Guatemala es un país donde ser niño o niña es una desdicha debido a la poca capacidad institucional y social de garantizar un mínimo marco regulatorio y de políticas públicas que permita la protección integral de niños y jóvenes. El caso del hogar Virgen de la Asunción, por ejemplo, sigue siendo el más doloroso recordatorio de que, como sociedad, aún debemos recorrer un largo camino para proteger a los futuros ciudadanos de nuestro país.
Por citar algunas estadísticas del problema, deb...
Guatemala es un país donde ser niño o niña es una desdicha debido a la poca capacidad institucional y social de garantizar un mínimo marco regulatorio y de políticas públicas que permita la protección integral de niños y jóvenes. El caso del hogar Virgen de la Asunción, por ejemplo, sigue siendo el más doloroso recordatorio de que, como sociedad, aún debemos recorrer un largo camino para proteger a los futuros ciudadanos de nuestro país.
Por citar algunas estadísticas del problema, debemos saber que en el 2016 se reportó la desaparición de 6,005 menores, una cifra que cada año va en aumento. Solo en enero de 2019 se activaron 205 alertas, de las cuales se desactivaron 86, de modo que 119 siguen vigentes. En ocho años (2010-2018) fueron activadas más de 39,000 alertas Alba-Keneth, de las cuales fueron desactivadas 31,200. La estadística refleja que aún están vigentes un promedio de 7,800 alertas de niñas, niños y adolescentes desaparecidos.
Un caso particular de las alertas Alba-Keneth son los secuestros parentales: la sustracción ilegal de menores que ocurre por conducto de uno de los progenitores. En la mayoría de los casos son las mujeres quienes cometen este ilícito. Un informe del 2001 determinó que, en el 70 % de los casos, quien decide violentar el derecho del padre es la madre, quizá por el hecho de que la sociedad piensa tradicionalmente que es la madre quien debe encargarse del cuidado de los niños: un ejemplo de cómo el patriarcado opera también a la inversa.
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Las disputas entre padres por la custodia y el cuidado de los hijos es uno de los problemas más antiguos, pero a la vez uno de los que menos ha sido tomado en serio por la sociedad, ya que siempre se considera como parte inherente del ámbito privado y familiar, al punto de que este conflicto frecuentemente deriva en lo que se denomina el síndrome de alienación parental (SAP): «un conjunto de síntomas que son consecuencia del uso de diferentes estrategias por parte de un progenitor, en las que [este] ejerce influencia en el pensamiento de los hijos con la intención de destruir la relación con el otro progenitor» (Juan Armando Corbin).
El problema es que esta estrategia para destruir la relación de un hijo con uno de sus progenitores tiene consecuencias nefastas en el desarrollo psicológico y personal de aquel, ya que es una forma sutil de maltrato infantil con consecuencias perversas: trastornos de ansiedad, del sueño y de la alimentación; conducta agresiva; dependencia emocional del progenitor que ha cometido la sustracción, y dificultades en la expresión y comprensión de las emociones, entre otros problemas asociados. Lamentablemente, el error más común de la pareja es pensar que dándole más amor a su hijo va a sustituir la figura y la función del otro progenitor, lo cual no es cierto. Cada padre y madre tiene un papel que nadie puede sustituir en la relación con sus hijos e hijas. Viví en carne propia ese conflicto y por experiencia sé que al intentar doblegar a la expareja destruimos la confianza y la salud mental de nuestros hijos.
Discutir y hacer evidente el problema es uno de los mayores desafíos que tenemos como sociedad. Nuestros niños y jóvenes enfrentan tantos problemas y desafíos que ya es hora de que empecemos a tomar conciencia de que estamos destruyendo uno de nuestros mayores tesoros: nuestros mismos niños y jóvenes.
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