Vienen sudorosos días, refunfuñé mentalmente. Los cuatro colegas guatemaltecos (Amílcar Dávila, Clara Arenas, Irene Palma y yo) estábamos preparados para la primera reunión del grupo de trabajo de Pensamiento Crítico Centroamericano que organizamos con Clacso. Por fin veríamos las caras del resto de participantes de la región. Desde diciembre intercambiábamos correos. Solo habíamos tenido bits con nombres, pero sin rostros. Amparo Marroquín y Vanessa Pocasangre, de El Salvador; Hloreley Osorio, Juan José Sosa, Ana Solís, Juan Pablo Gómez y Mario Arguello, de Nicaragua; Alvaro Calix y Miguel Estrada, de Honduras, y Helen Amrein, de Costa Rica. Todas lindas e increíbles personas. Yo he tenido el honor y la responsabilidad de coordinar el trabajo del grupo. Pero sin el apoyo de los nicaragüenses Juan Pablo Gómez y Margarita Vanini, que abrieron las instalaciones del Instituto de Historia de Nicaragua, nada hubiera sido posible. Igualmente fundamental fue el respaldo financiero de Clacso, administrado por los argentinos Pablo Vommaro y Marcelo Langieri. Por supuesto, la actividad fue realidad gracias a la elaboración del proyecto de Clara Arenas y la defensa de Carmen Caamaño en el Consejo Directivo de Clacso.
Si bien los ejes de trabajo eran la seguridad y el racismo (en esta columna voy a abordar solamente el primero), la pregunta articuladora fue cómo el pensamiento crítico puede generar perspectiva regional. Las presentaciones de los anteproyectos fueron excelentes. Al momento de llegar al debate del primer día, apareció el necesario cuestionamiento, ¿qué significa producir pensamiento crítico en el eje de seguridad? Los avances fueron significativos. Especialmente, cuando decidimos hacer la separación de seguridad y violencia.
La hipótesis operativa es que la seguridad funciona como una economía de poder diferente a la de la violencia. La violencia es concreta, corporal, psicológica, escrita, infantil, sexual, misógina, racial, vial, criminal, organizada, militar, policial, estatal y privada. La violencia está por todas partes y parece ser recíproca.
Por su lado, la seguridad se presenta como una economía diferente a la de la violencia. Economía no solo monetarista, sino discursiva, mediática, periodística, partidista, social, nacional, alimentaria, humana, privada, pública. La seguridad ha secuestrado la violencia construyendo un régimen de jerarquización. Busca monopolizar la visibilidad de cierto tipo de violencia; decir qué violencia es más importante para la ciudadanía, a qué violencia hay que ponerle atención. A la seguridad, a sus agentes (empresarios, políticos, policías, etcétera), no les interesa que la violencia acabe, se modifique u organice de forma diferente a la actual.
Desde donde se vea, la seguridad es un gran negocio, una economía de poder altamente productiva. Un candidato puede ganar una elección si logra monopolizar el habla de la violencia en un discurso de seguridad (mano dura, la violencia se combate con inteligencia, la pena de muerte, etcétera). Un empresario puede hacerse aún más rico si convence a los “consumidores” de que su oferta de seguridad los protegerá mejor de la violencia. Un presidente, un gobierno puede alcanzar altos índices de aprobación ciudadana si se sirve de un enemigo que “amenaza” con la violencia la seguridad nacional. Un padre puede ejercer mejor control sobre sus hijos e hijas prohibiéndoles salir porque afuera hay mucha violencia (como mínimo ejemplo habría que ponerle atención a la publicidad de un servicio de GPS que pregunta: ¿sabe dónde está su hijo, cómo maneja?).
Pero regresemos a la idea de los candidatos. ¿No fue raro que la cámara de empresas privadas de seguridad organizara el primer foro con candidatos a la presidencia sobre el eje de la seguridad? Nuevamente, si monopolizar el campo de visión de la violencia como un problema de seguridad es un gran negocio, ¿qué se puede esperar de un foro organizado por empresarios dedicados a ese lucrativo negocio, amancebados con políticos de la calaña que tenemos, un massmedia que se harta de lo mismo y, además, moderado por un militar?
Cada uno de los candidatos dice tener un plan integral de seguridad. Las variaciones son mínimas. Uno propone que habrá más policía por habitante, otros la creación de burocracia descentralizada, de inteligencia, y finalmente otros que recurren a los famosos castigos ejemplares, al mejor estilo medieval, mediante la aplicación de la pena de muerte. Ni uno solo dejó en claro cuánto reditúa la manipulación de la violencia para sus campañas políticas, con cuántos millones (de nuestros impuestos) se quedarán las empresas de seguridad y de venta de armas, cuánto incrementará la circulación de la prensa, la teleaudiencia de los noticieros y cuánto redituará eso en publicidad.
Stephanie López, una joven estudiante de ciencias políticas, a la que tengo la suerte de asesorarle la tesis, plantea una pregunta interesante: ¿cómo se articula el funcionamiento de los linchamientos con las estrategias de campaña? Es decir, propone analizar comparativamente la lógica de un linchamiento y los elementos constitutivos de las campañas de seguridad desplegadas por los políticos.
Para darle vida a su análisis, López recupera la teoría de antropología política elaborada por René Girard sobre la violencia sacrificial y el chivo expiatorio y hace una crítica a las estrategias dominantes de márquetin político. El argumento de Girard es bastante simple. Al parecer, ha sido una constante histórica que las sociedades busquen canalizar la violencia recíproca hacia una víctima de recambio o sacrificial. La promesa es que el sacrificio de esa víctima tiene el potencial de restituir el orden social.
La hipótesis parecer ser plausible. El marero, el narco, el “criminal” son identificados como esas potenciales víctimas que han de ser sometidas a un sacrificio ritual, purificador, que expíe de todas las otras violencias a nuestra sociedad. La lógica de las campañas de seguridad parece ser la misma que la racionalidad de la turba de linchadores. En eso coinciden todos: candidatos, empresarios y medios. El criminal en Guatemala cumple la misma función que cumplió Bin Laden en otras latitudes.
Lo que nadie ha hecho visible es que para que este perverso sistema funcione se requiere de la infinita producción de víctimas sacrificiales: los comunistas, los canches (guerrilleros), los campesinos organizados, los maestros huelgueros, los huecos, los mareros, los tatuados, los criminales, los terroristas. Nadie ha hecho perceptible cómo y por qué, para la seguridad (es decir, para sus agentes), es funcional y productivo mantener el monopolio sobre la visibilización de cierta violencia.
Violencias hay muchas, son múltiples. El verdadero problema es que se hace ver un tipo por encima de los otros. La multiplicidad de la violencia se ordena en una jerarquía artificial. Quienes lo hacen se aprovechan eficientemente de ello. Es muy buen negocio como para buscarle una verdadera solución o tratar de visibilizar la diversidad de violencias de las que somos víctimas y victimarios. Mostrar que la seguridad perversamente lucra con la violencia, como se dijo en el grupo de trabajo en el que participamos en Nicaragua, es el primer gran reto del pensamiento crítico. Hacer inteligibles las alternativas para las expresiones ciudadanas, será el próximo paso.
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