Lo primero, una cuestión de conteo: el número de cargos públicos a renovarse, un total de 18,000 cargos públicos. Segundo, algo que se dice fácil: el otrora hegemónico PRI se ha transformado en partido minoritario. Repito: se dice fácil, pero ni siquiera el retorno del dinosaurio en 2012, con 19 gubernaturas y 200 escaños en el Congreso de la Unión, mostraba que al PRI le hubieran salido los pies de barro. Pero ahora sí. El PRI salió de la elección como bancada minoritaria en el Congreso Federal (40 escaños de un total de 300 como la mejor proyección) y tan solo una gubernatura. Es más, el bastión político del priismo, el municipio de Atlacomulco, pasó a manos de Morena, ya que los mexiquenses le dieron a la coalición Juntos Haremos Historia 42 de los 45 distritos del estado de México. Habría que cambiar las letras del poema de Monterroso y decir: «Cuando despertamos, al dinosaurio lo habían mandado a la chingada». Tercero, ¿cómo se explica que un partido con tan solo cuatro años de formación se haya metido al bolsillo 7 de las 9 gubernaturas en disputa (varias de ellas las zonas turísticas más importantes de México), posiblemente más de 310 escaños (de 500) en el Congreso federal y 69 escaños en el Senado federal (de 128)? Pues por eso digo que la elección del pasado 1 de julio ha dado resultados que habrían sido impensables tan solo una década atrás.
Cuarto detalle, ninguna elección general en México había tenido un desenlace tan rápido. A menos de dos horas de que los comicios formalmente concluyeran, el resultado de la elección ya era patente. Mucho antes de que el representante del INE oficializarla los resultados en la conferencia propuesta para las 23 p. m., los candidatos Meade y Anaya ya habían ofrecido, cada uno por su parte, el discurso de concesión de la victoria. No es poca cosa. Aquí el quinto detalle. Quizá por la influencia cultural estadounidense se supone tan natural que en todos los procesos electorales el discurso de concesión de victoria sea un pase automático, pero en México las cosas no eran así. En México, lo más cercano a un discurso de concesión siempre empezaba con la frase: «No nos favorecen los resultados y pos no queda otra más que...». Pero, en sus respectivos mensajes, Meade y Anaya no solo reconocen la derrota, sino que felicitaron directamente al ganador de la elección. Si al inicio de esta elección se había dicho que la democracia mexicana perdía calidad porque ninguno de los tres aspirantes importantes había pasado por un proceso de elecciones internas, el final de la elección tuvo formas, la verdad, muy elegantes.
Sexta cuestión: el primer discurso del presidente electo López Obrador. Siempre el primer discurso que un presidente electo otorga delinea lo que será (al menos en el corto plazo) su estilo de gestión y sus prioridades. Siempre ese primer discurso busca reforzar aspectos de percepción, reconfirmar o disipar dudas.
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En un artículo anterior argumenté que, en efecto, entre Chávez y AMLO había diferencias sustanciales que por honestidad intelectual debían plantearse. Si uno revisa los primeros discursos de Chávez, es más que clara la transformación política que proponía, dado que desde el inicio puso sobre la mesa la cuestión de la reelección ininterrumpida, que, claro, con una victoria electoral de tres cuartas partes del Parlamento resultaba incluso estúpido no llevar a cabo. Quienes le temen a AMLO parecen no darse cuenta de que 256 posibles escaños, si bien un resultado fantástico, no son suficientes para un control completo de la cámara. Esta matemática electoral está aún muy lejos de las prácticas de un Estado burocrático autoritario, que precisamente requiere que el partido oficial se apodere como mínimo de tres cuartos del Parlamento. AMLO se quedaría a 75 escaños de esa posibilidad. Lo que sí está claro es que, en materia de legislación ordinaria, dado que adquiere la mayoría absoluta, no necesitará consensuar con los otros partidos.
¿Qué aspectos resaltan de su primer discurso como presidente electo? Fue un discurso que buscaba aplacar los temores, en particular los de los mercados financieros. De hecho, los mercados reaccionaron muy bien a la victoria de AMLO. Cinco puntos del discurso: 1) se mantienen todas las libertades civiles, incluyendo la empresarial, 2) se respeta a quienes no votaron por él, 3) autonomía del Banco de México, 4) énfasis en el mercado interno, 5) principio de no intervención (resucita la doctrina Estrada), 6) revisión de contratos y 7) los pobres como prioridad.
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¿A quién se parece AMLO en la historia reciente de América Latina? A ese presidente de la confederación de trabajadores brasileños que ganó la elección, sorprendió a todo el mundo e introdujo en su país reformas de corte social sin separarlas del proyecto de industrialización. De hecho, en su discurso de toma de posesión, Luiz Inácio Lula da Silva hizo un fortísimo énfasis en que las metas sociales no se podían separar de la estabilidad fiscal. Les hablaba, igual que AMLO, a los mercados. La relación entre la gestión de AMLO y el Kapital no ha sido precisamente una relación amistosa. Durante su gestión, la ciudad de México (CDMX) captó un récord de inversión extranjera directa (IED). De acuerdo con información estadística histórica de flujos de IED de la Secretaría de Economía, en el período 2001-2006 (durante la gestión de AMLO) la CDMX recibió un total de 37,353 millones de dólares, principalmente de Estados Unidos y de varios países europeos. Si a eso le agregamos que el futuro coordinador del gabinete de AMLO es Alfonso Romo, presidente del Grupo Gráfico Romo (un fuerte consorcio empresarial regiomontano) y que en ninguno de los dos discursos del 1 de julio pronunciados por AMLO se hizo referencia a una clara lógica antiimperialista (todo lo contrario: planteó trabajar conjuntamente con Estados Unidos en una relación bilateral sana), la pregunta es: ¿qué tipo de animal político es AMLO?
Solo el tiempo lo definirá, pero queda claro que no es la típica izquierda latinoamericana. Es un populista, en efecto. Es, además, un creyente en el nacionalismo económico, pero al mismo tiempo acepta la inversión privada bajo una clara tutela rectora del Estado que introduzca la redistribución. Cree en la empresa privada nacional y le da prioridad al mercado interno, no a la lógica exportadora. De hecho, su proyecto no está compuesto de grandes reformas estructurales, sino de readecuaciones del gasto público para canalizarlo a los grandes rezagos históricos. Esa política le funcionó en su gestión en la CDMX, pero habrá que ver si puede implementarla a nivel federal.
Por ahora es claro que su victoria electoral tiene una enorme legitimidad respaldada con el 53 % del los votos, pero no recibe un cheque en blanco: hay un 47 % del mercado electoral que no votó por él y con el cual deberá consensuar. Pero su triunfo adquiere un sabor aún más dulce, que le impregna duende a toda su carrera política, porque, a pesar de competir contra el dinosaurio, en medio de la enorme posibilidad de fraude, del acarreo de votos, de las amenazas, de la campaña negra, de las fake news y de tantas cuestiones que en efecto mostraban que AMLO no disfrutaba precisamente de condiciones competitivas de democracia, decide participar reiteradamente en el uso de los instrumentos democráticos.
En pocas palabras, menos mal que AMLO nunca llegó a pensar eso de: «En estas condiciones no queremos elecciones».
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