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Sonríen los asesinos cuando van a matar

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Sonríen los asesinos cuando van a matar

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Un muerto de camino a la escuela no es algo fuera de lo normal. Al menos no en Guatemala. Los niños que viven en zonas rojas de la ciudad, conocen el color de la sangre derramada. Para ellos la violencia no es algo que sale en la televisión; la han visto con sus propios ojos. Nacieron y crecieron en un ambiente dominado por las balas. Quizá por eso, muchos de ellos cuando dibujan retratan con una sonrisa al asesino. Plaza Pública pidió a niños de quinto y sexto primaria que escribieran y dibujaran sobre cómo la violencia afecta sus vidas. El resultado evidencia un escenario trágico.

Karla se acerca de prisa a la tienda del barrio, donde se han aglomerado muchas personas que se reparten detrás de un cordón amarillo. A Karla, que apenas levanta un metro del suelo, el cordón le queda justo encima de la cabeza, así que no hay nada que la separe del hombre que yace fallecido a tres metros de distancia. De inmediato nota que alguien le cubrió el rostro con una sábana azul. Es imposible reconocer su rostro, pero Karla quiere verlo, así que cruza la línea y entra en la escena del crimen. A lo lejos, un policía nota los movimientos de la niña, pero voltea la vista. Karla se agacha junto al muerto, levanta un poco la manta y suspira aliviada. Regresa corriendo a situarse entre los demás curiosos y sonríe. “No es él”, le informa a un niño de cabello rizado y playera de Mickey Mouse que se acerca presuroso, es su hermano que fue alertado por otro chico del barrio. Los dos llegaron allí con un solo propósito: asegurarse de que el cadáver no sea su padre.

En las escenas de crimen siempre hay niños que se hacen espacio entre los curiosos para ver al muerto. Como si se tratara de un espectáculo, de un show callejero. Se ríen con risas nerviosas, susurran a sus amigos sobre cómo quedó el cadáver, sobre las causas del asesinato –“lo mataron por mula”, dicen algunos–, o sobre lo rápido que huyeron los delincuentes. No sienten miedo ni angustia ni les parece algo extraordinario. Aunque en un primer momento parecen preocupados, su rostro se serena en cuanto se dan cuenta de que el muerto no es un familiar ni un conocido. Siendo así, no pasa nada. Es uno más en la lista de víctimas de un barrio peligroso.

Karla nació en 2009, trece años después de la firma de los Acuerdos de Paz, pero no conoce un país en paz. Ella y sus compañeros de aula en una escuela de Villa Nueva, han visto muertos muy de cerca, han escuchado las balas, saben qué es una violación sexual y conocen a más de una persona herida por la violencia. Saben cómo entra un proyectil en un cuerpo y se roba la vida.

Para ellos un asesinato es algo normal, nacieron y crecieron en zonas donde la muerte y la violencia es diaria, no conocen otra forma de convivencia. Aunque les afecta y lo reconocen, han aprendido a normalizarlo y a llevar sus vidas en medio del flagelo.

Plaza Pública pidió a niños de dos centros educativos ubicados en sitios con altos índices de violencia – en Mixco y  en Villa Nueva– que escribieran una composición titulada “Cómo me afecta la violencia”, y que además hicieran un dibujo para ilustrarla.

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El análisis de sus escritos y dibujos evidencia que a estos niños se les violan todos sus derechos, por haber nacido y crecido en una zona catalogada como roja. La ley de Protección y Atención para la Niñez y la Adolescencia obliga al estado a garantizar la vida, la libertad, la seguridad, la paz, la integridad personal, la salud, la alimentación, la educación, la cultura, el deporte, la recreación y la convivencia familiar y comunitaria de todos los niños. Los chicos en sus propias palabras demuestran que nada de esto se cumple.

Simone Dalmasso

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“Mi colonia es muy mala porque hay extorsión y matan a las personas y hay muchos ladrones de niños, por eso uno no puede salir a jugar. También hay muchos mareros y personas que fuman, toman y se drogan. También violan a las niñas jóvenes, también se meten a robar a las casas y en las tiendas”  Ana, alumna de quinto primaria.

