Una de las razones por las cuales resulta tan interesante el estudio comparado de los procesos de combate del crimen organizado es precisamente el surgimiento de patrones. A pesar de las diferencias contextuales y culturales, siempre hay determinados procesos que muestran una regularidad.
Por ejemplo, en todo proceso de combate del crimen organizado siempre hay retrocesos y retrocesos significativos. Particularmente, si en su momento la agenda fue capaz de tocar las estructuras otrora inamovibles, tarde o temprano hay una contrarreacción. Fue así en el caso de los jueces antimafia Giovanni Falcone y Giovanni Borsellino, que, luego de haber logrado más de 300 sentencias en contra de la Cosa Nostra (y concretamente contra el poderoso clan Corleonesi), fueron testigos de cómo el mismo sistema anuló sus nombramientos y anuló sentencias. La cosa concluyó con el homicidio de los dos magistrados.
¿Qué relación tiene esto con lo que sucede actualmente en Guatemala?
Bastante. Y va en la línea de un detalle poco mencionado en la historia del denominado Legado de Palermo: Falcone y Borsellino fueron bestialmente desprestigiados. Ambos fueron objeto de campañas negras insaciables, de ataques personales, de ataques en apariciones públicas, en manifestaciones populares, y de un sinfín de etcéteras. Se les acusó de inventar testigos, de coaccionar testigos, de sobornar testigos, de inventar pruebas, de operar por encima de las reglas establecidas y de otro sinfín de etcéteras. Buena parte —si no toda— de estos esfuerzos de deslegitimación provenía de personas afectadas directamente por los procesos judiciales, así como de sus familiares y amigos. La misma historia sucedió en los Estados Unidos a mediados de la década de los 90, cuando la Oficina Federal de Investigación comenzó a desbaratar las estructuras criminales italoestadounidenses. Mediante el uso de tecnología de punta, así como de instrumentos legislativos novedosos (la Ley Rico), el FBI, conjuntamente con el Departamento de Justicia, desarticuló estructuras criminales que tenían sus tentáculos introducidos en los sindicatos de la construcción, en el mercado de valores, en el control de los puertos y en la recolección de basura (por citar algunos ejemplos). Llama la atención otra vez que los imputados y procesados en estos casos argumentaban que la verdadera mafia no eran ellos, sino el Gobierno federal, por (sí, estimado lector, adivinó) mentir, inventar testigos, falsear pruebas, operar al margen de la ley, etcétera.
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¿Pilla por dónde va el argumento de mi artículo?
Lo interesante en el caso de Guatemala no es que esas acciones y esa retórica estén presentes. Se comprende perfectamente que los imputados en casos de corrupción operen de esta forma. Lo que es gravísimo es que el mismo Gobierno se sume al coro.
Cuando la administración del presidente Morales argumenta públicamente que la Cicig es el verdadero ciacs (sin proveer pruebas concretas), se ha rebasado todo lo anteriormente visto porque no queda claro si quien habla es un imputado por corrupción, un posible imputado o el gobierno que se comprometió al apoyo de la lucha contra la corrupción.
Gravísimo.
Pero, al final, nada nuevo bajo el sol.
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