Allá llegué para impartir una conferencia en el centro de estudios latinoamericanos, reunirme con alumnos y profesores, conocer la universidad y asistir a la tercera junta general de la Coalición por los Derechos de los Inmigrantes, lo que me permitió constatar de manera puntual la tragedia histórica que han vivido los indígenas, los esclavos y ahora también los migrantes en la construcción de los Estados Unidos desde la llegada de los británicos a tierras ancestrales indígenas hasta hoy.
Primero, los pueblos cheroqui y creek fueron expulsados violentamente de este territorio que ocupaban desde tiempos inmemoriales, desplazados a la fuerza a Oklahoma, lo cual provocó miles de muertes en ese recorrido que ellos llamaron Sendero de Lágrimas. Para todos los pueblos ancestrales de Estados Unidos, al igual que para el resto de América, el violento proceso colonizador europeo y cristiano, sumado a la codicia y a la rapiña que despertaron las hermosas y extensas tierras que los colonizadores dicen haber descubierto, provocó genocidios, expropiaciones y expulsiones de territorios ancestrales. Al igual que en la cosmovisión maya, para los pueblos ancestrales del norte de América la tierra es la madre, la que da vida, sustento y cobijo al morir. Para el invasor era riqueza material y recurso que depredar.
Posteriormente se trajo a africanos para esclavizarlos y se los asentó en este lugar para sobrevivir a la explotación, pero luego el desarrollo del colonialismo los arrojó de los precarios lugares que ocupaban y allí se construyó esta famosa universidad. Existe un área donde antiguamente se enterraba a los muertos, la cual estaba dividida en dos partes: una para las élites colonizadoras y una fosa común donde enterraban a los esclavos. Algún tiempo atrás se decidió construir el edificio de la escuela de antropología en el área del cementerio común. Al cavar, encontraron los restos amontonados de esclavos, sin identificación alguna. La parte del cementerio del colonizador no fue tocada y es hoy una especie de monumento histórico bien conservado y símbolo justificador del racismo imperante.
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La comunidad afrodescendiente, el 40 % de la población nacional y apenas un 5 % de la población universitaria, emprendió el rescate de la memoria histórica. Levantó un monumento para recordar estos hechos e inspirar la lucha por la igualdad plasmada en el texto constitucional (igual que en todos los países latinoamericanos) y ausente en la práctica social.
Ahora la comunidad de migrantes latinoamericanos se hace presente en sus demandas por el respeto de los derechos humanos. Segregados territorialmente, jóvenes nacidos en Estados Unidos enfrentan una exclusión legal que les impide ingresar a la mayor parte de las universidades, salvo algunas privadas. Las medidas del presidente Trump amenazan más su precaria situación.
Lo que quiero resaltar, reiterando lo planteado en artículos anteriores, es que el colonialismo, con su basamento racista, pigmentocrático y explotador, aún es realidad en todo el continente, desde Canadá hasta la Patagonia. Los abuelos y los padres de estos jóvenes decidieron emigrar al norte porque, dentro de las múltiples carencias, la educación era una de ellas. Lamentablemente, sus descendientes enfrentan hoy el mismo problema que en sus países de origen: no acceder a la educación y a la salud.
Aclaro: eso es lo que les interesa al colonialismo y a su versión modificada, el capitalismo, para contar con suficiente recurso humano para trabajar de manera barata y en vulnerabilidad permanente.
Afortunadamente, pude constatar que, dentro del mismo sistema universitario (después de dictar conferencias en 11 universidades estadounidenses y dos clases magistrales, así como de dar varias entrevistas radiales y de crear un video conmemorativo de los 50 años del movimiento maya), son múltiples los esfuerzos y las actitudes que van en contra de estas exclusiones discriminatorias. Son diversos los proyectos y los profesionales que buscan afianzar los estudios latinoamericanos: guatemaltecos, mexicanos, salvadoreños, brasileños, etcétera, que están sensibilizando a la juventud estudiosa, local y extranjera para entender y revertir desde el mismo corazón del imperio las vigentes condiciones colonizadoras.
En Guatemala hay un testimonio escrito que nuestros ancestros dejaron como queja, denuncia y resistencia ante la violencia colonial. Se titula Nuestro pesar, nuestra aflicción [1], y, al igual que Sendero de Lágrimas, nos concientiza de que la lucha por la descolonización ha sido permanente y de que esta debe pasar hoy por la solidaridad continental entre pueblos, pues todos hemos sido colonizados. Las luchas aisladas no han podido revertir la pobreza, la enfermedad, la ignorancia y el racismo colonial.
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[1] Memorias en náhuatl enviadas por indígenas del valle de Guatemala a Felipe II por 1572. Karen Dakin (trad.) (1996). México: UNAM, CIRMA.
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