“A mí me afecta porque ya no podemos pasear porque nos pueden matar a cuchillazos o de un balazo”, José  de 11 años

 “A mi me tratan mal. Me siento muy inseguro afuera de mi colegio y muy afectado por eso me siento triste a veces y enojado al mismo tiempo y me dan ganas de vengarme, se que no es bueno pero no lo soporto, hasta a veces me lastimo porque eso me tranquiliza un poco, por eso me hago daño hasta que me tranquiliza”, Miguel alumno de quinto primaria.

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En el estudio participaron 89 niños de quinto y sexto primaria, de entre los 10 y 13 años. De ellos solo 16% dijeron no sentirse afectados por la violencia; el resto, un 84% habló de lo difícil que es vivir en una zona de riesgo, de lo vulnerables que se encuentran incluso en sus propias casas, y de los códigos sociales que han tenido que asumir: no salir a la calle a menos que sea estrictamente necesario; tratar de no relacionarse con vecinos y no confiar en la policía.

El tema más recurrente en sus escritos es el encierro al que están condenados. Un 61% de los niños dijo que tener que quedarse en casa siempre y no poder jugar en la calle le hace sufrir. Algunos narran que cuando salen a la tienda o al campo de fútbol se encuentran con mareros drogándose, otros hablan de balaceras que presenciaron y del miedo que sienten sus padres cada vez que tienen que salir del hogar. Un 18% narró incidentes con armas de los que fueron testigos.

A pesar de que no pueden salir, el hogar tampoco es un sitio seguro. De los 89 niños, 12 contaron episodios de violencia intrafamiliar. Alguno, incluso, reconoció que teme que un día su padre asesine a su madre.

Simone Dalmasso

Asesinos felices

En la escena un hombre cae al suelo. En su pecho hay una herida roja y por debajo se deja ver un liquido bermellón que sale de sus costados. A su lado el asesino sonríe mientras muestra el cuchillo ensangrentado. Frente a él, un policía del FBI (el chico escribió FVI), con cara de enojo, dispara. Las balas van en el aire y no está claro si impactarán o no en el hombre que sonríe.

Este es un dibujo de un niño de 11 años. Se esforzó en remarcar la sangre con un lapicero rojo, tanto que agregó puntos en la cara y en la ropa del asesino para mostrar que la sangre le ha salpicado. Como él, 9 niños más –de los 89– dibujaron al asesino sonriendo.

“Se han identificado con él”, lamenta Marwin Bautista, especialista en niñez y adolescencia de la Procuraduría General de la Nación, “el niño aprende con base a su ambiente y se identifica, el aprendizaje es vicario. Él aprende que el delincuente es el bueno y que el policía es el malo, porque seguramente hay un familiar involucrado que habla mal de la policía y se pone del lado del que mata porque es el que disfruta”. El experto reconoce que de forma consciente o inconsciente, el niño va asumiendo como una verdad que la persona mala es a la que tiene que seguir, a la que se tiene que vincular, en la que se tiene que reflejar. “Sorprende hasta dónde se ha llegado a interiorizar la imagen del 'malo' como 'bueno'” agrega.

Bautista hace una reflexión sobre la influencia que el comportamiento de los adultos cercanos a los menores tiene en la manera en que los pequeños asimilan la realidad: “¿Qué tan lejos estamos nosotros de esos dibujos?, ¿qué tan diferente es la concepción, en nuestras mentes adultas, sobre los 'malos'?”, se pregunta. “En nuestro medio el que hace trampa es pilas, es el hábil, es inteligente. Los niños, niñas y adolescentes son solo el reflejo de la sociedad que nosotros tenemos”.

Durante su trabajo Bautista ha conocido decenas de historias de niños en riesgo, su labor es rescatarlos, detectar qué ocurre y evitar que se sigan vulnerando sus derechos. Le molesta que los llamen “menores”, porque entiende que ese es el primer paso para desvalorizarlos. Cuando llegan a hacer un rescate es común que la gente les ataque a la vez que justifica al agresor. “Nosotros somos los malos” comenta. Del agresor suelen decir cosas como “tuvo problemas de pequeño”, “es que no estudió”, “es que a él le mataron a su hermano”. Los niños escuchan todo eso e interiorizan la idea de que la violencia es justificable.

