Aunque una producción televisiva esté basada en hechos, tiende a distorsionar lo acontecido para hacerse apetecible al público (sobre todo si ese público es estadounidense). Sin embargo, hay que reconocer que, en medio de toda la ficción que se añade en esta serie, hay un hecho que se ha respetado: los orígenes humildes de Joaquín Guzmán. El Chapo, en efecto, perteneció a una generación de narcotraficantes que antes de ser narcos fueron agricultores (solo cambiaron de grano). La pobreza del campo los hizo tomar decisiones extremas para sobrevivir. Lo que sí es importante dejar claro es que la generación posterior de narcotraficantes no fue producto de una pobreza estructural anclada en el campo: eran policías municipales, militares, sicarios de poca monta o contrabandistas. Así, los narcotraficantes de hoy (al menos en México) han optado por esa profesión simplemente porque se sintieron atraídos a la vida de malandros, no por ninguna otra razón.
¿Qué otro aspecto está anclado a la realidad en esta serie?
Los reiterados intentos de parte de los viejos narcos de ordenar la producción y el tráfico, trazar las rutas y delimitar los territorios. De esa forma, lo que en algún momento conocimos como el Cartel de Juárez era originalmente la estructura de Amado Carillo, el Señor de los Cielos, pero tomó el nombre del importante punto fronterizo que ostentaba cual monopolio de cruce: el nombre de las rutas es más importante que los apellidos. Porque todo en este negocio es respetar las rutas. Y cuando las rutas no se respetan, se arma la guerra. Esa ha sido la historia de México en los últimos diez años.
¿Qué otro aspecto no es ficción? La implicación de que, en los orígenes del narcotráfico, las reglas del juego las ponía el partido único. No se trata de una lógica de la complicidad, sino de una brutal capacidad política del PRI para manejar a los narcos como a cualquier otro sindicato. Dicho de paso, la expectativa del retorno del PRI en 2012 venía de la mano con la suposición de que el régimen (que controla prácticamente todas las gubernaturas del país) habría podido meter a los malandros en cintura. Digo habría podido porque la historia nos ha probado que no es así. Tan solo el pasado fin de semana se registraron 200 homicidios en el estado de Chihuahua.
¿Qué cosa sí es ficción? La idea subyacente en esta serie de que la forma de solventar el problema de la narcoguerra es retornar a los ideales originales de los creadores del negocio, a la tipología del narco viejo o narco bueno: protector de su gente, que no consume su propio producto y que no se mete con niños o mujeres. Pues esto es un mito. No hay ya posibilidad de retornar al tipo ideal del antiguo narcotraficante. Los príncipes de la mafia de México son personas paranoicas, enganchadas al consumo de su propio producto y que, cuando no piensan en matar a los propios, cranean cómo acabar con la contra. Quizá la mejor representación que hace la serie de este perfil sea el personaje de Arturo Beltrán. Si este hubiera vivido un poco más, habría terminado por ejecutar no solo a sus mejores amigos, sino probablemente también a los pájaros de su jardín. En el México narco de hoy, todos andan paranoicos, bajo efectos de droga. A esto en la jerga narca se lo conoce cómo andar alterado. Los federales que hacen turnos de más de 16 horas jalan parejo para poder mantenerse despiertos. Los militares están paranoicos porque no saben qué les puede brincar en la carretera, así que a jalarle parejo. Los narcos andan paranoicos porque están de fiesta o en guerra. Los sicarios tienen que meterse producto —con el cual se les paga— y ya no distinguen a quién tienen que bajarse. Sobre esta situación tan lamentable, el narcofolclor tiene un corrido muy popular en los antros que gustan de este género musical. Se escucha tanto del lado mexicano como del estadounidense, sobre todo en centros nocturnos de este género, que tanto abundan en El Paso, en Phoenix o en Chicago. La letra de la canción lo dice todo.
El punto más interesante, vital, y lo mejor que esta serie retrata de forma tan clara es la consolidación del proceso que construye la lógica de la corrupción. Es muy simple: todos tienen un precio. El problema es determinar cuál es. Así, con el precio correcto se mueven las voluntades. Si lo traemos a un punto de reflexión, lo que estamos diciendo es que, se trate de narcotraficantes, empresarios, políticos o cualquier otro tipo de actores de poder, el dinero fácil siempre abre puertas. Lo permeable y laxo de los sistemas que carecen de marcos regulatorios para fiscalizar el movimiento de capitales permite que cualquier flujo de dinero mueva los hilos en la toma de decisiones. Claro, habrá quien diga que el dinero no es el problema, sino las voluntades que se dejan seducir, pero ¿quién puede soportar riflazos de ceros, ceros y más ceros? De esa forma es posible literalmente comprar a los guardias de las cárceles, a los directores de presidios, a los gobernadores municipales, a los agentes de aduanas, a los fronterizos, financiar campañas, nombrar candidatos, gobernadores, y, sí, también influir en la forma como votan los congresistas.
Incluso a los que les toca elegir juntas directivas de Congreso.
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