Mientras iba creciendo, se me invitaba a ver en la Virgen un ejemplo de humildad, de generosidad, de perseverancia, de entrega, de obediencia. Era el ideal de la mujer católica. La síntesis de la virtud estaba en ella: virgen, esposa y madre. Es la mujer que sufrió en silencio mientras su hijo iba creciendo ya porque le anunciaban la muerte a sus 40 días de nacido, ya porque él se perdía en el templo, ya porque vio cómo lo condenaron a muerte en una plaza llena de hipocresía. Luego de la cruz, sus hijos son más: María es la madre de la Iglesia, y así hasta nuestros días.
Mi familia es mariana, mi mamá especialmente. Ella nos inculcó siempre que le habláramos a la Virgen. Nos miraba fijamente para que no olvidáramos agradecerle la mesa servida, y cada flor que le regaláramos iba para la Virgen Morena. De niña yo le rezaba y le dejaba un lugar en la cama por aquello de que quisiera acompañarme a dormir. Pero, cuando crecí y comencé a tomar mis propias decisiones, me di cuenta de que esa imagen de mujer no era la que yo quería ser. Yo no quería callar y tragarme el sufrimiento. No quería dejar de cuestionar las injusticias. Tampoco estaba de acuerdo con ser obediente porque sí. Creía firmemente que ser mujer era más que lo que el matrimonio y la maternidad ofrecían. Me generaba muchas contradicciones pensar que debía definirme con relación a alguien más, es decir, que la plenitud la podía encontrar solamente fuera de lo que yo misma podía brindarme en mi propia vida. En ese sentido, discrepo de la madre Teresa cuando asegura que «para esto fuimos creadas: para ser el corazón del hogar o el corazón de la madre Iglesia».
Hasta que descubrí que la Virgen María era, ante todo, una mujer como yo y como todas. Se llama María a secas y en ese nombre encierra una humanidad que se le ha negado anteponiéndole su virginidad. No me imagino a una María sumisa. Me la imagino rebelde, decidiendo qué era lo que ella quería hacer a los 15 años. La sé valiente, pariendo con dignidad en un establo o hablando mucho después de 33 años con las primeras comunidades cristianas, en un papel que no se le ha reconocido suficiente. La veo risueña, alegre, sabia, sumamente inteligente, determinada a hacer siempre lo que creía correcto, más allá de las convenciones y de las normas sociales. La prueba la da su hijo: le enseñó a ser amable, a valorar la ternura, a compartir la comida, a decirle al poder lo que pensaba, a no inmutarse cuando se trataba de defender a una mujer, a viajar ligero, a no marginar. No solo la definen su virginidad, su maternidad y ser la esposa del sencillo y buen carpintero José.
Michela Murgia, una teóloga italiana, dice con razón que la subordinación de las mujeres antecede a la constitución de la institución católica, pero que los padres de la Iglesia —todos hombres— no decidieron —como no lo hacen aún con fuerza y determinación suficientes nuestras autoridades religiosas— «optar por utilizar el potencial desestabilizador e innovador del anuncio cristiano y de la figura de María para modificar las situaciones de injusticia y desvalorización de la persona que ese sistema imponía y continúa imponiendo». Fue como se legitimaron, desde la concepción espiritual, el patriarcado y el machismo: exigiendo sumisión a todas las mujeres católicas.
Hoy veo a mi alrededor y me encuentro con mujeres católicas que me recuerdan a María. Dan otra lectura de la historia de mi religión. Disputan las concepciones impuestas. Son atentas a la voz de un Dios que habla de amor, y no de resignación. Están construyendo otra Iglesia. Nos hacen encontrarnos con otra María.
Hoy es 15 de agosto y para los creyentes católicos es la fiesta de María de la Asunción. Este día vuelvo a pedirle a María, como mujer liberadora, que nos dé fuerza a las mujeres para no dejar de luchar por un mundo más digno.
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