Algunos de los pequeños que escribieron justifican la violencia por la pobreza. Armando, de 12 años, dice que los ladrones a veces tienen que robar porque no hay trabajo. “Y hasta para barrer las calles piden diploma de tercero básico”. Lucía, de 11, cuenta que los que salen de prisión no pueden trabajar y tratan de vender dulces en las camionetas pero nadie les compra.

La psicóloga Ximena Fuentes, quien analizó algunos de los dibujos, dice que poner una sonrisa en los rostros de los agresores se puede interpretar como que “ya no le afecta matar a otro. Ya esta tan normalizado que no lo registra, se mata con normalidad”.

Luis Soto

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“Lo que yo he visto ha sido muerte. Donde yo vivía antes mataban mucha gente y eso era violento, golpeaban y ahora está peor. Donde vivo ahora no dejan salir porque hay mareros y cholos y los niños tienen miedo de ir a jugar y al salir de mi casa tengo más miedo”, Pedro, 10 años.

“Cuando iba saliendo de mi antiguo colegio y mi mamá me fue a traer y entonces hubo una balacera y la policía llegó, las ambulancias, también llegaron los papás del que mataron y eran nuestros pastores y todo fue muy feo”, Lucía 12 años.

“A la par de mi casa se ponen muchos mareros a fumar piedra y marihuana y a mi me cae mal que por ellos todos los días hay muertos o heridos”. Nicol, 11 años.

 “En mi colonia hay mucha gente que transporta drogas para obtener dinero por la falta de empleo”, Joaquín 10 años.

“Un día íbamos en la camioneta con mi mamá y se subieron unos ladrones y le quitaron todo a mi mamá y le pusieron la pistola en la cabeza y le dijeron ‘dame todo lo que tengas’ y por eso a mí no me gusta salir a la calle”, María de sexto primaria.

“Me acuerdo de un joven que se metió en varias bandas pero cuando se intentó salir de una fueron a matarlo. Le dispararon en la cabeza y cerca de los pulmones. También hubo una señorita que salió de su casa en la mañana con su hija y en la tarde solo encontraron a su hija y la mamá la encontraron unas horas después pero descuartizada y en una bolsa de basura” Carlos de quinto primaria.

La violencia es normal

“Una vez mi hermano Mario quemó mi casa porque andaba drogado y bolo. Él le echó algo a la casa pero saber ni qué le echó. Lo bueno que no se quemó la tele ni el equipo, pero el cilindro de gas estaba adentro, lo bueno que no explotó, eso es un milagro de Dios y esa vez no pude dormir porque fue en la noche y mi mamá se puso muy mala, pero no le pasó nada. Fin”. Este es el relato de Alejandra, que cursa quinto primaria, un hermano drogado, fuego, gas y todo bien.

La normalidad con la que lo narra sorprende. No es la única.

Laura tiene apenas 11 años, pero ya ha vivido demasiadas emociones fuertes. En una hoja con rayas azules hace un relato apresurado de una experiencia traumática reciente: “Íbamos en la camioneta y los hombres de la camioneta le estaban alegando a otros porque les quebraron un retrovisor y se armó un gran problema y empezaron a quebrar los vidrios. Todos comenzamos a gritar, ¡yo estaba tan asustada! No sabía qué hacer y mi mamá me dijo que me metiera debajo del sillón y cuando terminaron de quebrar todos los vidrios nos bajamos y había una señora embarazada y con un bebé y ella muy asustada dijo que su otro hijo se había quedado en la camioneta y mi papá subió y lo sacó. Luego nos fuimos corriendo todos asustados y cuando ya nos alejamos dejamos de correr y yo llorando abracé a mi mamá. También me acuerdo de una prima de mi mamá que la mataron por inducirse a cosas malas, con dos balas en la boca”.

En una línea, Laura habla de un crimen del que fue víctima su familia. Lo hace además con detalles espeluznantes: dos balas en la boca. La frialdad con la que parece tratar el tema solo demuestra lo difícil que resulta para ella, un tabú de la familia, del que, por ser demasiado doloroso, demasiado difícil de llevar, prefiere mantenerse en silencio. O quizá lo contrario: se ha normalizado, es un caso más entre los muchos que vive en su entorno.

