quejarse. Poco importa viajar en esas condiciones deplorables y aguantar las formas burlonas y cínicas de los pilotos y ayudantes cuando exigen: «Córranse porque el bus está vacío». Todos anteponemos el deseo de llegar a nuestro destino.
Las conversaciones dentro del bus revelan que, en su mayoría, los usuarios de la ruta 2 son ayudantes de albañil, perforadores de pozos, jardineros, empleadas domésticas, de locales comerciales, de supermercados, de restaurantes, de limpieza de centros universitarios, etc. Además, viajan lustradores de zapatos y vendedores informales que proveen a estos pasajeros o a los pilotos comida, películas piratas, chicles, cigarros, etc. En fin, la mayoría de los usuarios de esta ruta viven en la periferia de la ciudad y madrugan para poder cruzarla y devengar un ingreso magro, en parte destinado a pagar el pésimo servicio de transporte público.
Para mi suerte, solo tomo un bus de ida y otro de regreso. Gasto diariamente entre dos o tres quetzales, dependiendo del antojo del piloto o de su ayudante. Digo para mi suerte porque, para otros, el gasto puede significar Q24 diarios, unos Q480 o Q575 al mes, dependiendo del número de días que trabajen a la semana y del número y el tipo de transportes que utilicen.
El transporte público de pasajeros en Guatemala es un servicio público prestado por entidades privadas que reciben un subsidio del Estado y que, contrario a la falsa idea de que lo privado es inmune a los problemas que aquejan a lo público, por décadas se ha caracterizado por la indolencia de los empresarios proveedores a desmanes como el deterioro de las unidades, el pésimo servicio y el menosprecio a los usuarios y a sus trabajadores. En Guatemala, el subsidio al transporte público de pasajeros data de la década de 1970 y se incrementa año tras año.
De acuerdo con datos del Ministerio de Finanzas, en 2004 se le entregaron 54 millones de quetzales, mientras que en 2012 la cifra había ascendido a 235 millones, de los cuales 25 millones correspondieron al subsidio para el adulto mayor. Hoy es un subsidio prácticamente sin control por parte del Estado luego de la reorganización de la Asociación de Empresarios de Autobuses Urbanos (AEAU) en 2009, que pasó de estar conformada por 28 cooperativas o asociaciones de autobuseros a únicamente 4 sociedades anónimas más una serie de empresas asociadas que le proveen otros servicios e insumos para el funcionamiento del Transurbano, según datos de Acción Ciudadana y del Centro de Estudios Urbanos y Regionales de la Universidad de San Carlos de Guatemala (CEUR).
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No pude evitar relacionar la crudeza de esta realidad tan cotidiana con un policy brief que recientemente hemos concluido en mi trabajo sobre regímenes de bienestar como promotores de la migración en los países del Triángulo Norte centroamericano. A grandes rasgos, por régimen de bienestar se entienden las formas como se reparte la producción de bienestar entre el Estado, el mercado y las familias. Según el sociólogo uruguayo Fernando Filgueira, en el caso de El Salvador, Honduras y Guatemala, el bienestar se caracteriza por ser «excluyente y elitista» en la seguridad social, el empleo y la educación, en los cuales las élites se apoderan del aparato estatal, extraen rentas de economías primarias y evitan la generación de bienes colectivos. ¡Excluyentes y elitistas! Qué mejor ejemplo que el transporte y el servicio público.
¿A quién le interesa solucionar la corrupción y mejorar el servicio de transporte público de Guatemala? Con excepción de algunos institutos y centros de investigación e incidencia, como los antes mencionados, se puede decir que a nadie más. Posiblemente porque aquellos que disponen de los recursos no solo económicos, sino también institucionales, para hacerlo desconocen la situación en vista de que no son usuarios del transporte. O, peor aún, hasta pueden sostener que el subsidio debería eliminarse debido a la corrupción y al caos vial que provocan los buses.
Otra posible motivación para evitar el tema es el alto grado de sensibilidad, ya que suprimir el subsidio significaría un incremento del precio del pasaje, algo que en décadas pasadas ha sido sinónimo de protestas violentas e ingobernabilidad. El temor a la violencia por un incremento al pasaje del transporte público solo evidencia cuánto se ignora el problema, ya que hoy mucha gente debe pagar más de Q20 diarios para poder transportarse. Sin duda, quien no tiene otra opción que incurrir en este gasto prefiere un transporte público digno y transparente.
Otra posible motivación es el temor a enfrentar a la mafia de los empresarios dueños de los buses: ¿para qué correr el riesgo? Si quienes tienen la posibilidad de proponer soluciones no utilizan ese transporte, es mejor seguir en el confort y en el statu quo. Además, ¿para qué si de todas formas saben que los usuarios se han adaptado y acostumbrado y no tienen voz o ánimos de denunciar, quejarse o exigir a las autoridades un servicio digno? O muchos usuarios piensan más en migrar, en huir a un país en el que saben que las cosas sí funcionan, antes que en la posibilidad de corregir el problema en su país. Viajando en bus he escuchado conversaciones, principalmente entre muchachos ayudantes de albañilería, quienes hablan de marcharse del país. Se quejan del trabajo, de las condiciones, de los gastos que hacen, y luego comentan que tienen amistades o familiares que los están incitando a irse a Estados Unidos.
Como usuaria del transporte público y como contribuyente, me siento con el derecho y la obligación de corregir esta situación inaceptable. He denunciado los abusos de los pilotos y ayudantes ante el Procurador de los Derechos Humanos y ante la Municipalidad de Guatemala. Por supuesto presenté denuncias en defensa de mis derechos e intereses, pero también por todas esas personas a las que el Estado excluye y menosprecia y que, por motivaciones nada fáciles de entender a primera vista, callan ante los abusos que diariamente sufren en los buses.
Desde mi punto de vista, los buses urbanos son seguramente un espacio idóneo de investigación, un laboratorio para antropólogos, sociólogos, politólogos, urbanistas, migrantólogos, ambientalistas y expertos de otras áreas. Serían un campo real y cotidiano para un análisis de temas como lucha de poderes, clases, élites, corrupción, mafias, impunidad, exclusión, violencia, Estado, sectores económicos, alianzas público-privadas, etc. Un campo real y cotidiano que quizá sea más efectivo que la teoría para explicar toda esa variedad de actores interactuando, pero también en donde puede —y estoy segura de que así es— que se encuentren los actores fundamentales para el cambio. Sin embargo, esta sugerencia no es menosprecio de la teoría, pues quizá las dinámicas que se evidencian en el trayecto cotidiano de un bus guatemalteco requieran utilizarla, generarla para entenderla a cabalidad y justicia.
En cualquier caso, cada vez que viajo en bus, el entorno se me antoja como una oportunidad enorme para la academia, que podría acercarse a la realidad y plantear estrategias y respuestas a la hegemonía y al statu quo. Esto, porque creo que la academia también es un actor político que debe participar en la toma de decisiones, y no marginarse a estudiar los fenómenos sociales desde una posición cómoda y esterilizada. Creo que el conocimiento y el entendimiento social deben aplicarse a plantear medidas y estrategias de cambio, de acción.
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