Dijimos que el mundo cambiaría si tuviéramos un fuerte sentido de propiedad sobre lo que llamamos basura y si nos diéramos cuenta de que se trata de dinero, nuestro dinero.
Veámoslo así: usted vive en un miniapartamento y quiere una mascota. Encuentra un lindísimo cachorrito San Bernardo (o un elefantito, da lo mismo). ¿Lo llevaría a casa sin dudar?
Creo que no. Quizá pensaría que la linda mascota será una molestia en poco tiempo, que le traerá problemas.
Supongamos que se la lleva (estaba en oferta). Tendría que poner en práctica varias soluciones ingeniosas y quizá caras para cumplir con el deber adquirido al llevar la mascota a casa.
El ejemplo nos sirve para explicar que todos los bienes de consumo que llevamos a casa son como el San Bernardo. Puede que nos gusten, pero hacemos estimaciones sobre nuestra capacidad de tenerlos en casa, las posibles consecuencias y los problemas que quizá nos obliguen a deshacernos de ellos (y perder dinero).
Me gusta algo, lo quiero, lo puedo comprar. El problema empieza cuando no pienso en las consecuencias por el lado de la generación de desechos. El cachorro no desaparecerá si lo lanzamos a la calle. Pero los desechos no los vemos así y, por tanto, se pueden lanzar fuera de casa sin problema.
Allí está el cambio de paradigma. Si pensáramos que los desechos, desperdicios o basura son nuestra propiedad y responsabilidad (como el cachorro), entonces también inventaríamos soluciones ingeniosas para evitar que terminen en la calle.
Algunos estudios indican que, del 100 % de los desechos que generamos, el 90 % termina en la basura y solo el 10 % es reutilizado de alguna manera. Queremos que 90/10 se convierta en 10/90 por el cambio de paradigma.
Nadie quiere basura. Y el gran error de nuestra época es pensar que al ponerla en una bolsa y sacarla de casa ya no es nuestra, sino de alguien más, no importa de quién. De la municipalidad, de los vecinos. Nos sentimos divorciados para siempre.
Pero no es así. Sigue siendo nuestra responsabilidad porque nosotros la generamos.
Al sentirla nuestra, estaremos preocupados por su destino.
Y como nadie quiere llenar su casa de desperdicios, la solución es fácil: si no los queremos adentro, ¡no los llevemos!
Cuando compremos algo, hagamos un análisis adicional. Me gusta, me sirve, lo necesito. Todo bien, pero ¿cuánto desperdicio o residuo me genera? Todo cuenta. El material de transporte, el empaque del empaque del empaque, el material del producto, la vida útil.
¿El material (debemos dejar de llamarlo basura) se descompone rápidamente en el ambiente sin causar daños?
El material podría tener las siguientes propiedades: ser rentable o convertible en dinero (junto y vendo las botellas y los frascos de vidrio), ser reutilizable (se termina la salsa y uso el frasco para organizar tornillos o guardar especias de cocina), ser reparable (zapatos de suela cambiable en vez de desechable) o ser reciclable (las latas de refresco se funden y se usan para producir nuevas latas). También podríamos reducir el consumo de recursos no renovables (petróleo y, últimamente, por amenaza a la paz y a la vida, agua).
Por el lado de los materiales orgánicos (el profesor nos diría que son aquellos que llevan átomos de carbono, pero digamos que se trata de materiales provenientes de los seres vivos), acuñemos otra erre: recuperable. En esta categoría entran todos los desechos de cocina (cáscaras, hojas, restos de comida). Si aplicara procedimientos de compostaje (la descomposición natural de lo orgánico puede convertirse en compost, del que extraemos humus, un fertilizante orgánico natural), no saldría de su casa nunca más una bolsa de desperdicios o de residuos orgánicos.
Faltó algo que queda del lado de la industria, pero al respecto de lo cual nosotros, los consumidores, tenemos mucho que decir: reducir (la producción de materiales contaminantes y de desperdicio). Por ejemplo, exigir una ley para que los empaques plásticos sean biodegradables. ¿Conoce a alguien con iniciativa legislativa?
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