Más adelante Laura cuenta un poco sobre la situación en su hogar: “Yo he tenido muchos problemas en mi casa desde que mi hermana de 17 años se fue de la casa, y mis papás se ponían muy tristes y cuando yo me quedaba con mi mamá, ella lloraba por mi hermana. Con el hombre que se fue le pegaba y cuando yo pienso eso me pongo triste”.

Mariana es una compañera de aula que también ha vivido tragedias familiares a causa de la violencia, y de la misma manera relata los episodios apurada, evitando detalles: “A mí la violencia me afecta de una manera muy particular: mi padre dejó a mi madre por la violencia. Mi hermano murió a causa de la violencia. Mi abuela dejó a mi abuelo a causa de la violencia, yo creo que tengo muchos motivos importantes para no practicar la violencia”.

Yasna Solano, coordinadora de primaria en Mixco, lo tiene claro: la violencia para ellos es algo completamente normal. “Es un tema del que se habla sin temores. Cada vez que hay un muerto llegan y lo cuentan, pero no vemos que lleguen muy impactados, lo cuentan pero a modo de chisme, como un tema más de conversación”. Solano reconoce que el nivel de violencia al que están sometidos les ha hecho perder sensibilidad. No solo a los pequeños, a los profesores también: “yo recuerdo que cuando era pequeña y veía a un muerto me impresionaba mucho, no podía dormir. Pero ahora es tan frecuente que se vuelve parte de la vida de uno”.

No es que los niños hayan normalizado la violencia, explica Bautista: es que los adultos la normalizaron y lo trasladaron a sus hijos. “Siempre detrás de la línea amarilla hay niños: siempre, siempre”, dice. “Pero lo más alarmante es que los padres los tienen de la mano. Los mismos padres de familia han normalizado la violencia porque seguramente dentro de la familia se dan diversas dinámicas en las que hay violencia: violencia intrafamiliar, contra menores de edad, entonces son aspectos cotidianos para ellos”, agrega.

Luis Soto

Lenina García es la directora de Pennat, un centro que atiende a niños trabajadores de La Terminal, la central de abastos más grande del país, en la zona 4 de la capital, para que puedan estudiar en medio de sus jornadas laborales. La escuela está dentro de un mercado y en ese mundillo todos los días ocurre de todo: asesinatos, robos, acoso sexual y abusos contra menores. Hace unos años surgió también un grupo que se hace llamar “Ángeles justicieros”, que asesina a quienes considera ladrones o extorsionistas. Los niños conocen todo esto, están inmersos en este escenario que parece sacado de una película de horror. Lo reconoce, de hecho, como su hogar.

“En nuestro entorno eso es muy común, los niños llegan y te dicen: ‘mire, seño, se enteró que mataron a fulano’, y nos cuentan que ellos fueron a ver al muerto y dan detalles”, explica García. Eso, agrega, ocurre porque los padres suelen ir a ver las escenas de los crímenes, y los niños imitan todo lo que hacen los adultos. “Quizá en los pequeños esto generaría miedo, pero ven a los adultos ir y ellos van detrás”, añade. Por eso desde pequeños normalizan la violencia.

García cree que los niños no conciben la violencia como normal desde un principio, sino que lo van asimilando así con el paso de los años: “los más chiquitos no lo han normalizado, ellos son más sensibles y piden a gritos que eso cambie. Pero si a ellos no se les enseña que todo eso no es normal y que tiene una serie de causas, en la adolescencia va a ser muy difícil”. De los 13 a los 18 años, dice, es muy difícil cambiar sus percepciones. “En la adolescencia entran en un sistema en el que piensan: ‘si la sociedad no me enseñó a querer, yo tampoco voy a querer a nadie’. Entran en una etapa de reproducir ese sistema y de ahí que muchos niños resulten vinculándose en pandillas, en redes de sicariato”.

Ximena Fuentes recuerda el caso de un niño que a los once años ya se había convertido en sicario. “Era la mascota del clan”, señala. “Era normal para él, es lo que toca y todo el sistema va a favor de esto”.

