Más allá de la denominación, está claro que es una fecha solemne que evoca a los mártires de Chicago, Estados Unidos, asesinados en 1886 por demandar la jornada laboral de ocho horas. Curiosamente, en Estados Unidos no se festeja el primero de mayo (sí se celebra como Labor Day el primer lunes de septiembre, de modo que se despoja a la otra fecha de su verdadero sentido).
«El trabajo es la esencia del ser humano», dirá Marx. En esa línea, en 1876 Federico Engels presentaba su ensayo El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, en el cual explica cómo el trabajo cumple la histórica misión de ir creando un ser cualitativamente nuevo a partir de una especie anterior. Es decir, el trabajo como actividad creadora comenzaba a transformar la naturaleza y abría un capítulo novedoso en la historia. Nunca hasta ese entonces —dos millones y medio de años atrás, según lo que hoy día las ciencias arqueológicas pueden establecer— un animal había modificado consciente y productivamente su entorno. La actividad de las hormigas, de las abejas o de los castores, grandes ingenieros por cierto, no puede ser considerada una acción laboral en sentido estricto. Estas especies repiten su carga genética desde tiempos inmemoriales. No inventan nada nuevo, no se desarrollan y jamás, desde hace millones de años, evolucionaron en la forma de realizar su producción (los hormigueros o los panales son iguales desde siempre). Fue cuando nuestros ancestros descendieron de los árboles y comenzaron a tallar la primera piedra cuando puede decirse que comenzó a haber trabajo en sentido humano, como actividad creadora, como práctica que transforma el mundo natural y va transformando al mismo tiempo a quien la lleva a cabo. Y desde que arrancó esa primera actividad con el primer Homo habilis en África, la evolución ha sido continua y a velocidades cada vez más aceleradas. El trabajo creó al ser humano. Pasamos de monos a seres humanos por el trabajo.
Pero, si el producto del trabajo no le pertenece al trabajador, tal como sucede en el capitalismo, el trabajo deja de ser liberador o dignificante y pasa a ser una carga.
Si se trata de rememorar esa esencia probatoria del ser humano, el primero de mayo como Día del Trabajo es motivo de festejo. Pero, si se trata de hacer notar la situación de los trabajadores, lo único que queda es llamar a la lucha para seguir protestando y buscar cambiar el estado de cosas. Porque los trabajadores, en cualquier parte del mundo e independientemente del trabajo que realicen (campesinos pobres, obreros industriales, amas de casa sin salario, asalariados de toda laya —inclúyase aquí a los trabajadores intelectuales—), siguen siendo los productores de la riqueza social. ¡Pero casi no disfrutan de ella! Lo que les llegan son migajas.
A mediados del siglo XIX surgen y se afianzan los sindicatos, que logran una cantidad de conquistas que hoy, desde hace décadas, son patrimonio del avance civilizatorio de todos los pueblos, y ya no solo logros socialistas: jornadas de trabajo de ocho horas diarias, salario mínimo, vacaciones pagas, cajas jubilatorias, seguros de salud, regímenes de pensiones, seguros de desempleo, derecho de huelga… Pero, con la caída de los primeros experimentos socialistas y el triunfo de las recetas neoliberales hacia fines del siglo XX, el capital se sintió ganador y avasalló los derechos laborales conseguidos con décadas de lucha de la clase trabajadora. Hoy por hoy los trabajadores del mundo hemos perdido muchas de esas conquistas. Tener trabajo remunerado en el actual esquema capitalista neoliberal es ya un lujo.
¿Qué queda entonces? Luchar, protestar por este avasallamiento. El primero de mayo es día de lucha, aunque las patronales lo quieran convertir en un día feriado más, en un momento de solaz y esparcimiento para ir a descansar.
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