Dice la carta magna que el fin supremo del Estado es la realización del bien común. Es decir, se enfoca en la identificación de las necesidades colectivas y ordena —porque la Constitución es ley— que todo el aparato del Estado se organice en función de la satisfacción de estas.
En los actuales momentos, desde hace más de un año, el problema central de Guatemala es que la bicentenaria exclusión agrava de manera profundamente negativa los efectos de la pandemia del covid-19. La ciudadanía se ha visto prácticamente abandonada a su suerte. El gobernante y sus ministros encargados de la salud le han trasladado a la población la responsabilidad de la puesta en marcha de las medidas de seguridad y de la protección individual y colectiva.
Por si fuera poco, es un secreto a voces que los recursos destinados al control de la enfermedad y a la superación de esta se han hecho humo. Al tradicional abandono de la red hospitalaria, no solo en infraestructura, sino también en despliegue territorial y en disponibilidad de recurso humano, se añadió la forzada dedicación de esta a atender la pandemia. Esto ha significado que las áreas de atención permanente dejen de atender enfermedades que ya estaban presentes.
El esquema de privatización de hecho del sistema de salud se ha visto agudizado con la atención al covid-19. Familias enteras han perdido patrimonio por cubrir los onerosos costos de atención de un ser querido en el sistema privado, que, si ya engordaba sus bolsas antes de la crisis, ahora las ha inflado exponencialmente.
El robo llegó también a los fondos destinados a la vacunación. Esto igualmente es público, puesto que incluso el documento de negociación con la empresa proveedora ha sido difundido por la prensa. Mientras la mayoría de los países buscaban negociar con las farmacéuticas que investigaban la producción de una vacuna, el gobierno de Giammattei se apoltronó en la inacción. Dejó pasar tiempo valioso, quizá no tanto por haraganería ni por ingenuidad, sino, todo lo contrario, por ser muy pillo. De hecho, Guatemala llegó tarde incluso al mecanismo Covax. Se buscaba, al parecer, que se diera la ganancia por el simple hecho de otorgar el contrato y, cuando se tuvo la oferta del fabricante ruso, con este se hizo negocio.
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Sin embargo, dicho negocio forzó al país a depender de un único proveedor para atender a la gran mayoría de la población y a esperar a que este cumpliera su parte del trato. Para ello, el Gobierno desembolsó la mitad del monto negociado y, con el paso del tiempo, prácticamente se quedó con las quijadas destempladas. No llegó la vacuna Sputnik V ni en los tiempos ni en las cantidades previstas y contratadas. Del escaso 12 o 13 % de la población que a la fecha cuenta con el esquema completo de vacunas, la gran mayoría lo ha logrado gracias a donaciones.
Para actuar en protección de la gran mayoría, desde el inicio el Gobierno ha sido inútil, perversamente incapaz. Pero para defender intereses minúsculos de grupos de élite o de funcionarios corruptos ha sido más que eficiente. La muestra más próxima es la reacción visceral del mismo Giammattei ante la declaratoria de corrupta de la fiscal general, María Consuelo Porras Argueta, por parte del Gobierno de Estados Unidos. Lejos de plantearse investigar las razones de tal declaratoria —aunque las conoce de sobre porque le atañen—, Giammattei habla de abuso y de vulneración de la soberanía, la cual no esgrime cuando extiende la mano para limosnear vacunas que nosotras y nosotros hemos pagado con nuestros impuestos.
Bien se ve que el interés del gobernante es el propio y el de sus allegados, patrocinadores o protectores. El de la mayoría, ese al que lo obliga la constitución que juró cumplir y proteger, lo tiene sin cuidado. ¿Qué hace falta para que esta sociedad y los pueblos que la conforman alcen la voz en un coro de indignación lo suficientemente fuerte como para derrumbar este sistema de inequidad y de egoísmo?
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