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“Una vez cuando fuimos a una excursión vimos un muerto y otra vez vimos a un niño que tenía un arma y me dio mucho miedo. También me da miedo cuando voy a la iglesia o cuando me mandan al mercado” Lilian, 12 años.

“Cuando voy en la calle yo salgo con mucho temor desde que se perdió mi hermana y un hombre la tenía y mis papás desde ese momento estaban atemorizados. Ahora siempre nos cuidan”, Manuel 10 años.

“He visto cómo mataron a una muchacha, también cuando los hombres golpean a sus niños o cuando hacen churros de marihuana y empiezan a fumar” Josue, 10 años.

“El día de navidad sufrimos una balacera a la par de mi casa, porque era una fiesta y cuando salimos a escuchar una canción que nos gustaba cuatro hombres con capucha y un hombre en medio de la fiesta, le empezaron a disparar y a nosotros por suerte no nos alcanzaron las balas”, Andrés de quinto primaria.

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Luis Soto

Sin lugar seguro

Kevin, de 11 años, dedica un párrafo para hablar de su papá: “yo he sufrido porque mi papá cuando me pega tiene (sin ofender) sus manos de coche y a veces me saca sangre de la nariz. Una vez me subí a mi cama pero mi papá estaba muy enojado y yo me puse a llorar… yo no se qué hacer, he sufrido, no seguido pero sí he sufrido”. Hace una aclaración: “no seguido”, como una forma de autoconvencerse de que su situación no es tan grave o quizá de “perdonar” a su padre que le maltrata, pero “no seguido”.

El derecho a una familia, como sinónimo de resguardo, de protección y de amor, se viola constantemente. De los 89 niños que escribieron 12 hablaron de violencia intrafamiliar.

Andrea es una de ellas: “Mi papá le dijo a mi mamá que una mujer, o sea su novia, era maravillosa y mi mamá se enojó y le dijo que mejor se hubiera quedado con su mujer maravillosa, y mi papá se enojó y le pegó y yo le fui a decir a mi hermana toda asustada que mi papá le estaba pegando a mi mamá, y mi hermano y mi hermana fueron a preguntar por qué le estaba pegando, pero mi papá les dijo que no se metieran y le quería pegar también a mi hermano. Por eso me afecta la violencia, porque mi papá le pega a mi mamá y tengo miedo de que algún día la llegue a matar”.

“Un día mi tío me pegó y yo salí corriendo y me escondí debajo de la mesa”, cuenta Luis, de 12 años. “Y ahí me quedé dormido. Cuando desperté mi tío estaba sentado a la par de la mesa con un cincho y me empezó a gritar que me fuera de la casa”.

La familia puede llegar a ser el peor infierno para un niño. Como el caso de una niña de tres años que terminó en cuidados intensivos del hospital, después de que su padrastro le diera una paliza por no comer. “Me estresa mucho”, se justificó el agresor. En los últimos seis años han matado a 4,190 menores de edad, 42 de ellos fueron asesinados por sus propios parientes.

La violencia hacía los niños en casa es frecuente. Pero, además de víctimas directas, también son testigos de las agresiones entre sus padres: “Entre veces sufrimos violencia porque mi papá y mi mamá se pegan enfrente de nosotros y nosotros lo miramos y sufrimos porque no queremos que un día se vayan a separar”, dice uno de los niños.

Uno de sus compañeros logra descifrar el círculo que esto conlleva casi siempre: “Mi tía le pega a mi primo, le dice abusiveces, le pega muy duro. Yo le digo a mi tía que ya no le pegue porque entonces mi primo cuando sea grande y tenga sus hijos les va a pegar, y sus hijos le van a tener odio, mucho odio y también van a odiar a su abuela por pegarle a su papá”.

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“Sí he sufrido mucha violencia, me han pegado muchas veces y me han pegado con el cable de la plancha y me quedé muy asustado y llegué al colegio y se lo enseñé a mis amigos”, Roberto de quinto primaria.

