En su relato, Vuillard nos remonta a dos eventos clave del ascenso y dominio del fascismo alemán en los años 1930. Por un lado, la reunión secreta —que no figuraba precisamente en el orden del día— entre empresarios e industriales germanos y Adolfo Hitler dos meses después de su elección como canciller del Tercer Reich y, por el otro, la anexión de Austria bajo la bota nazi frente a la notable pasividad y complacencia de las otras potencias europeas, en nombre de una supuesta medida política de apaciguamiento.
Con base en documentos históricos, Vuillard recrea magistralmente la reunión con los dueños de empresas alemanas como Siemens, Opel, Telefunken, Singer, Allianz, Bayer y Agfa en la cual estos ofrecen sin pestañear grandes sumas de dinero para financiar la campaña electoral de Hitler, quien a cambio promete ofrecerles estabilidad económica y política frente a la amenaza comunista y sindical.
Ante el cuadro tan minucioso que pinta Vuillard de esta conversación entre el déspota y los industriales de abolengo, de esa terrorífica normalidad de los nazis que remite a veces al concepto de la banalidad del mal de Hannah Arendt, yo no puedo evitar encontrar un paralelismo con otras siniestras confabulaciones en otros momentos de la historia, con compromisos efectuados en reuniones que seguramente tampoco constaban en el orden del día, pero que no por ello se quedaron sin salir a la luz.
Me pongo a pensar en las élites guatemaltecas, que también estuvieron detrás de capítulos cruentos del conflicto armado que dejó millares de civiles inocentes muertos en una de las barbaries más atroces de América Latina. Por ejemplo, abunda investigación de cómo las élites empresariales formaron parte del gobierno de facto del difunto general Efraín Ríos Montt, aportaron a la contrainsurgencia, cabildearon a nivel internacional y utilizaron sus propias avionetas para bombardear poblados. Y de cómo este patrón de alianzas empresarial-militar iría carcomiendo los cimientos de las instituciones estatales por medio de financiamiento de campañas electorales afines a los intereses de las élites y de la creación de estructuras paralelas de corrupción, como ha quedado expuesto desde los casos La Línea y Cooptación del Estado.
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Ahora que la remembranza del Holocausto parece interpelar tanto al gobierno de Morales, quien mantiene una relación tan estrecha con la ortodoxia judía y el gobierno de Netanyahu, bien harían estos perniciosos políticos y estas pseudosolidarias autoridades en ser coherentes y leer este valioso ejercicio de memoria histórica que retrata magistralmente a políticos, diplomáticos y operadores políticos inescrupulosos alentando y precipitando la catástrofe.
Como dice Vuillard al final de su obra: «Nunca se cae dos veces en el mismo abismo, pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y de pavor. Y uno quisiera tanto no volver a caer que se agarra, grita. A taconazos nos quiebran los dedos, a picotazos nos rompen los dientes, nos roen los ojos. El abismo está jalonado de altas moradas. Y la historia está allí, diosa sensata, estatua erguida en medio de cualquier plaza mayor, y se le rinde tributo una vez al año con ramos secos de peonías y, a modo de propina, todos los días, con pan para las aves».
En un momento histórico en que las fuerzas oscurantistas de Guatemala pretenden borrar de un plumazo los años de terror e implementar un régimen de impunidad reformando la Ley de Reconciliación Nacional, en que el proceso electoral que recién arrancó muestra de nuevo a facciones ultraconservadoras buscando restaurar el imperio de la corrupción, en que fuerzas nacionalistas y neofascistas se apoderan de Europa, en que un alto porcentaje de europeos no cree que el Holocausto sucedió y en que los Estados Unidos de Trump siguen manejando una agenda xenófoba y exaltando odio para triunfos políticos, ¿claudicaremos los ciudadanos y las ciudadanas ante la sinrazón, la conveniencia de los desmemoriados y la mentira deliberada para caer en otro abismo de conocidas consecuencias?
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