El tiempo vuela. Las máquinas suenan y en perfecta sincronía derriban los pequeños cimientos que ilusas levantaron. Vienen los tiempos de ajustar cuentas, la muerte social, el aislamiento, la cárcel, el insulto, el desprecio de los ejércitos inmortales, de las fundaciones impías, de los carteles de camisas a cuadros y gomina en el pelo.
Las risas agresivas son naturales. Uno a uno cayeron todos los que tenían que caer. En las fronteras morales se saben triunfantes y con saña nos mostrarán sus trofeos. Se oye una voz que arenga gritando «Cicig», y todos al unísono contestan, como salmo responsorial, «¡comunista!».
CC, ¡comunista!
ONU, ¡comunista!
Escritores, ¡comunistas siempre!
Libreros, ¡comunistas muertos de hambre!
Estudiantes, ¡comunistas por ahora! (ya cambiarán).
Profesionales, ¡traidores!, ¡comunistas mal agradecidos!
Semilla, ¡neoguerrilleros comunistas!
Periodistas, ¡comunistas hasta que se les llega al precio!
FECI, ¡comunista!
Procurador de los derechos humanos, ¡asqueroso comunista!
Y todos los que los apoyaron, ¡ignorantes y manipulados comunistas!
Ellos, los que apoyaron, podrán ser perdonados si en público y en un acto de contrición sincero confiesan sus pecados comunistas y declaran su profesión de fe, su juramento a la bandera entre granaderas, bendiciones y noches de gloria, con las banderas como capas de superhéroe adornando las reuniones cívicas de camisas blancas y hojaldras de la San Martín. Así serán redimidos y acogidos por los santos varones de la independencia de 1821, de las jornadas del 54 y de la constitución del 86: su santa biblia laica, la que funciona y funciona muy bien.
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Hermanitos, dirán. Oremos para que nuestro dios, el que nos quiere y protege nuestros negocios, nuestras instituciones, nuestras autoridades, nuestros volcanes y quetzales, que vuelan en algunas billeteras y cuentas cifradas, en caletas húmedas y placeres, muchos placeres, nos bendiga. Bajemos la cabeza mucho. Más. Bajemos la cabeza y veamos el suelo y nunca levantemos los ojos porque eso es de comunistas. Y ustedes, hermanos, no son destructores, no odian, no manipulan, no desprecian a la familia tradicional, no son homosexuales lascivos, lesbianas de santa vulva, no. Ni pensarlo. Ustedes, hermanos guatemaltecos, fueron engañados. Los entendemos. El diablo actúa astutamente y se encarna en Iván, en Foppa, en Adrián, en Juan Carlos, en Lucrecia, en Thelma, en Helen, en Gloria, en Jordán, que, como guerrilleros del siglo XXI, quisieron destruir nuestras tradiciones, nuestra casa común, la que siempre nos ha dado de comer. A unos más que a otros, pero eso es natural. Dios lo quiere así. Nos lo ha revelado. Somos, después de Israel, la segunda mejor nación, y nuestro himno sí es el más lindo del mundo. La Marsellesa no es más que un canto de revolucionarios, y eso nos da asco.
Ahora, pues, a seguir adelante, a escoger al próximo ungido. Si Dios quiere. Porque tal vez quiere que siga el mismo y quiénes somos nosotros para contradecir los designios divinos. Somos siervos. Somos rebaño. Somos ovejas obedientes, agradecidas y sometidas a la santa voluntad del dios bueno. Niños, a la iglesia. Jóvenes, a sus grupos de oración, Adultos, a la empresa, a las oficinas, a las calles a proclamar la buena nueva. Guatemala venció nuevamente al diablo ateo, a la ideología de género, al matrimonio gay, a la justicia selectiva, a la injerencia extranjera, a la burocracia internacional, a Soros, a la expropiación, a la venganza resentida de los pobres que no conocen la bondad de las élites. Guatemala va estar bien. Amén.
Algunos no entrarán al templo, al reino, a la capitanía general. Desde afuera serán apóstatas de la verdad nacional-patriótica que proclama: «Lo que funciona no debe cambiar». Y pensarán: «¡no!».
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