“Un día me asustaron mucho porque yo iba a la tienda con una amiga y un marero nos comenzó a amenazar y yo estaba muy pequeña y me asusté y me fui llorando. Mi papá lo fue a buscar, al líder de ellos, y le dijo que si pasaba otra vez que iba a llamar a la policía y mi papá me dijo que todo estaba bien y que no tuviera miedo, pero yo desde allí ya no he salido a jugar” Flor, alumna de sexto primaria.

“Yo sí he sufrido violencia por mi papá, porque él me dice cosas que me hacen sentir mal, porque él bebe licor y me llega a maltratar cuando llega a la casa de su trabajo, tal vez lo regañan en su trabajo, y a veces llega de madruga de tomar y como no sabe tomar llega a romper todas las cosas, las ventanas, el ropero y a veces nos ha querido pegar”, Aurora de 12 años.

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Luis Soto

¿Quieres ser pandillero?

La pregunta la hizo la psicóloga Karlas Aimée Alvarado a 40 niños de la Escuela Oficial de la Colonia El Milagro, en Mixco. Un 2% de los niños dijo que sí, que quisieran ser mareros. Un 3% le confesó que lo está pensando y que no están seguro de si lo harán o no. El 95% restante dijo que no estaban interesados en entrar a una mara. Alvarado realizó un estudio en la escuela para determinar cómo afectaba el hecho de vivir en zona de pandillas el rendimiento escolar y concluyó que el 60% de los niños estudiados tiene un mal rendimiento escolar, un 20% regular y solo un 20% en los niveles esperados.

Otros de sus hallazgos fueron: “el 37% los niños se mantienen distraídos. Un 20% de los niños presentan inquietud en el aula. Un 17%  de los niños presentan agresividad dentro y fuera del aula, y un 7% de los niños son pasivos en todas las actividades y juegos de su ambiente".

Alvarado también cuestionó a los chicos sobre su relación familiar y un 12% le aseguró que tienen una pésima relación con sus padres, porque no les ven casi nunca o porque suelen castigarlos fisícamente. Además un 10% de los niños confesó que sus parientes están involucrados en maras.

La familia, como institución, no es un lugar seguro al que recurrir. Pero tampoco la escuela. “Antes la escuela era donde los niños encontraban la protección de la violencia intrafamiliar, de los problemas de drogodependencia que había fuera. La escuela era un lugar grato, había alimentación, un maestro que se vinculaba, una red de apoyo”, comenta Bautista. Hoy en día ya nada de eso ocurre: apenas les da un vaso de atol, son 70 alumnos por clase y el maestro no se vincula, hay problemas entre pares, detalla el experto. Entonces, cuestiona, si la comunidad, la familia y el centro educativo son violentos, ¿qué podemos esperar? “No podemos esperar que el niño sepa de principios y valores cuando sus tres contextos primarios le han enseñado que la forma de resolver conflictos es la violencia”.

La calle tampoco es opción. Nunca lo ha sido, pero ahora menos que nunca. De los 89 niños, 54 contaron que se sienten inseguros al salir. La mayoría de ellos se quejaron de vivir en zonas donde no pueden jugar al aire libre o ir a la tienda en busca de una golosina. Hacerlo es una apuesta que puede terminar en la muerte, porque en sus calles hay balaceras a menudo.

Ni siquiera los repartidores de comida rápida llegan a sus domicilios, lamentan los chicos. No pueden pedir una pizza porque viven en una zona a la que nadie quiere llegar, ni siquiera para venderles algo. “Es un indicador externo que les dice: ‘vivís en un lugar tan malo que nadie quiere ir’”, explica Fuentes.

“El problema de la violencia estructural es antiguo. El modelo de crianza aceptado en Guatemala es un modelo violento: la educación por medio de golpes. Los padres de familia aprendieron esa forma de crianza, que hoy en día aceptan y  mantienen”, señala Bautista.

¿Qué puede pasar?, ¿qué futuro les espera? “Que sigan repitiendo patrones”, lamenta Bautista, “que se vinculen al crimen organizado, a las pandillas. En el mejor de los casos niños que quieren transformar su contexto, pero para eso tiene que haber una colaboración de parte del Estado para que esas condiciones vayan transformándose. Un niño por si solo no va a transformarlo. Si el Estado no busca mecanismos y permite que estén viviendo a diario en condiciones de violencia, seguramente van a seguir repitiendo este patrón por mucho tiempo”.

