El primer efecto del trasto ese fue el rompimiento de la calma. Intenté continuar mi sueño, pero sin éxito. El chillido electrónico era demasiado. Luego vino la desorientación. Dependiendo del lugar de la casa donde estuviera, el percibido punto de origen cambiaba. Podría estar enfrente, calle abajo, calle arriba, en la cuadra de atrás. Imagino que muchos vecinos estábamos con migraña furibunda. ¿Era alarma de casa o de carro? ¿Por qué no se detenía?
A las 3 a. m., el silencio era total y el oído muy fino. Junto con la alarma me llegó el terco golpeteo de una gota de agua en alguna parte de la casa. Todo estaba seco, así que abrí y cerré cuanta llave de paso encontré.
Después de las 5 a. m. llegaron nuevos sonidos. Pájaros, camiones, autobuses, bocinas, gente. A las 7:30, la alarma era como un instrumento más de la orquesta del ambiente.
Hacia el mediodía, creo que solo quien así lo deseaba lograba escuchar la alarma. Había que concentrarse para encontrarla entre los demás ruidos. Además, en casa ya funcionaba una licuadora, cantaba el aceite en una sartén, ronroneaba una cafetera.
Y hasta aquí la historia de la alarma. La experiencia me hizo pensar en las cosas molestas de nuestras vidas. Puede ser una relación, una situación laboral o familiar, algo que sucede en la sociedad, alguna incómoda costumbre.
También puede tratarse de nuestras tradiciones. No sé de dónde, pero se nos mete en la cabeza que la tradición o costumbre es más que ley, que es algo sagrado. Terminamos coronándolo como cultura, y así le damos el aura y el blindaje necesarios para que sea indiscutible e inamovible. Sin intelectualizarlo, se le llamará simplemente normal.
Igual que el irritante chillido que me despertó, hay cosas que nos molestan en su inicio. Malos olores, malos hábitos, abusos. Pero aquello que no nos dejaba dormir se va mezclando con muchas otras cosas y desaparece como molestia. Nos acostumbramos, y en otros casos se vuelve indistinguible en nuestros día a día y estilo de vida.
Igual que con la alarma, pasado el tiempo, necesitamos concentrarnos, afinar el oído para reencontrar aquello que alguna vez nos molestó y luego se volvió parte de nuestra forma de vivir, de ser, de interactuar, de aceptar el mundo.
Los ejemplos sobran. Puede tratarse de mentir a nuestros clientes, de adulterar productos, de abusar del más débil, de buscar conectes para transitar por el camino corto (por un precio pactado). Puede ser un asunto como desperdiciar el agua (recomiendo informarnos sobre la tragedia instalada en la otrora impresionante Ciudad del Cabo, en Sudáfrica). O tal vez confundir la disciplina con el uso de la fuerza. O sustituir en el trabajo y en el hogar el buen ejemplo con el autoritarismo.
Como sociedad, parecemos ir perdiendo la sensibilidad ante lo que está mal, ante lo que contamina en lo individual y colectivo. Perdemos poco a poco la capacidad de indignarnos por cosas que destruyen nuestra espiritualidad y el futuro material e intelectual de nuestros hijos.
Así, de brazos caídos, con nuestros eticómetros embotados, hacemos de todos los ruidos uno solo para no individualizar y hacer frente a aquello que no nos deja prosperar ni alcanzar nuestros sueños como personas, familias, comunidades y nación.
Estamos aterrorizados por la posibilidad de que se instale el silencio, pues tendríamos que enfrentar esas disfuncionalidades que nos harían avergonzar si sonaran una por una, como los solos de los instrumentos de una orquesta de jazz, pero de músicos guasones.
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