 

Luis Soto

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“Yo un día vi que en la tienda que está a la par de mi casa mataron a una persona y yo iba con mi mamá, mi papá, mi hermano. La persona que había disparado era un muchacho que había llegado un día antes al salón de mi mamá y me dio mucho miedo”, Sergio de quinto primaria

“Hace poco mataron a unos señores y yo estaba afuera y vi cómo los mataron y me traumó mucho, porque vi cómo se desangraban y yo ya mero me desmayaba. En mi entorno hay violencia y me siento aterrada. Un día a un señor del mercado vino un chavo y lo mató. También mataron a una señora y a su esposo, la señora estaba embarazada y cabal le tiraron al estómago y murió el niño. Y por el barranco que está cerca de mi casa encontraron a una chica en una bolsa descuartizada y a los días mataron a otra chica”, Mariela de sexto primaria.

“En el lugar donde yo vivo apareció un señor herido y otro muerto, por cinco balas. No podemos hacer nada y siempre pasa más de algo, y cuando ordenamos algo de comer nos dicen que no pueden llevarlo porque es zona roja” Sebastián de quinto primaria.

“Yo me enojó y empiezo a patalear por toda la casa y me dan ganas de que atrapen a los ladrones y los maten; si no solo los dejan en la cárcel y después los liberan” Luis de quinto primaria.

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Muchos de los profesores hacen sus mayores esfuerzos para contrarrestar esto, para hacerles notar que existe otra forma de vida y que deben luchar por conseguirla. Pero están solos, en las escuelas no hay psicólogos ni psiquiatras que ayuden en esta tarea. Además se enfrentan a enormes cantidades de alumnos y poco personal para atenderlas.

Yasna Solano cuenta que hace unos días encontraron a un alumno de primero básico fumando marihuana en el baño. Lo llevaron a la oficina del director y hablaron con él, le cuestionaron por qué estaba haciendo eso. El chico bajó la mirada y les aseguró que lo hacía para “olvidar a su papá”. Les contó que hacía un mes lo habían asesinado y él estaba muy triste por él. Ningún profesor estaba enterado de la muerte de su padre, el niño no pudo recibir atención psicológica de ningún tipo y estaba intentando lidiar con el duelo con lo único que encontró a su alcance: drogas.

Solano tuvo idea: pidió a dos profesoras que también habían perdido a sus padres que se reunieran con todos los alumnos y les hablaran. Que les contaran lo difícil que había sido para ellas sobreponerse, pero que, a pesar de todo, lo habían logrado.

Hace unos meses el centro educativo donde labora Solano recibió una visita inusual: un joven tatuado hasta en el rostro. Se trataba de un expandillero que llegó a contarles a los chicos su experiencia de vida, las razones que le llevaron a unirse a una padilla y las que lo llevaron a abandonarla. Solano recuerda las caras de asombro de los alumnos, lo escucharon con atención y se impresionaron con su testimonio. La charla fue parte de una serie de conferencias semanales sobre valores que la institución ha implementado para apoyar a los niños.

Simone Dalmasso

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Karla esperó paciente a que llegara la policía y el Ministerio Público. “Si hubiera forma de parar la violencia ya no habría violencia, pero no hay forma de pararla”, reflexiona. “A veces por las noches pienso que todo el mal se acabó, pero no es así”. Entonces cae la tarde y el foco del alumbrado público comienza a iluminar a duras penas la escena. Su madre pasa por allí y nota a sus hijos entre la aglomeración.

—¿Qué pasó? —les pregunta, y los chicos se interrumpen uno a otro.

—Le dieron en la cabeza.

—Era el repartidor de gas.

—Dos chavos en moto.

—Ya vino la mamá pero se la llevaron los bomberos.

—Yo pensé que era mi papá.

—Vino el pastor a orar.

La mamá escucha mientras alarga el cuello tratando de ver entre la gente.

—Bueno pues, no vayan a entrar tarde —les dice a modo de despedida y en fila rumbo a casa. Los niños se quedan un rato más, quieren ver cuando levanten el cadáver y se lo lleven.

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